LA VILLA MEDIEVAL
La invasión de los bárbaros del norte, hasta los primeros intentos de reconquista de esta villa, pasando -naturalmente- por la dominación musulmana, transcurre un largo período de tiempo -que en gran parte comprende la llamada Edad Media- del que no sabemos muchos datos para la historia de Guadalcanal.
Nos resultaría gratuito suponer que, dado el enclave geográfico la villa en los accesos a la Bética desde Extremadura, sufriera la invasión y saqueo que los vándalos acometieron en la región meridional (Un contemporáneo de los sucesos, el Obispo Idacio, reflejó en su “Cronicón" los horrores de esta espantosa ocupación)
En 414, un nuevo pueblo bárbaro, los visigodos, entraron en la Península Ibérica, estableciéndose en la Tarraconense; y, quince años más tarde los vándalos, que ocupaban Andalucía, pasaron al norte de África.
Puesto que hacia finales del siglo V los visigodos dominaban en si toda España, cabe pensar que fuera a raíz de los hechos señalados cuando se diera la batalla -cuya memoria nos ha quedado- de los suevos y alanos contra los visigodos, en un lugar entre Mérida y Zafra. Las huestes suevos-alanas desbarataron a los ejércitos enemigos y dieron muerte al caudillo Atares. Luego marcharon victoriosos a Llerena desde cuya ciudad alcanzaron el puerto de Guadalcanal, de donde pasaron a Alanís, en que había una plaza fuerte -quizás de construcción alana-, semejante a la que existía en el municipio Iporcense (Constantina)
LA INVASIÓN ÁRABE.
La situación de Guadalcanal en el confín de AI-Ándalus y las puertas de la Meseta, unido a su riqueza minera -por la que era conocido este pueblo desde que el hombre supo del artificio de las minas, según el Adelantado J. de Oñate-, hizo, sin duda, que con la invasión de los árabes a España fuera éste el lugar más preciado de la región y uno de los primeros, por tanto, en ser ocupados. Pues, de una parte, no es ninguna fábula en la riqueza que el pueblo mahometano desplegó en la fabricación de armas y objetos decorativos y utilitarios, ejecutados en hierro y acero, con adamasquinados e incrustaciones de plata y oro. Y, a más de esta circunstancia, en Andalucía, como se sabe, apenas se opuso resistencia a estos invasores.
Es incuestionable que cuando los árabes se establecieron en este lugar, aún quedaban vestigios de los procedimientos que los romanos empleaban para las explotaciones minerales, pues los nuevos dominadores continuaron las actividades mineras al modo como los romanos las habían practicado. Sólo que -como era de esperar- se experimentó una versión nominal, ya que los árabes llamaron “wad” -que en su idioma significa "río"- a lo que para los romanos había sido “canalitium". Puede deducirse, pues, que al unir ambos vocablos resultase el nombre de Guadalcanal, que parece significar "lugar donde hay ríos, acequias o minerales excelentes". Para sustento de esta opinión podemos traer a colación los nombres árabes locales de los ríos Benalija y Viar; al primero de ellos se llamó Ben-Alí-Exa, "hijo del fuego", o de los montes calientes, y el otro, que al principio fue Guaviar, viene a ser lo mismo que "río precipitado en sus corrientes".
Más aceptada y extendida es la teoría que sobre el significado árabe de esta palabra propuso el P. Guadix. Procede, según afirma, de Wad-al-canaá, que equivale a "río de creación o contentamiento", y añade que es incorrecto decir Guadalcanal, pues según su origen y transcripción lo acertado sería "Guadalcaná".
Sea como fuere, está suficientemente probado que el nombre de Guadalcanal arranca de los primeros tiempos de esta dominación.
Los musulmanes construyeron el alcázar al sur del recinto amurallado que rodeaba la villa, y tuvieron por mezquita lo que luego sería la iglesia de Santa Ana. Se tiene constancia documental de que el pueblo tuvo entonces un volumen de dos mil casas. Por lo demás, salvo por la toponimia, ningún vestigio nos ha quedado de esta época, pues las mismas construcciones árabes serían aprovechadas para la reorganización cristiana.
