Primera
parte(I)
ORIGEN DE LA FERIA DE GUADITOCA. - IMPORTANCIA DEL FERIAL. -
UTILIDADES QUE REPORTABA AL SANTUARIO Y A LA VILLA DE GUADALCANAL. -
LAS FIESTAS DE LA S. VIRGEN DE GUADITOCA.
No
nació ciertamente la feria, que desde remota fecha se celebraba
alrededor del Santuario de Guaditoca, en Guadalcanal, de privilegio
de los Reyes; ni debió su origen a concesión de los grandes
Maestres de la Orden de Santiago, a la cual perteneció por luengos
años el señorío de la villa; ni la instituyó el Ayuntamiento por
auto de sus Alcaldes y Regidores; nació, como otras muchas
instituciones populares, de una necesidad, y creció y se desarrolló
a la sombra del Santuario de la Virgen de Guaditoca.
La
historia de la Feria y la de la Ermita se confunden, en su origen,
con la romería anual, que en la Pascua del Espíritu Santo se
celebraba, coincidiendo con las fiestas religiosas que los pueblos y
Hermandades de la comarca dedicaban en honor de la que es su Patrona
muy amada, a quien veneran con amor de hijos fieles y de cuyo
patrocinio esperan socorro, y alivio en sus necesidades.
De
no existir carta o privilegio de concesión del ferial se quiso hacer
argumento poderoso a fines del siglo XVIII contra la permanencia de
la feria en los llanos que rodean la Ermita de Guaditoca; como si la
yedra que nace espontáneamente al pie del robusto árbol, y ya
trepando por sus ramas hasta enlazarse con los últimos brotes de su
copa, no fuera tan digna de respeto como la que plantó la mano del
hombre al pie del ruinoso y carcomido muro, para ocultar el daño que
él mismo causara; como si las instituciones que nacen del pueblo, y
responden a verdaderas necesidades y toman legítima carta de
naturaleza, no fueran más dignas de conservarse que las exóticas,
importadas de otras partes, que mueren por faltarles la savia, que
sólo se produce en la legítima evolución de las costumbres
populares.
La
feria, pues, en su origen no fue más que una Velada, como las que
hemos conocido, hasta hace poco, en la misma villa, con ocasión de
las fiestas anuales en los alrededores de los Santuarios de la
Caridad y de los Milagros, de San Benito y del Santo Cristo del
Humilladero, motivada a los comienzos por la misma afluencia de
devotos, y creciendo más tarde su importancia hasta llegar a ser una
de las de más justo renombre entre las de Andalucía y Extremadura.
Del
incremento que llegó a alcanzar, en los días gloriosos del
Santuario de Guaditoca, puede darnos idea el número de mercaderes y
tratantes que acudían en busca de lucro y de ganancia al ferial. El
cuaderno formado en 1786 para el ajuste de la cuenta de maravedises
que cobró en aquel año la Justicia de la villa, nos da testimonio
fehaciente de que allí se vendían desde las vituallas más
necesarias para la vista, hasta los objetos más lujosos y
superfluos, que podía desear el más refinado gusto. En los
Portales, que formaban una gran plaza delante del Santuario, estaban
las tiendas de lienzos y sedas, cintas y encajes, sombreros y
zapatos, cueros y cordeles de cáñamo, estambres y paños, baratijas
y alhajas de oro y plata. En los puestos de las esquinas, y en otros,
ya adosados a los muros del Santuario, ya esparcidos por el valle, se
vendían vinos, desde los afamados de las bodegas de la Marquesa de
la Vega, hasta el mosto de la última vendimia, aguardientes y
refrescos, tabacos y turrones, chacinas y abadejo, aceite y vinagre.
En mesas y tablas, que arrendaba el Santuario, tenían sus vendejas
los jergueros de
Sevilla, de Carmona, de Tocina, de Medina de las Torres y de Fuente
de los Cantos; los de Montemolín vendían costales, los granadinos
pitos, los de Berlanga bayetas, los de Martos cordonería; botones
los de Écija y Cabra, frutas los de Palma; sin que faltaran
campanillos y cencerros, suelas y horquillas, palas y aperos de
labor; herrajes y ferretería, hormas para zapatos, y calzados, paños
y estemeñas, espartos, sedas y lienzos; no siendo corto el número
de vendedores de garbanzos tostados y alfajores, avellanas y
turrones, frutas del tiempo y quesos… y mil y mil cosas más, en
que pudieran gastar dinero los peregrinos, ya para proveerse de cera
y exvotos que ofrecer al Santuario, ya para llevar a los suyos algún
recuerdo de aquellos días que pasaron alegres y contentos en las
vegas de Guaditoca.
