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domingo, 20 de junio de 2021

La lluvia infinita 11/18


Capítulo 11

Diario de Pedro de Ortega 10

2 DE MARZO.

A la ruina no se le había olvidado ni nuestro nombre ni dónde estábamos, pues durante estos dos últimos días sé han desatado tales tormentas, y el mar se ha embravecido de tal manera, que tuvimos que trabajar con denuedo en las naos para que no se nos hundieran.

Las hemos salvado.

 Pero no al bergantín.

Cuando hemos llegado a la playa, a media mañana, hemos comprobado que la Naturaleza ha querido que todos nuestros esfuerzos anteriores fueran en balde.

Hay que empezar otra vez, Isabel.

El propio Mendaña, compadecido, ha ordenado que se espere a mañana para rehacer el bergantín.

Juan de Torres ha dicho misa, y en ella hemos pedido a Dios que se acuerde de nosotros y que si debemos trabajar, trabajaremos, pero que apelamos a su misericordia infinita para no tener que reandar lo andado.

El resto del día lo hemos empleado en holgar, si es que aquí se puede descansar, y en tomar del mar parte de lo que nos ha robado.

Los peces que hemos pescado eran pequeños y con muchas espinas, pero muy sabrosos.

Mi barba, Isabel, es ya más blanca que negra, como si llevara diez años en esta isla.

5 DE MARZO.

Sólo un suceso ha ocurrido hoy digno de ser reseñado en esta memoria.

Un sólo suceso pero no pequeño.

Se ha presentado un indio con una mujer toda herida y magullada.

Hemos entendido que era su esposa.

Nos decía el indio, pues Sarmiento ya domina algo de su lengua, que uno de los nuestros, ayer, había pretendido forzarla.

Nos ha señalado al hombre: Pedro Esquivias, rufián que lo ha negado todo.

Pero ella se ha acercado, ha señalado el cuello del marino, en el que se apreciaba una larga señal, como de un arañazo, y luego, nos ha mostrado su larga uña. Ella se lo había hecho.

Entonces, Esquivias se ha defendido diciendo que primero se le acercó ella y se mostró muy solícita, a lo que el respondió, muy cariñoso, y que cuando quiso ir un poco más lejos, se le revolvió como una loba.

He ordenado azotar al esposo de la india y a Esquivias, que ha perdido el conocimiento primero. Luego tenían razón el indio y su mujer.

Y tenía razón yo cuando le dije a don Lope que debíamos llevar soldaderas en esta armada. Pero él no quiso, Isabel.

6 DE MARZO.

La lluvia ya no es infinita, sino esporádica.

Hoy me he sentado sobre una peña de la playa, para ver atardecer.

Me he estremecido por vez primera desde que llegué a Santa Isabel.

A tu isla, Isabel.

8 DE MARZO.

Dios se ha puesto de nuestro lado: la lluvia ha desaparecido.

Y, de repente, Isabel, esta isla parece la patria de la luz.

27 DE MARZO.

Mendaña ha decidido, en honor a su tierra, llamar Santiago al bergantín.

Ha ordenado después al piloto Pedro Rodríguez, timonel de la capitana, que boje, junto con Enríquez y dieciocho hombres, Santa Isabel para averiguar por qué parte de ella se ven más islas, y para comprobar cómo se maneja el pequeño velero en estas aguas en las que los bajos y los arrecifes parecen tener ojos y oídos.

Los indios no han vuelto a molestar; se ve que el castigo que se les ha dado hace tres días les ha hecho recapacitar.

O será que sus funerales duran todavía más que los nuestros.

28 DE MARZO.

Con el alba ha zarpado el bergantín, y los franciscanos han rezado por un buen viaje.

Nosotros les hemos seguido en sus rezos.

He de decir, Isabel, que se ha hecho un buen trabajo, pues el Santiago surca estas ladinas aguas con gran agilidad.

La desaparición de la lluvia, hace ya casi un mes, ha sido nuestra más útil herramienta.

Los atardeceres en Santa Isabel siguen siendo descomunales.

Ni en Panamá son tan bellos.

