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domingo, 6 de junio de 2021

La lluvia infinita 10/18


Capítulo 10

Diario de Pedro de Ortega 9

23 DE FEBRERO. 

           Mendaña ha accedido a mi petición de suprimir los turnos dobles de trabajo. 

Se lo he comunicado acto seguido a todos. 

No han dicho nada. 

- ¿Ingratitud o desconfianza, Isabel? 

24 DE FEBRERO. 

He vuelto a ver la Cruz del Sur, pues ha desaparecido la lluvia y las nubes han huido. 

Las estrellas, que parecían haberse olvidado de esta isla perdida, han renacido con todo su esplendor. 

Hoy, fray Francisco Gálvez se me ha acercado y dicho que los indios de Bile, que ya deambulan entre nosotros como uno más, no le hacen caso, y que, incluso, muchos se ríen de él, especialmente las mujeres, de pechos generosos y desnudos, y lo, niños, de ojos enormes. 

Le he asegurado que mañana, cuando los reúna, me avise, que yo les haré escuchar tanto si les gusta como si no, pues es natural a los hombres, sean de la raza que sean, y obedezcan la religión que obedezcan, atemperar su carácter en cuanto oyen hablar al cuero. 

-Eso lo único elite hará es asustarlos, señor Ortega, y puede que no les volvamos a ver.

Así me ha contestado el franciscano

Y yo le he dicho que entonces no se me queje, pero que, de todos modos, lo haré. 

Veremos, Isabel, quién tiene razón. 

25 DE FEBRERO. 

Lo ocurrido con los indios no tiene explicación, o, al menos, Isabel, yo no la encuentro. 

Cuando fray Francisco ha comenzado a explicar a estos salvajes los misterios de nuestra fe, me he llegado hasta el corro con dos soldados. 

Al poco, tal y como el franciscano me había relatado ayer, han empezado a hablar entre ellos, y a mirar al religioso, y, luego, a reírse, mostrando sus grandes dientes, tan blancos que, en contraste con su negra piel, los alejan de los hombres y los acercan a los monos. 

He ordenado a los soldados que cogieran a uno de ellos y le ataran a una palmera. 

Le hemos azotado y los indios se han quedado, de repente, mudos. 

Mientras le castigábamos, señalábamos al religioso, haciéndoles señas para que entendieran que debían estar callados y atender a sus lecciones. 

De repente, ellos, han señalado al indio y comenzado a reír. 

Eso me ha puesto furioso, Isabel, y he ordenado a los soldados que azotaran al salvaje con más fuerza. Pero no paraban de reír. 

Y cuanto más azotábamos al indio, que era todo él un lamento, más reían. 

Ya fuera de mí, le he arrebatado al soldado el látigo, me he plantado en el centro del corro y he liberado mi brazo contra todos ellos. 

Y ellos corrían y reían sin parar.

Les he perseguido, azotándolos, hasta que la fatiga, y el orgullo herido, que fatiga aún más, han acabado por agotarme. 

27 DE FEBRERO

Llevamos dos días en los que los trabajos han avanzado mucho, porque la lluvia ha sido muy leve, Isabel. 

Dice Sarmiento que, en estas latitudes, la estación de las lluvias está llegando a su fin. Así lo espero. Así lo esperamos todos, pues los huesos, poco a poco, se nos van entumeciendo y hay gente que tose mucho y de muy mala manera, por lo que temo por nuestra salud. Aunque tu recuerdo, Isabel, no es mala medicina. 

28 DE FEBRERO.

Mendaña nos ha citado en su cámara de la capitana para decidir la ruta a seguir una vez se acabe el bergantín.

Y la discusión entre Gallego y Sarmiento ha sido tan vio-lenta que he tenido que mediar para que de las palabras no pasaran a los golpes.

Sarmiento es partidario de cabotar alrededor de Santa Isabel y luego enfilar la proa hacía el Suroeste, en demanda del gran continente austral que sirve de contrapeso al hemisferio norte, según ya dijo Ptolomeo; esa gran tierra debe estar a no más de cien leguas de Santa Isabel. 

Gallego es del parecer de marchar a Sureste, en busca de las islas vistas por mí y por Enríquez. 

De la porfía se pasó a los gritos, de éstos, a los insultos, y, al final, a las amenazas entre ambos.

Al final ha terciado Mendaña. Y lo ha hecho de esta manera: 

-Lo más conveniente es explorar, como dice Gallego, las islas que tenemos más a la mano, pues tenemos noticia cierta de ellas. A mi juicio es arriesgado buscar una tierra que sólo está certificada por leyendas, supersticiones y suposiciones. Y, si aún así existiera, la distancia sólo se sospecha, y se desconoce qué tiempo puede reinar en esas latitudes y, si fuera malo, no estamos seguros de si nuestro bergantín pudiera resistirlo o perderse sin remedio.

Sarmiento quiso replicar, pero Mendaña ha alzado la mano, con gesto brusco y la hosquedad vistiendo su rostro, y dicho:

-Está todo decidido. Sarmiento, no se ha arredrado

-Hemos venido a descubrir, no a barloventar. 

-Y se descubrirá. Hay aquí muchas islas de las que tomar posesión en nombre de Su Majestad, muchos indios que bautizar, y muchas riquezas, aun vegetales, con las que enriquecernos nosotros, don Lope y la Corona.

Así ha quedado Sarmiento, de nuevo, burlado. Y a mí, las razones de Mendaña me han parecido todas muy juiciosas.

