La Libertad es un arma de doble filo
El agua se desparrama por el pretil de la ancha alberca de la huerta. Va calentar el sol cada vez más y la tierra, reseca, acoge agradecida el reguerito de agua fresca derrama la alberca.
A las dos de la tarde, el campo en verano se deja aplastar por el calor y el silencio. Sólo un moscardón o un gran abejorro zumba inquieto sin que sepamos nunca dónde la calina derrite los sesos de un pollino, inmóvil como una gran figura de peluche desvahído, que se acoge a la sombra de una higuera enorme que hay unos pasos más allá. No se inquieta el asno por los movimientos y las voces estridentes del grupo de chavales que chapotean en la alberca redonda y grande. Ahora uno de ellos, apoyándose en el borde salta fuera ágilmente. Lleva un bañador oscuro, azul marino, con peto y tirantas. El bañador de esos que eran comunes allá por los años cincuenta cuando apenas hacía apenas más de diez años que había concluido la guerra civil.
Entonces todavía nadie pensaba en democracias ni en políticas. España comenzaba a levantarse de una catástrofe espantosa que había costado las mejores vidas de gente en uno y otro bando.
Comenzábamos a olvidar. Las heridas sanaban, quedaban cicatrices enormes en los pueblos y en las almas, pero el mundo entero estaba, por fin, en paz después de sufrimiento y de tanta locura, y las puertas de la esperanza se nos iban abriendo poco a poco. Eran, todavía, años de penuria, de escasez, con los cementerios demasiado llenos y las despensas demasiado vacías. Se comía mal y poco, se remendaban las camisas y los zapatos, se parcheaban las perolas y los cubos y se les daba la vuelta a los abrigos y las chaquetas.
Los que entonces éramos niños nada sabíamos de huelgas, ni de reivindicaciones laborales, ni de injusticias sociales. Veíamos a nuestros padres luchar a brazo partido con la vida para llevar un jornal al hogar y les admirábamos por su tesón y su constancia. Oíamos que en Sevilla los estudiantes tumbaban tranvías, en lucha con los “grises”, sin saber muy bien por qué lo hacían y nosotros, por solidaridad con ellos, hacíamos novillos en la escuela. Pero nada más. Todo el que tenía un trabajo procuraba cumplir y conservarlo sin querer pensar en más, porque apenas si había derechos y sí muchas obligaciones...
Después, las hojas del calendario fueron sucediéndose una a otra con vertiginosa rapidez. Los años, la vida, volaban. Mil novecientos sesenta, sesenta y cinco, setenta...
Francisco Franco, el Caudillo salvador de España para unos, el tirano para otros, admirado y odiado a un mismo tiempo, acaba sus días y se presenta ante el juicio de Dios a rendir cuentas de sus actos. Y ante los españoles se abre un nuevo capítulo de la Historia. Muchos bienintencionados y muchos oportunistas, que aguardaban su momento, salen a la luz.
“Ahora somos libres” se escucha por doquier. Pero la Libertad es un arma de doble filo, sirve para todo y para todos. Con ella y en su nombre, se puede hacer el bien y el mal, se puede trabajar generosamente por los demás y se puede trabajar egoístamente por uno mismo. Se puede jugar limpio y se puede mentir... Y, sin embargo, es la gran riqueza del ser humano. Ahora, en mil novecientos noventa y cuatro, en la madurez de nuestras vidas, los niños de los años cincuenta, que no fuimos educados en los difíciles vericuetos de la política, nos encontramos, tal vez, desorientados en lo más íntimo de nuestro ser.
Tenemos, tiene España, la gran oportunidad de progresar en paz y en libertad y está quedando atrás ya el sarampión desorientador de los primeros años de democracia.
No son estas páginas el lugar idóneo para vaticinios políticos, ni para mostrar preferencias, y no voy a caer en ese ridículo, pero tengo derecho a preguntarme a mí mismo y a todos, noblemente, hasta dónde estamos dispuestos a dar para salir adelante. Sí, tengo derecho, y lo tenemos todos los españoles, a pedir que sean barridos todos los vividores y los los oportunistas, sean quienes sean y del color que sean, para que un viento de honradez y limpieza refresque nuestra patria, nuestras ciudades, nuestros campos y nuestros pueblos.
Para que todos seamos uno solo, codo con codo, en el común afán de un futuro mejor para nuestros hijos.
Plácido de la Hera
Guadalcanal.- Feria y fiestas 1994
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