De Guadalcanal
es, y aún tiene un es no es de yeso el señorico...
Fue siempre excelente y de muy
extendida fama el vino de Guadalcanal. Todavía es y quedan
vestigios, cierto que muy pocos, de nuestra pasada grandeza vinícola. Tinajas
de lagares aquí y allí; pocas ya, muy pocas, pero se suelen ver. Nombres de
fincas, como el de “Las Viñuelas”, nos dicen de este pasado. Hay viñas,
desaparecidas casi ayer, que en unión del nombre de quien lúe su dueño han dado
a conocer, hasta recientemente, el paraje en el que estuvieron ofreciendo sus
frutos; tal sucede con la “Viña de Juan Guerrero”, enclavada a
la altura de la torre de la Iglesia de Santa María, dando vista a este
campanario, descolgada, pendiente abajo, entre la línea férrea y la carretera
del puerto Llerena. La predilección, que perdura en nuestro pueblo, por el
consumo de mostos, denotan, a leguas, su ascendiente vinatero.
Cervantes, en toda su obra, acusa
la bien ganada fama del vino de Guadalcanal. No podía por meaos, ya que en el siglo XVII llega a su más alto nivel el buen
tomar de los caldos de esta sevillana zona septentrional, ocupada, a la sazón,
en extensa superficie, por viñedos, que la filoxera hizo se extinguieran en un
santiamén, y a la cual se debe, desconocida en un principio la resistencia a ella
de la vid americana, el nacimiento del actual cultivo extensivo del olivar, en el
presente amenazado de gravísimas plagas, no sólo de insectos y hongos.
Rige Monipodio el hampa de
Sevilla, y la gobierna, como cofradía de maleantes,
en un patio celebérrimo, porque así lo quiso el autor del Quijote, en su novela ejemplar “RINCONETE Y CORTADILLO”.
Pues bien, la madre Pipota —que así se llamaba la vieja (abundante
de faldas, confiando su eterna salvación, pese a sus complicidades, en sólo
alumbrar imágenes de su devoción) que dio el ser al señor Monipodio—, cuando entra en la dicha cueva de perversión, luego de practicar sus
devociones y desempernar el negocio sucio que le traía, pide un trago con el
que reponer energía.
Se lo dan abundante.
Se lo bebe más que aprisa.
Y tragado, alaba:
“De Guadalcanal es, y aún tiene un es no es de yeso el
señorico...”
Y más.
Al temor de la señora Pipota de no caerle bien sin desayunar, le replica su hijo —seguro de la buena calidad del caldo—,
que lo beba sin cuidado por fu? es trasañejo.
Con sólo esta no única cita de don Miguel a todo lo largo de su obra, hatea
debido bastar para que la fachada de nuestra Casa-Ayuntamiento luciera aoüFjo
recordatorio de ser Guadalcanal lugar cervantino.
Pero, ¡ay!, que de poco vale decirlo.
Pedro PORRAS IBAÑEZ
Revista de Feria 1978
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