30 DE MARZO.

Ha llegado hoy el Santiago, tan gallardo como cuando partió, y Mendaña nos ha convocado, en el acto, en su cámara de la capitana.

Rodríguez y Enríquez han mostrado su parecer: hacia el Sureste han visto muchas islas, que desde el bergantín parecen tan grandes, al menos, como Santa Isabel.

El viento les ha acompañado y el Santiago se muestra dócil en estas aguas.

El almirante ha dicho que con eso bastaba y que esa era 1a derrota que convenía seguir.

Todos hemos asentido y Sarmiento, que desde que Mendaña le comunicó hace tres semanas que no iría en el bergantín guardaba un silencio absoluto, no ha abierto en ningún momento la boca.

A mí también lleva tiempo sin hablarme; debe entender que no he mediado por él ante Mendaña para acompañarnos en el Santiago. Tiene razón si piensa así.

Pero llevar a mi lado a Sarmiento y a Gallego me obligaría a tirar por la borda a los dos, a no ser que prefiera que acabemos todos en el fondo del mar.

Ya le llegará la hora del desquite si las cosas siguen como hasta ahora.

31 DE MARZO.

Hemos visto indios merodear entre las palmeras, pero no se han acercado.

Era, pues, gente de Bile, que anda temerosa todavía desde el último castigo.

Mucho dolor, pues, debimos provocarles.

Como dolor me provoca a mí también tan larga separación, Isabel.

1 DE ABRIL.

El júbilo se ha desatado entre los hombres que no van a ir en el bergantín, pues desde que el tiempo ha mejorado nadie quiere embarcarse.

Tan poca disposición me ha enfurecido y he estado a punto de azotar a alguno de ellos.

Jerónimo es quien me ha parado.

Él sí viene conmigo.

Así lo he pedido yo, pues cada vez aborrezco más tanto a los marinos como a los soldados, y necesito un rostro querido en este viaje que no sabemos cuán largo ha de ser.

2 DE ABRIL.

Hoy se debía haber cargado todo lo necesario para el bergantín, pero se ha desatado tal tormenta que hemos tenido que trabajar para que no se nos escapara mar adentro.

Más de media jornada se nos ha ido en sujetarlo y reparar los daños, aunque pequeños, que ha sufrido el Santiago.

Así que hemos dejado el abastecimiento para mañana.

3 DE ABRIL.

Hemos cargado el Santiago con grandes cantidades de cocos, ñame, jengibre y palmas para conservar los peces que pesquemos; el resto: pólvora y mechas para que los arcabuces nos defiendan.

A media tarde se ha decidido largar celas, pero no se saldrá hasta mañana, ya que el viento no acompañaba. Antes de marchar a la almiranta a descansar, se me ha acercado Sarmiento, que ha surgido de entre las sombras: -Cualquiera costa que tenga más de doce leguas de extensión puede ser alguno de los extremos del Gran Continente Austral. Signe, señor Ortega, bien su posición, pues puede ser la llave del más grande descubrimiento desde el de América. Prométame, señor maestre de campo, que así lo hará. Así lo he hecho.

Ello, Isabel, no cuesta nada.

Luego, he mirado la Cruz del Sur, y a ella y a la Virgen de Guaditoca, patrona de mi pueblo, me he encomendado.

4 DE ABRIL.

Un fuerte viento ha rajado casi todo el velamen del bergantín apenas hemos salido del puerto.

Estaba mal cosido y aparejado por las malas prisas.

¿Es que Dios, acaso, no quiere que dejemos nunca esta isla?

7 DE ABRIL.

Un día entero se tardó en arreglar las velas del Santiago; pero tampoco pudimos hacernos a la mar porque el viento, si antes vociferante, luego se tornó mudo. Pero esta mañana, por fin, lo hemos hecho.

Al poco de bojar Santa Isabel, y ya con derrota del Sureste, hemos visto dos isletas y una isla grande, que se encuentra a unas seis leguas del puerto en que han quedado fondeadas las naos.

Las dos isletas no tienen más vegetación que palmeras y deben estar despobladas, pues no nos han salido indios en canaluchos ni hemos logrado ver pueblos o bohíos.