29 DE FEBRERO.

Antes de marchar esta mañana a la playa, Gallego me ha requerido para hacerme una confidencia:

-Ya ve usted, señor Ortega, cómo Sarmiento, con su hablar magnético y el ardor con el que baña sus palabras, no ha hecho sino mentirnos a todos. Puso a don Lope el cebo de Ninachumbi y Hahuachumbi, las islas a las que viajaban los incas, y el de Ofir, las islas cuyas riquezas enjaezaron el Templo de Jerusalén, pero lo que él siempre ha buscado es la Terra Australis, porque se cree que es un nuevo Colón.

-Hasta ayer no oí nunca hablar de ese gran continente del Sur. ¿Qué es?

-Desde la Antigüedad, señor, se cuentan leyendas sobre una gran tierra al Sur, que hace de contrapeso al mundo conocido, que está al Norte. Cuando se descubrió la Nueva Guinea se creyó que era la punta occidental de ese continente, y el sur del Estrecho de Magallanes, su parte oriental. La Terra Australis recorre todo el Mar del Sur de un lado a otro, a unas cien leguas de donde nosotros estamos ahora. Por eso, señor, yo me he opuesto a todas las derrotas de Sarmiento, porque su locura y su afán de gloria nos iba a perdernos a todos. –

¿Y cómo sabe usted todo eso?

-Sarmiento lleva años hablando a toda Lima de ese gran continente que él iba a ganar para el rey Felipe II. Nadie le ha escuchado nunca porque toda Lima, señor, sabe que sólo la mano de don Lope ha salvado a Sarmiento de las iras del Santo Oficio.

-¿Y nadie advirtió a don Lope de todo esto?

-Mucha gente, señor. Yo mismo, también. Pero me dijo que, Sarmiento, pese a todo, era un hombre valioso. Sin embargo, nos dio instrucciones a su sobrino y a mí de que si pasaban determinados días y no se veían las islas que Sarmiento decía que existían, mudáramos la derrota más al Norte para ir a las Filipinas. -Pero no hemos ido allí...

-Porque Sarmiento ha vuelto a embaucar a Mendaña. Gallego, por vez primera, me ha parecido sincero, Isabel. Yo estoy confundido.

Le he referido todo a Jerónimo y a Rico, y ambos no han podido ocultar su furia contra Sarmiento, pero he retenido sus afanes de castigo pues el cosmógrafo, al cabo, nos llevó hasta la isla de Jesús y nos ha traído hasta Santa Isabel, que si no la hubiéramos descubierto, ahora estaríamos todos muertos.

He añadido que si se salvó del Santo Oficio, por mucho que terciara don Lope, no ha de ser tan ladino como nos lo pinta Hernán Gallego, pues tan santo tribunal sólo entiende de herejías, no de títulos ni recomendaciones.

Se han calmado porque, además, les he prometido que hablaría primero con Sarmiento, nada más comer. Y así lo he hecho.

Para mi sorpresa, Isabel, el cosmógrafo de la jornada, además de su inspirador, no ha negado nada.

Pero sus razones dan otro horizonte a la expedición.

Ya no sé que pensar, pues Sarmiento ha empezado su defensa así:

-Cierto, señor maestre de campo. Es posible que Ofir no exista, aunque lo dudo, y si existe, sean esas islas Molucas que nos dejamos quitar por los portugueses. Pero sí existen Ninachumbi y Hahuachumbi porque me lo han confesado hasta hombres de Pizarro. Esas islas las dejamos atrás a las dos semanas de salir de Lima. Y las perdimos por no seguir la derrota estricta que yo había trazado en El Callao. Pero, con todo, si no hubiera puesto todo esto como cebo, nadie se hubiera embarcado, porque, simplemente, esta expedición no hubiera existido.

Y esta expedición, señor maestre de campo, no puede volver a Lima sin tocar antes Australia.

-¿Cómo está tan seguro de la existencia de ese continente?

-Ptolomeo así lo dijo.

-¿Y quién es ese Ptolomeo para que usted le crea con tal ardor?

-Ptolomeo fue un gran geógrafo de la Antigüedad. El más grande, quizá. Fue el primero en sospechar que la tierra era una esfera, como luego Colón y Elcano han venido a demostrar. Ptolomeo habló de Catigara y Sines, de las que luego se ha demostrado cierta su existencia. No se ha equivocado nunca. El Gran Continente al Sur, Australia, cuyo extremo este vio Magallanes cuando halló el paso entre el Atlántico y el Mar del Sur, está poblado por gente de raza hebrea, la cual, como se sabe, es hábil en el comercio y las más diversas artesanías. No sólo existe ese gran continente al Austro, señor Ortega, sino que debe ser más rico que todo lo que se cuenta de la gran Ofir.

Después me ha estrechado los brazos con fuerza, y, con la mirada encendida, me ha suplicado:

-Ayúdeme, señor Ortega. Sé que don Lope confía mucho en usted y que Mendaña accederá si usted se lo pide. Es petulante y necio, pero me consta que el Gobernador le dijo que le escuchara con atención, pues es hombre de gran valía y juicio certero.

Le he respondido que primero, una vez acabado el bergantín, se haría lo dispuesto por Mendaña, y que, después, ya se vería.

No ha parecido muy convencido, pero antes de dejarle a sus cosas, le he hecho un último requerimiento:

-¿Por qué no se ha hecho antes esta expedición? Sé que usted lo intentó con el Marqués de Cañete y el Conde de Nieva.

-Yo no puedo responder sobre los espíritus estrechos y las famas injustas.

Y se ha encogido de hombros.

-Dicen de usted que está loco, que se cree que es el nuevo Cristóbal Colón.

Él me ha contestado con otra pregunta:

Y silencioso me he quedado yo durante el resto del día. Ambas facciones, Isabel, porque de verdaderas facciones hablo, me han parecido sinceras y juiciosas en sus argumentos.

Pero hay algo en Pedro Sarmiento que me obliga a apreciarle.

¿Habré sido embrujado yo también?

Jesús Rubio Villaverde. 1999

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