LA RECONQUISTA.
Habiéndose declarado independiente del califato de Córdoba el reino moro de Sevilla en 1023, bajo el gobierno de Abul-Cassin -de la dinastía Beni-Abbad, que reemplazó a la Omeya-, su hijo y sucesor. Al-Motadid, incorporó a su reino los de Huelva, Jerez, Niebla, Arcos, Morón y Algeciras, aniquilando a Córdoba en 1044, a cuyo soberano, Gewar-ben-Mohamed, hizo prisionero. Acaso estos progresos suscitaban en el ánimo de Fernando I el Grande, rey de Castilla y León, la idea frenar los éxitos del rey moro sevillano, pues en 1064 convocó a los obispos, ricos-hombres y grandes vasallos de su corona para llevar a la guerra a los Estados de AI-Motadid. La victoria acompañó en todo momento a las armas cristianas, que, procedente de Extremadura, entraron en Guadalcanal. Enorme sobresalto padecería el emir sevillano ante la impetuosa invasión que se aproximaba, pues propuso un pacto a Fernando I, ofreciéndole una cuantiosa indemnización de guerra. Accedió el cristiano, con la condición de que le fueran entregadas las reliquias de Santa Justa, mártir de la persecución romana en tiempos de Diocleciano. Gozose AI-Motadid de poder evitar la tormenta sobre su reino amenazaba a cambio de tal insignificancia, hizo buscar los restos de dicha Santa, pero no fue posible hallarlos, por más empeño que en ello se puso. En vista de esto, Fernando pidió y obtuvo el cuerpo de San Isidoro, que fue trasladado a León y depositado en la iglesia de San Juan Bautista, la cual tomó desde aquel día el nombre y advocación del Santo Obispo de Sevilla.
Con motivo, pues, de esta campaña, la villa de Guadalcanal se liberó por primera vez del yugo islámico, si bien volvió a perderse inmediatamente. Se recuperó de nuevo en 1088, en que Alfonso VI tras su derrota en Zalaca por el jefe de los almorávides Jussuf-ben-Taxin, decidió emprender una serie de correrías por esta zona de infieles, a fin de desquitar su anterior desastre.
Poco tiempo duró, sin embargo, la hegemonía cristiana de esta villa, pues algunos años después volvió a caer en poder de los almohades, que al mando de Jusef-Abu-Jacub, conquistaron esta región. Para combatir la nueva avalancha mahometana, en 1185 salió Alfonso VIII de Toledo con un poderoso ejército y realizó una incursión por Extremadura, conquistando Trujillo, algunos lugares de la Serena, Berlanga, Valverde y Guadalcanal, de donde pasó a Sevilla. A su regreso descansó en este pueblo, y de aquí marchó a Reina, en cuyo Castillo tenían los moros la mayor fortaleza de la región, a la que cercó y tomó por combate.
Más tampoco estas conquistas fueron definitivas, puesto que en 1231 perdiéronse nuevamente Guadalcanal y el Castillo de Reina.
El Castrum Reginensís de los romanos era punto muy estratégico y disputado por unas y otras armas, y en muchas ocasiones marcó la frontera de los moros.
Ocho años después de estas pérdidas, los Caballeros de la Orden de Santiago celebraron un capítulo general en la ciudad de Mérida que presidió el XV Maestre don Rodrigo Iñiguez, comendador de Montalbán. En él se acordó conquistar algunas plazas fuertes que aún :quedaban en Extremadura bajo el dominio mahometano, pronunciando el maestre una arenga en que infundió un santo celo por la cruzada de recuperación.