Hemos gobernado el bergantín hacia la isla más grande, pero el viento ha amainado y no creo que lleguemos a ella hasta mañana.

Es la mar tan serena ahora, cuando escribo esto, que no parece que naveguemos, sino que estamos suspendidos en el aire.

La Cruz del Sur, que de tan brillante parece que se nos ha acercado, nos une, Isabel.

Hoy me he acordado de Pedro, al ver como la brisa, cuando soplaba, espoleaba la larga cabellera de su hermano Jerónimo.

 Jesús Rubio Villaverde. 1999 

domingo, 13 de junio de 2021

Reflexiones

La Libertad es un arma de doble filo

El agua se desparrama por el pretil de la ancha alberca de la huerta. Va calentar el sol cada vez más y la tierra, reseca, acoge agradecida el reguerito de agua fresca derrama la alberca.

A las dos de la tarde, el campo en verano se deja aplastar por el calor y el silencio. Sólo un moscardón o un gran abejorro zumba inquieto sin que sepamos nunca dónde la calina derrite los sesos de un pollino, inmóvil como una gran figura de peluche desvahído, que se acoge a la sombra de una higuera enorme que hay unos pasos más allá. No se inquieta el asno por los movimientos y las voces estridentes del grupo de chavales que chapotean en la alberca redonda y grande. Ahora uno de ellos, apoyándose en el borde salta fuera ágilmente. Lleva un bañador oscuro, azul marino, con peto y tirantas. El bañador de esos que eran comunes allá por los años cincuenta cuando apenas hacía apenas más de diez años que había concluido la guerra civil.

    Entonces todavía nadie pensaba en democracias ni en políticas. España comenzaba a levantarse de una catástrofe espantosa que había costado las mejores vidas de gente en uno y otro bando.

    Comenzábamos a olvidar. Las heridas sanaban, quedaban cicatrices enormes en los pueblos y en las almas, pero el mundo entero estaba, por fin, en paz después de sufrimiento y de tanta locura, y las puertas de la esperanza se nos iban abriendo poco a poco. Eran, todavía, años de penuria, de escasez, con los cementerios demasiado llenos y las despensas demasiado vacías. Se comía mal y poco, se remendaban las camisas y los zapatos, se parcheaban las perolas y los cubos y se les daba la vuelta a los abrigos y las chaquetas.

    Los que entonces éramos niños nada sabíamos de huelgas, ni de reivindicaciones laborales, ni de injusticias sociales. Veíamos a nuestros padres luchar a brazo partido con la vida para llevar un jornal al hogar y les admirábamos por su tesón y su constancia. Oíamos que en Sevilla los estudiantes tumbaban tranvías, en lucha con los “grises”, sin saber muy bien por qué lo hacían y nosotros, por solidaridad con ellos, hacíamos novillos en la escuela. Pero nada más. Todo el que tenía un trabajo procuraba cumplir y conservarlo sin querer pensar en más, porque apenas si había derechos y sí muchas obligaciones...

    Después, las hojas del calendario fueron sucediéndose una a otra con vertiginosa rapidez. Los años, la vida, volaban. Mil novecientos sesenta, sesenta y cinco, setenta...

    Francisco Franco, el Caudillo salvador de España para unos, el tirano para otros, admirado y odiado a un mismo tiempo, acaba sus días y se presenta ante el juicio de Dios a rendir cuentas de sus actos. Y ante los españoles se abre un nuevo capítulo de la Historia. Muchos bienintencionados y muchos oportunistas, que aguardaban su momento, salen a la luz.

    “Ahora somos libres” se escucha por doquier. Pero la Libertad es un arma de doble filo, sirve para todo y para todos. Con ella y en su nombre, se puede hacer el bien y el mal, se puede trabajar generosamente por los demás y se puede trabajar egoístamente por uno mismo. Se puede jugar limpio y se puede mentir... Y, sin embargo, es la gran riqueza del ser humano. Ahora, en mil novecientos noventa y cuatro, en la madurez de nuestras vidas, los niños de los años cincuenta, que no fuimos educados en los difíciles vericuetos de la política, nos encontramos, tal vez, desorientados en lo más íntimo de nuestro ser.

