“Joseito, un niño yuntero”
Sentado en la escalinata que antecede a los soportales
del templo de Santa Ana, José Hernández observa a sus pies la impresionante
estampa que le ofrece la vista del pueblo que lo viera nacer hace ya muchas
decenas de años. Puede adivinar desde su privilegiada atalaya el espacio que va
desde el Coso hasta el cementerio de San Francisco, y también cada una de las
calles que conforman el núcleo urbano de un Guadalcanal que, a pesar de los
años, no ha perdido aún su identidad y mucho menos ese gracejo que albergan en
su interior los habitantes de este pueblo de casas impecablemente blancas haciendo
contraste con el enrojecido de sus tejados.
Como si fuera la torre del homenaje de un gran
castillo, emerge el campanario de “Santa María”, torre desmochada y sobria, que
parece llevar de la mano a su pequeño hijo, rubio y gracioso que nos recuerda
la medición del tiempo cada cuarto de hora, con la alegría de sus tres campanas
que con distintos tamaños y melodías nos recuerda que el tañer de su bronce es
mucho más agradable que esos fríos y monótonos pitidos que emite el perfecto
reloj del observatorio astronómico. ¡Donde va a parar!
Al fondo y como una muralla, la “Sierra del Agua”
sobresale en el horizonte dejando a su derecha la de “Lo Cazalla” con sus tonos
azules que contrastan con el oscuro de la ladera que sobresale sobre el arroyo
de San Pedro pudiendo distinguirse claramente el “Cerro Monforte” en primer término
y más a la derecha el cortijo de “la
Florida ” así como los parajes de “las Lapas” sobresaliendo
por encima de sus colinas un gran pino. Luego “la Utrera” que casi se toca con
las estribaciones de la sierra de “El Viento” obstáculo que impide ver la
belleza de los campos de la ”Zarza” “San Julián” “Santa Marina” “La conejera” Y
“Guaditoca” entre otros así como las tierras extremeñas. Mientras por su ladera sur
se puede ver como se desliza el camino que llega hasta “La Venta de la Salud ” y la ermita de “El
cristo” para entrar en el pueblo por el “Espíritu Santo”
José, (Joseito como le llamábamos los que lo
queríamos) enciende un pitillo mientras disfruta de todo ese paisaje que tanto
quiere y comienza a recordar los años transcurridos en ese pueblo. Las
vivencias se agolpan en su mente, pero poco a poco las va desgranado en un
mosaico de recuerdos que abarcan desde 1908 año en el que nació, hasta meses
antes del 2005, año en que la naturaleza se impuso a la cruda realidad y la
materia inerte de aquel hombre de cuerpo diminuto pero de gigantesco corazón y extraordinaria
nobleza tubo que sucumbir ante la poderosa muerte. Pero eso sí: con la
elegancia y el honor de haber cumplido la condición que todo ser humano ha de
tener en la vida: respeto, tolerancia y una gran dosis de ironía ante cualquier
adversidad.
Ejerció de monaguillo en esa misma iglesia que ahora
tiene a su espalda y fue con las propinas de los casamientos y los bautizos con
lo que se compró los primeros zapatos de su vida, que su madre solo le permitía
ponerse los domingos. Luego guardó cerdos, trabajó con una yunta de mulas, segó
las mieses de los “baldíos” cogió el fruto de los bellos olivos de la “la hombría”
y los taló uno a uno piqueta en mano haciendo frente al riguroso invierno de la
sierra.
Igual que tantos hombres de nuestro pueblo él fue un
niño yuntero y tuvo que dar fatigosamente con sus huesos en la tierra teniendo
que arar los rastrojos mientras devora un mendrugo y preguntar con los ojos que
porque es carne de yugo, pues nació como la herramienta, a los golpes destinado
de una tierra descontenta y un insatisfecho arado.
Estos fragmentos del poema que escribiera hace muchos años Miguel Hernández
han venido a la mente de quien desglosa estas líneas porque veo en “Joseito” la
imagen de ese niño del que nos habla el poeta como la de tantos otros de su
generación a los que les tocó vivir una de las peores etapas de nuestra
reciente historia pero a los que hay que rendir un sincero homenaje.
Vinieron los tiempos en que las dos Españas ya no
podían aguantarse más la una a la otra, así que tomó el camino de la libertad
que la ”República” le ofrecía a muchos de los de su generación poniendo todo su
entusiasmo en aquella aventura, pero la intolerancia y el odio acumulado
durante siglos no hizo posible ese sueño que tantos jóvenes de aquella época
albergaban en su interior y todo se vino al traste teniendo los niños yunteros
(y los que no eran yunteros) que verse envueltos en el peor de los
acontecimientos que un pueblo ha vivido a lo largo de su historia: un
enfrentamiento fratricida en el que no hubo sitio nada más que para la razón de
la sinrazón.