Con un ejército compuesto por los Caballeros de Santiago y gran número de gente de sueldo que juntaron, salieron de Mérida y fueron conquistando, a más de otros lugares, los pueblos de Almendralejo, Usagre. Fuente del Maestre, Llerena y, no pudiendo tomar el Castillo de Reina por su gran fortaleza, pasaron a Guadalcanal, donde pusieron un sitio que acabó con la rendición y entrega de la villa por el gobernador Axataf, caudillo de la ciudad de Sevilla, que era este año de 1241 el que más nombre y poder tenía en las fronteras de los cristianos. Entre los Caballeros de Santiago que se hallaron en esta jornada a las órdenes de don Rodrigo Iñiguez, figuraron el comendador don Rodrigo Valverde; don Juan Muñiz de Godoy, comendador de Extremadura don Lope Sánchez de Porras, trece de la Orden; el comendador don Hernán Meléndez, don Rodrigo Yánez, comendador de Almaguer; Albar Martínez de Aibar o Ibarra, comendador de Mora, etc.
Posteriormente, cuando Fernando III el Santo tomó la ciudad de Carmona, los moros del Castillo de Reina y Constantina fueron a ofrecerle vasallaje. Pero hasta ese momento, parece ser que la Orden realizó nuevos ataques a fin de conquistar las referidas plazas. En uno de estos, narra la tradición que dándose -el día de la festividad de Nuestra Señora- una memorable batalla entre cristianos y moros, y tras llevar varias horas de pelea encarnizada, el Maestre que los mandaba don Pelay Pérez Correa, se encomendó a la Virgen, suplicándole: "Señora detén tu día". A sus ruegos, se oscureció milagrosamente el sol hasta que él y sus gentes quedaron vencedores. Para conmemorar la victoria se dio el nombre a un arroyo donde ocurrió la batalla, Matamoros. y en la cumbre de una montaña inmediata mandó edificar el Maestre una iglesia con el título de Nuestra Señora de Tentudía, Dotóla de grandes rentas y puso en ella algunos "freires" de su Orden, en cuyo colegio habían de leer gramática, artes y teología. También por su voluntad, fue el Maestre don Pelay Pérez Correa enterrado en esta iglesia. Más tarde, por ser aquél un lugar desierto, se mandó trasladar -con el mismo título- al colegio que la Orden tenía en Salamanca, donde habían de acudir las casas de Uclés y San Marcos de León con 3000 ducados de renta anual.
El monasterio conserva magníficos azulejos en el altar mayor y en las capillas de Santiago y San Agustín, ejecutados por Juan Riero y Niculoso Pisano.
A raíz de su reconquista, el rey San Fernando dio Guadalcanal a la Orden de Santiago, cuyo Priorato residía en San Marcos de León, con dependencia de la Vicaría de Santa María de Tentudía de Llerena. Y fue entonces cuando la villa tomó por armas un canal y dos puñales o dagas que aún conserva en su escudo.
LOS CASTILLOS.
Desde antiguo -abundaron los castillos en el término de Guadalcanal, como consta diversas fuentes, y la misma toponimia en la mayoría de los casos confirma El control y seguridad de la villa, en el tránsito obligado de que grandes regiones naturales, exigirían de este género de instalaciones militares cuando su población comenzara a adquirir alguna importancia.
En realidad, más que castillos acaso sólo fueran pequeñas fortificaciones diseminadas por el territorio local, según parece inducirse así de la función que desempeñarían dado este enclave geográfico, como por los escasos restos que de ellas nos quedan hoy día.