    Tenemos, tiene España, la gran oportunidad de progresar en paz y en libertad y está quedando atrás ya el sarampión desorientador de los primeros años de democracia.

    No son estas páginas el lugar idóneo para vaticinios políticos, ni para mostrar preferencias, y no voy a caer en ese ridículo, pero tengo derecho a preguntarme a mí mismo y a todos, noblemente, hasta dónde estamos dispuestos a dar para salir adelante. Sí, tengo derecho, y lo tenemos todos los españoles, a pedir que sean barridos todos los vividores y los los oportunistas, sean quienes sean y del color que sean, para que un viento de honradez y limpieza refresque nuestra patria, nuestras ciudades, nuestros campos y nuestros pueblos.

    Para que todos seamos uno solo, codo con codo, en el común afán de un futuro mejor para nuestros hijos.

Plácido de la Hera

Guadalcanal.- Feria y fiestas 1994

domingo, 6 de junio de 2021

La lluvia infinita 10/18


Capítulo 10

Diario de Pedro de Ortega 9

23 DE FEBRERO. 

           Mendaña ha accedido a mi petición de suprimir los turnos dobles de trabajo. 

Se lo he comunicado acto seguido a todos. 

No han dicho nada. 

- ¿Ingratitud o desconfianza, Isabel? 

24 DE FEBRERO. 

He vuelto a ver la Cruz del Sur, pues ha desaparecido la lluvia y las nubes han huido. 

Las estrellas, que parecían haberse olvidado de esta isla perdida, han renacido con todo su esplendor. 

Hoy, fray Francisco Gálvez se me ha acercado y dicho que los indios de Bile, que ya deambulan entre nosotros como uno más, no le hacen caso, y que, incluso, muchos se ríen de él, especialmente las mujeres, de pechos generosos y desnudos, y lo, niños, de ojos enormes. 

Le he asegurado que mañana, cuando los reúna, me avise, que yo les haré escuchar tanto si les gusta como si no, pues es natural a los hombres, sean de la raza que sean, y obedezcan la religión que obedezcan, atemperar su carácter en cuanto oyen hablar al cuero. 

-Eso lo único elite hará es asustarlos, señor Ortega, y puede que no les volvamos a ver.

Así me ha contestado el franciscano

Y yo le he dicho que entonces no se me queje, pero que, de todos modos, lo haré. 

Veremos, Isabel, quién tiene razón. 

25 DE FEBRERO. 

Lo ocurrido con los indios no tiene explicación, o, al menos, Isabel, yo no la encuentro. 

Cuando fray Francisco ha comenzado a explicar a estos salvajes los misterios de nuestra fe, me he llegado hasta el corro con dos soldados. 

Al poco, tal y como el franciscano me había relatado ayer, han empezado a hablar entre ellos, y a mirar al religioso, y, luego, a reírse, mostrando sus grandes dientes, tan blancos que, en contraste con su negra piel, los alejan de los hombres y los acercan a los monos. 

He ordenado a los soldados que cogieran a uno de ellos y le ataran a una palmera. 

Le hemos azotado y los indios se han quedado, de repente, mudos. 

Mientras le castigábamos, señalábamos al religioso, haciéndoles señas para que entendieran que debían estar callados y atender a sus lecciones. 

De repente, ellos, han señalado al indio y comenzado a reír. 

Eso me ha puesto furioso, Isabel, y he ordenado a los soldados que azotaran al salvaje con más fuerza. Pero no paraban de reír. 

Y cuanto más azotábamos al indio, que era todo él un lamento, más reían. 

Ya fuera de mí, le he arrebatado al soldado el látigo, me he plantado en el centro del corro y he liberado mi brazo contra todos ellos. 

Y ellos corrían y reían sin parar.

Les he perseguido, azotándolos, hasta que la fatiga, y el orgullo herido, que fatiga aún más, han acabado por agotarme. 

27 DE FEBRERO

Llevamos dos días en los que los trabajos han avanzado mucho, porque la lluvia ha sido muy leve, Isabel. 

