Náufragos en la corriente del amor El amor no se mide por el tiempo que dura, sino por las huellas que te deja. (Proverbio árabe)
Los seres humanos estamos dotados de una serie de órganos vitales, solo uno de ellos, el corazón es capaz de fallarnos cuando nos ataca el virus del amor. Las células defensivas no reaccionan a tal enfermedad, convirtiéndose en un tumor voraz y maligno que impide nuestra capacidad de corrección mutándose en metástasis emocional, y sin defensas nos deja vivo para seguir muriendo. El exceso de amor te bloquea un ojo, por ello, no calculas la distancia de las consecuencias, el desamor envuelve los dos, o reaccionas o te impide analizar las secuelas.
Carmen se vio en un país extraño escasa de equipaje, su bagaje, una mochila atestada de cosas prescindible y un corazón vacío de amor, o tal vez, lleno de desamor.
Vagaba por las calles de Marrakech vencida por los acontecimientos, unas consecuencias que aquella mañana le habían producido estupor y zozobra y aquella noche la arrullarían con asombro.
Aquel atentado sin sentido no exento de mitología islámica alteró su naufragio, muertos y heridos nativos sin tierra o cielo conocido se hacinaban en las aceras, lamentablemente solo serían considerados cifras que añadir a otras cifras que nadie se molestaría en contabilizar para no perturbar la conciencia de los occidentales, su cabeza daba vueltas y más vueltas, incapaz de dar respuesta adecuada a tal sinrazón.
En aquel instante, su mundo se limitaba a querer instalarse en un mar desconocido, ser pez, alejarse de la orilla del desencanto y poder nadar y nadar. Hacer una metamorfosis para nadar con alas de mariposas, sin embargo, quedó quieta, paralizada como si hubiese caído en un charco de sangre espesa y decidió huir del lugar, madurando en que cuando todo el mundo va en la misma dirección, solo el que elige la dirección opuesta, está en posesión de equivocarse.
Pensaba..., la tierra es un inmenso bosque en cuyos árboles anidamos los humanos, árboles a punto de aniquilarse por la barbarie de sus pobladores, estos no serán destruido por un rayo divino, sino por la carcoma de los parásitos gobernantes que le roban la savia, nos contaminarán la comida, nos envenenaran sus frutos por locos extremistas o ratas capitalistas que con sus actos especuladores roen y destruyen las raíces.
Escuchó su voz como un murmullo lejano y callado llamándola sin ser escuchada, de pronto, su imagen se reflejó en las cristalinas aguas residuales de la última tormenta, visualizó por enésima vez en la lejanía el oscuro cabello de un platónico amor, solo visible en su mente un poco distorsionada. Se imaginaba localizando allí en la acera al ser que le robaba la capacidad de reaccionar, de repente, le inundaban sus lágrimas húmedas, puras, cristalinas... que afluían de su mirada intensa y una voz sensual le susurraba, cariño no puedo amarte, perdóname.
Continuó caminando con destino hacia la nada por aquellas calles desiertas o llenas de seres autómatas que transitaban sin rumbo. El espeso calor africano de Julio le martilleaba las sienes, el frío presentimiento de no volver a ser protegida por sus brazos le helaba la esperanza.
Avanzó calle arriba, caminaba y caminaba, no progresaba, por aquellas pequeñas calles estrechas como el impasible acero de una espada la atrapaban. Llegó al Zoco y se detuvo en seco, ante la puerta de una destartalada tienda de exóticas esencias y telas multicolores que le resultaba familiar, no podía precisar si era la imagen de alguna vieja foto, la pintura de la habitación de un cuadro de hotel barato, la postal recibida de algún olvidado amor, o simplemente era producto de su imaginación.
El mimetismo de aquella folclórica música y los intensos efluvios de olores orientales que despedía aquella morada la forjó a entrar en su interior impregnado de vivos colores rojizos, violetas, morados y un largo abanico de arco iris de matices indescriptibles. De pronto, sorprendió a dos amantes sin pudor acariciándose sentados uno sobre el otro en una vieja y desvencijada hamaca. Mirando a aquellos dos jóvenes comprendió que el término de su largo camino finalmente tenía apeadero de llegada.
Inmóvil, cautivada por la música, impregnada por los olores, adherida a la realidad por los intensos olores y colores se cuestionó si merecía la pena esperar su recompensa, o simplemente huir y abandonar nuevamente sus sentimientos en aquella melancólica calle, añadir una nueva herida en su corazón, admitir una nueva frustración en su ego y desterrar el derecho a un amor furtivo como las lágrimas de un niño descubierto en una travesura, persevero se dijo, con una decisión aplastante.
Después de un largo tiempo que apenas le pareció un instante, contemplaba inmóvil desde aquella puerta como el sol se escondía en el horizonte encendiendo, el paisaje de sombras chinescas a lomos de un aire ardiente y contagioso fijaba su atención, como avergonzado de haber parido aquel fatídico día.
Y de pronto, surgieron del interior los dos amantes, tostados, de estatura desigual, ojos azabaches, cabellos largos y ondulados, estatura media Ella, alto, de pelo rizado, ojos azul mediterráneo, Él, Zoraida se llamaba ella, Ahmed se llamaba él. Ambos observaron a Carmen con una pícara sonrisa, inhibidos por la felicidad del amor fugaz, los jóvenes se despidieron con una dulce mirada de indiferencia como si se tratase de dos amantes eventuales.
Unas horas más tarde se encontraba Carmen en una habitación del hotel Atlas Medina de Marrakech, con su amante en un amplio lecho ceñidos en sábanas de lino. El tiempo se detuvo, envueltas en silencios cómplices, ambas se arropaban con sus miradas carnales, el mundo, su mundo era impenetrable para seres imperfectos, náufragos en la corriente del amor. Carmen se agitó presa de sus miedos sobresaltada, la helada brisa del alba le acarició la cara, encontró una cama mitad deshabitada, partida en dos orillas por la luz rosada del amanecer,
Zoraida, la bella Zoraida no estaba, su amante imperfecta le dejó una nota sobre la almohada, cariño no puedo amarte, perdóname.
Sonó el despertador en el amplio ático que compartía Carmen con su marido en una zona residencial de cualquier ciudad española, se avergonzó de aquel sueño, o tal vez no, pensó, la cama no está vacía, miró a Jorge y su presencia por primera vez le pareció extraña y caricaturesca, se levantó lentamente y encendió la luz, Zoraida, la bella Zoraida no estaba.
Después de una reconfortante ducha entró de nuevo en la habitación, Jorge dormía profundamente en el lugar que en ficción ocupaba Zoraida. Carmen dejó cuidadosamente una nota manuscrita sobre la almohada, cariño no puedo amarte, perdóname.
Preparó despacio su bagaje, escasa de equipaje, una mochila atestada de cosas prescindible y un corazón vacío de amor, o tal vez, lleno de desamor, inició un viaje incierto a cualquier parte, a cualquier lugar, a escudriñar cualquier amor, tal vez platónico, tal vez real.
Finalista concurso de microrrelatos “Historias Perdidas de León”
Autor. - Rafael Spínola R.