En la villa, el Castillo de la Orden, que hasta su reconquiste fue alcázar de los moros, formaba parte del sistema murado, y fue llamado así así por ser la morada de los Comendadores de la Orden de Santiago. Estaba situado en lo que actualmente son el Ayuntamiento y el paseo de El Palacio. En la visita de 1498 se describe del siguiente modo: Está a las espaldas de la Iglesia de nuestra Señora Santa María; en entrando la dicha casa por una puerta, está a la mano derecha una cocina yendo adelante hay un patio por solar con una danza de arcos de ladrillos encalados y un pozo casi en medio del patio. A la mano izquierda de dicho patio está una sala grande por solar, en la cual sala, a mano izquierda, está una cocina con una chimenea grande de ladrillos y junto con ella una cámara y otra recámara solada de ladrillos y en entrando más adelante está una despensa con ciertas jarcia dentro y otra cámara solada; y en entrando adelante está otro cuerpo sala pequeño solado y pintado de ciertas pinturas, y en entrando adelante está otra sala que sale a una huerta con unos pilares pintados en ellos de pincel y ciertas armas y unas rejas de palo que salen a la huerta con sus poyos a la redonda, y a la mano izquierda de esta sala que sale a la huerta está otra sala grande con una danza de arcos de ladrillos y encalados, y la dicha sala por solar y dos poyos a la luenga; en canto de la dicha sala está una escalera a la mano derecha que sale a otra escalera de piedra, está una como saleta y están en ella dos ventanas grandes que salen a la dicha huerta; y subiendo por la dicha huerta está una cámara solada con una ventana que sale a la dicha huerta; está la dicha cámara encabriada y encañada con sus tijeras de madera, y frontero de esta dicha sala está otra sala alta con una ventana que sale al corral de palacio en que están citas jarcias; está encasiada y encabriada. Hay una huerta en que hay siete pies de naranjos y cuatro higueras y unos pies de ciruelos y un nogal grande, y el suelo de ella ciertas plantas. En la mano derecha de dicho patio, como entran, está una seleta de manera de cocina amaderada y bien encabriada en la cual están dos hornos uno grande y otro pequeño, y más está una caballeriza mediana en que hay seis bestias cubiertas de madera y tejas, y está frontera de ésta otra caballeriza grande que hay para unas quince bestias, cubierta de madera y tejas; está sobre dada la mitad de ella. Más adelante está un corral, y frontero de él una bodega grande con ciertas tinajas grandes y medianas y un lagar. Hay otro edificio de paredes de tierra que se dice fue bodega y un trascorral grande a las espaldas.
Todos los demás castillos de Guadalcanal se hallaban repartidos por su término, siendo el de la Ventosilla el único del que nos han quedado vestigios. Su localización estaba determinada por los ríos Guaditoca y Sotillo; más concretamente, en el llamado Cerro del Castillo, dentro del pago de La Plata, en el lugar donde se cruzan los caminos de Azuaga y el de Valverde a Malcocinado, próximo al Sotillo, a la altura la pasada de Mingo Rey. Se conserva un costado de la fortaleza, unos veinte metros de longitud y dos metros de altura, construido a base de mampostería de piedras careadas, presentando hiladas alternativamente anchas y estrechas. En el extremo norte de dicho lienzo se alza una torre de ángulo de cinco metros, siendo la altura del resalto sobre el paramento del muro de 3,40 metros. El lado opuesto de la muralla parece haber estado guarnecido de otra torre semejante ésta. Hacia el centro del paredón se produce un entrante, formando un entrante de 3 20 metros de luz en lo que tal vez fuera una hornacina.
El Castillo de Valjondo estaba situado al extremo norte del término al oeste del Camino de Azuaga, habiendo sólo dejado memoria Toponimia, pues a finales del siglo XVIII quedaban apenas unos leves restos.
Completamente ha desaparecido el Castillo de la Torrecilla, sito a hacienda así llamada, la cual estaba separada por el arroyo de la Canaleja de la del Castillejo. En esta última hacienda -de cuya fortaleza tomó el nombre- se hallaba el del Castillejo, en el cruce del camino de Valverde con la cañada de Esteban Yánez. Tampoco quedan restos de este castillo.
El Castillo de la Atalaya estuvo enclavado en la suerte de este nombre, ignorándose el sitio exacto de su emplazamiento, pues no ha quedado vestigio alguno del mismo. Otro tanto sucede con el Castillo de Portichuelo, del que ni siquiera conocemos su situación.
De los castillos mencionados, el más próximo a la villa fue el de Santa Cruz, en las cercanías al arroyo de San Pedro, que también se ha extinguido por completo. Conserva su nombre la huerta allí existente.
Por último, el Castillo de Monforte -del que ya hablaban los romanos- es el más antiguo de cuantos hubo en esta Los restantes probablemente se construyeran entre los siglos XI y XIII para fortalecer esta frontera sevillana. Pues la misma situación de la mayoría de las fortalezas reseñadas -al norte del término de Guadalcanal-, parece confirmar lo expuesto.
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