Dice Sarmiento que, en estas latitudes, la estación de las lluvias está llegando a su fin. Así lo espero. Así lo esperamos todos, pues los huesos, poco a poco, se nos van entumeciendo y hay gente que tose mucho y de muy mala manera, por lo que temo por nuestra salud. Aunque tu recuerdo, Isabel, no es mala medicina. 

28 DE FEBRERO.

Mendaña nos ha citado en su cámara de la capitana para decidir la ruta a seguir una vez se acabe el bergantín.

Y la discusión entre Gallego y Sarmiento ha sido tan vio-lenta que he tenido que mediar para que de las palabras no pasaran a los golpes.

Sarmiento es partidario de cabotar alrededor de Santa Isabel y luego enfilar la proa hacía el Suroeste, en demanda del gran continente austral que sirve de contrapeso al hemisferio norte, según ya dijo Ptolomeo; esa gran tierra debe estar a no más de cien leguas de Santa Isabel. 

Gallego es del parecer de marchar a Sureste, en busca de las islas vistas por mí y por Enríquez. 

De la porfía se pasó a los gritos, de éstos, a los insultos, y, al final, a las amenazas entre ambos.

Al final ha terciado Mendaña. Y lo ha hecho de esta manera: 

-Lo más conveniente es explorar, como dice Gallego, las islas que tenemos más a la mano, pues tenemos noticia cierta de ellas. A mi juicio es arriesgado buscar una tierra que sólo está certificada por leyendas, supersticiones y suposiciones. Y, si aún así existiera, la distancia sólo se sospecha, y se desconoce qué tiempo puede reinar en esas latitudes y, si fuera malo, no estamos seguros de si nuestro bergantín pudiera resistirlo o perderse sin remedio.

Sarmiento quiso replicar, pero Mendaña ha alzado la mano, con gesto brusco y la hosquedad vistiendo su rostro, y dicho:

-Está todo decidido. Sarmiento, no se ha arredrado

-Hemos venido a descubrir, no a barloventar. 

-Y se descubrirá. Hay aquí muchas islas de las que tomar posesión en nombre de Su Majestad, muchos indios que bautizar, y muchas riquezas, aun vegetales, con las que enriquecernos nosotros, don Lope y la Corona.

Así ha quedado Sarmiento, de nuevo, burlado. Y a mí, las razones de Mendaña me han parecido todas muy juiciosas.

29 DE FEBRERO.

Antes de marchar esta mañana a la playa, Gallego me ha requerido para hacerme una confidencia:

-Ya ve usted, señor Ortega, cómo Sarmiento, con su hablar magnético y el ardor con el que baña sus palabras, no ha hecho sino mentirnos a todos. Puso a don Lope el cebo de Ninachumbi y Hahuachumbi, las islas a las que viajaban los incas, y el de Ofir, las islas cuyas riquezas enjaezaron el Templo de Jerusalén, pero lo que él siempre ha buscado es la Terra Australis, porque se cree que es un nuevo Colón.

-Hasta ayer no oí nunca hablar de ese gran continente del Sur. ¿Qué es?

-Desde la Antigüedad, señor, se cuentan leyendas sobre una gran tierra al Sur, que hace de contrapeso al mundo conocido, que está al Norte. Cuando se descubrió la Nueva Guinea se creyó que era la punta occidental de ese continente, y el sur del Estrecho de Magallanes, su parte oriental. La Terra Australis recorre todo el Mar del Sur de un lado a otro, a unas cien leguas de donde nosotros estamos ahora. Por eso, señor, yo me he opuesto a todas las derrotas de Sarmiento, porque su locura y su afán de gloria nos iba a perdernos a todos. –

¿Y cómo sabe usted todo eso?

-Sarmiento lleva años hablando a toda Lima de ese gran continente que él iba a ganar para el rey Felipe II. Nadie le ha escuchado nunca porque toda Lima, señor, sabe que sólo la mano de don Lope ha salvado a Sarmiento de las iras del Santo Oficio.

-¿Y nadie advirtió a don Lope de todo esto?

-Mucha gente, señor. Yo mismo, también. Pero me dijo que, Sarmiento, pese a todo, era un hombre valioso. Sin embargo, nos dio instrucciones a su sobrino y a mí de que si pasaban determinados días y no se veían las islas que Sarmiento decía que existían, mudáramos la derrota más al Norte para ir a las Filipinas. -Pero no hemos ido allí...