Tuvo Joseito que liarse la manta a la cabeza aquel día
en que el comandante Rodrigo con sus moros y legionarios entró en Guadalcanal
aquel caluroso 19 de agosto de 1936 y poner los pies en polvorosa porque no
eran buenas las noticias que llegaban a través de las ondas de radio Sevilla
donde las arengas del general Quipo de Llano no eran una patraña sino todo lo
contrario. Estas se hacían realidad lo mismo que realidad eran los desmanes
cometidos por aquellos otros que irresponsablemente se escondían tras la
bandera tricolor para poner en practica la irracionalidad más absoluta. Todo
era un incomprensible desconcierto y cada cual se puso en el lado que más
oportuno creía para luchar por algo que en el fondo creían era ilógico. Pero
aquello no fue más que el espíritu de un pueblo que se ponía al servicio de la
tragedia y de la barbarie.
Después del largo calvario vivido en aquellos
fatídicos años llegó el final pero no fue la paz lo que vino, aquello era la
victoria y con ella el exilio, la cárcel, el hambre y más odio si cabe que en
los años anteriores porque la vieja piel de toro se había dividido en
vencedores y vencidos y eso tampoco era la solución.
Pasó por las peores situaciones que el perdedor de una
guerra pueda pasar: desde los campos de concentración vigilados por soldados
senegaleses en Francia hasta las cárceles de Zaragoza, Yeserías en Madrid y
finalmente Sevilla de la que salió para volver a su pueblo.
Había que empezar una nueva vida en Guadalcanal y tal vez se
encontraría con alguien que pudiera hacerle rendir cuentas por sus ideas, pero
no fue así, se tragó su orgullo como también lo hicieron su hipotéticos
enemigos y haciendo valer su gran sentido de la tolerancia supo coger la mano
de quien se le extendió.
Joseíto sabía que esa era la única forma de que
aquellas dos España de las que tanto nos habló Antonio Machado se unieran en
una única patria en la que la concordia y el respeto estuvieran por encima de
cualquier ideario ya sea político o religioso.
Vino la llamada transición y esta le cogió viviendo en Madrid en donde
trabajaba como portero de una finca en la que en muchas ocasiones tuvo que
comulgar con ruedas de molino, pero poco a poco fue descubriendo que la
victoria no era ya un pretexto para que la intransigencia siguiera haciendo de
la suyas y pudo ver como sus antiguos compañeros luchadores como él por la
libertad salían de las cárceles y otros regresaban del extranjero en donde
tuvieron que sufrir un largo exilio.
Ahora sentado en los escalones de la iglesia de santa
Ana “Joseíto” ve como su pueblo ha conseguido que esa tolerancia sea una
realidad y disfruta viendo como derrocha belleza por sus cuatro costados. La restaurada
iglesia ahora brilla con luz propia, además de la que un verdadero artista de
la iluminación ha sabido darle. Mientras ve como los niños juegan en la cuesta con
un balón a ser Joaquín del Betis o Reyes del Sevilla (bueno ahora ya no), ajenos
a todos los recuerdos de aquel que con el pitillo entre los labios ve como su
sueño se hizo realidad y así los niños de Guadalcanal han dejado de ser
yunteros creados para dar con sus huesos en la tierra para ser niños felices,
alegres y libres.
Entre dientes y con lágrimas en los ojos Joseito los
mira satisfecho y dice para sus adentros “ahora sí ha llegado la paz, ha sido
largo el camino pero ha merecido la pena”.
El día 12 de septiembre del año 2005 José Hernández Veloso fue
enterrado en el cementerio Jardín de Alcalá de Henares. Pero solo es su cuerpo
lo que en aquella sepultura descansa pues su espíritu estará presente en todos
los que pensamos que debemos mucho a aquella generación a la que él perteneció
y a la que debemos la libertad de la que disfrutamos.
Sea este un homenaje a todos aquellos que como “Joseito” fueron víctimas
de la locura que les tocó vivir sin distinguir en qué lado se encontraron en
aquel momento. Gracias a ellos ahora las nuevas generaciones podemos sentirnos
orgullosos de la libertad de la que disfrutamos. ¡¡Gracias a todos, abuelos!!
Manuel Barbancho Velasco
Revista de Feria 2006
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