-Porque Sarmiento ha vuelto a embaucar a Mendaña. Gallego, por vez primera, me ha parecido sincero, Isabel. Yo estoy confundido.

Le he referido todo a Jerónimo y a Rico, y ambos no han podido ocultar su furia contra Sarmiento, pero he retenido sus afanes de castigo pues el cosmógrafo, al cabo, nos llevó hasta la isla de Jesús y nos ha traído hasta Santa Isabel, que si no la hubiéramos descubierto, ahora estaríamos todos muertos.

He añadido que si se salvó del Santo Oficio, por mucho que terciara don Lope, no ha de ser tan ladino como nos lo pinta Hernán Gallego, pues tan santo tribunal sólo entiende de herejías, no de títulos ni recomendaciones.

Se han calmado porque, además, les he prometido que hablaría primero con Sarmiento, nada más comer. Y así lo he hecho.

Para mi sorpresa, Isabel, el cosmógrafo de la jornada, además de su inspirador, no ha negado nada.

Pero sus razones dan otro horizonte a la expedición.

Ya no sé que pensar, pues Sarmiento ha empezado su defensa así:

-Cierto, señor maestre de campo. Es posible que Ofir no exista, aunque lo dudo, y si existe, sean esas islas Molucas que nos dejamos quitar por los portugueses. Pero sí existen Ninachumbi y Hahuachumbi porque me lo han confesado hasta hombres de Pizarro. Esas islas las dejamos atrás a las dos semanas de salir de Lima. Y las perdimos por no seguir la derrota estricta que yo había trazado en El Callao. Pero, con todo, si no hubiera puesto todo esto como cebo, nadie se hubiera embarcado, porque, simplemente, esta expedición no hubiera existido.

Y esta expedición, señor maestre de campo, no puede volver a Lima sin tocar antes Australia.

-¿Cómo está tan seguro de la existencia de ese continente?

-Ptolomeo así lo dijo.

-¿Y quién es ese Ptolomeo para que usted le crea con tal ardor?

-Ptolomeo fue un gran geógrafo de la Antigüedad. El más grande, quizá. Fue el primero en sospechar que la tierra era una esfera, como luego Colón y Elcano han venido a demostrar. Ptolomeo habló de Catigara y Sines, de las que luego se ha demostrado cierta su existencia. No se ha equivocado nunca. El Gran Continente al Sur, Australia, cuyo extremo este vio Magallanes cuando halló el paso entre el Atlántico y el Mar del Sur, está poblado por gente de raza hebrea, la cual, como se sabe, es hábil en el comercio y las más diversas artesanías. No sólo existe ese gran continente al Austro, señor Ortega, sino que debe ser más rico que todo lo que se cuenta de la gran Ofir.

Después me ha estrechado los brazos con fuerza, y, con la mirada encendida, me ha suplicado:

-Ayúdeme, señor Ortega. Sé que don Lope confía mucho en usted y que Mendaña accederá si usted se lo pide. Es petulante y necio, pero me consta que el Gobernador le dijo que le escuchara con atención, pues es hombre de gran valía y juicio certero.

Le he respondido que primero, una vez acabado el bergantín, se haría lo dispuesto por Mendaña, y que, después, ya se vería.

No ha parecido muy convencido, pero antes de dejarle a sus cosas, le he hecho un último requerimiento:

-¿Por qué no se ha hecho antes esta expedición? Sé que usted lo intentó con el Marqués de Cañete y el Conde de Nieva.

-Yo no puedo responder sobre los espíritus estrechos y las famas injustas.

Y se ha encogido de hombros.

-Dicen de usted que está loco, que se cree que es el nuevo Cristóbal Colón.

Él me ha contestado con otra pregunta:

Y silencioso me he quedado yo durante el resto del día. Ambas facciones, Isabel, porque de verdaderas facciones hablo, me han parecido sinceras y juiciosas en sus argumentos.

Pero hay algo en Pedro Sarmiento que me obliga a apreciarle.

¿Habré sido embrujado yo también?

Jesús Rubio Villaverde. 1999