Pero
la parte más principal del ferial era el mercado de ganados.
El
sitio reunía para ellos las mejores condiciones, no siendo la menos
principal el que por allí pasa la vereda real de carnes y que los
pastos son abundantes en las dehesas próximas y excelente el
abrevadero del río, que besa los muros del templo por el lado sur.
No
faltaría ni el ganado de cerda, ni el vacuno; y concurrían,
seguramente, rebaños de ovejas y cabras. De estos ganados no hablan
los cuadernos de registros, dedicados solamente a la compraventa de
caballerías. Hierros de las más acreditadas cuadras de Andalucía y
Extremadura ostentaban caballos, potros y yeguas, mulos y asnos,
siendo numerosas las transacciones y viniendo los compradores y
vendedores de muy lejanas tierras. Allí se daban cita el modesto
labriego y el rico labrador; aquél en busca de la yunta de poco
precio que le ayudase a labrar su pegujal, y éste en demanda de
brioso corcel; el tratante en ganados de la campiña andaluza y el
proveedor de caballos de los regimientos del Ejército; el venido de
las márgenes del Tormes y el que comercia con Gibraltar desde el
vecino campo de San Roque; el de la Sierra de Aracena, y el de las
vegas del Guadiana; los labradores de Carmona y de Écija y Jerez y
sus comarcas y los labradores extremeños… hasta de Valencia venían
en busca de potros para recriarlos. Dan esos pueblos importancia al
ferial y llevan de un extremo a otro el nombre de la feria de
Guaditoca.
La
situación del Santuario en el centro de una extensa y rica comarca,
en los confines de Andalucía y Extremadura, daba facilidades lo
mismo a mercaderes y tratantes que a los compradores; pero la causa
principal del incremento que adquirió la feria no era otra, que la
devoción a la Virgen bendita de Guaditoca, que atraía a su
Santuario legiones de devotos para asistir a las fiestas religiosas
que en su honor se celebraban. Sólo las Hermandades de Guadalcanal,
Valverde, Berlanga y Ayllones ya daban buen contingente de romeros, a
los que hay que agregar los devotos de aquellos pueblos y de otros,
aún más distantes, a más del de curiosos y gente desocupada y
divertida, que por distracción los unos, por conveniencia los otros,
por devoción los más, se reunían a la sombra del Santuario. Por
otra parte, el tiempo de las fiestas, en plena primavera, cuando ni
se sienten los fríos intensos del crudo invierno, ni los ardores del
estío, convidaba a pasar plácidamente unos días en sitio tan ameno
como el frondoso valle que riega el Guaditoca, hermoso vergel que
rodean bravas montañas.
Ni
que decir tiene que la feria producía ventajas, muy dignas de
tenerse en cuenta, en beneficio del Santuario. No es ocasión –en
otro trabajo se han consignado las notas oportunas- de decir lo que
la Hermandad en sus tiempos, y más tarde los Patronos del Santuario,
hicieron con los ingresos de la Feria. Parte de las obras de la
Iglesia, su decorado y algunas alhajas, como las andas de plata de la
Virgen, se costearon, al menos en su mayor parte, con aquellos
ingresos; ni hemos de omitir que, con pretexto de la feria venían
muchos, cuyas limosnas engrosaban el caudal de la Señora; pero el
pueblo también se beneficiaba, y mucho por cierto, ya con el
comercio que se hacía en aquellos días, ya con las facilidades, que
tan a mano tenía, para comprar cosas necesarias, o de lujo, sin
graves –molestias para buscarlas, ni dispendios cuantiosos para
adquirirlas; se aligeraban los impuestos y tributos, que pesaban
sobre la villa, porque parte de las contribuciones, que habían de
pagarse al fisco por el común de los vecinos, se sacaba de lo que
tributaban los mercaderes de la feria. Así no es de extrañar, que
el patrono del Santuario en una exposición, en defensa de la Feria
de Guaditoca, dirigida al Consejo, escribiera estas palabras: “Es
esta feria una de las más famosas de toda Extremadura, con
innumerable concurrencia de personas de pueblos muy distantes, por
cuya circunstancia consigue esta villa un poco de alivio en su
vecindario; por cuanto los que hacen postura a el ramo de su alcabala
del viento y a los abastos públicos, esperanzados con el gran
ingreso que les produce un concurso tan numeroso y la pluralidad de
contratos de ventas y permutas que se celebran, ofrecen y pagan
derechos más crecidos que aquellos que prometerían, si no se
celebrase la feria. De modo que cuando menos sube esta ventaja a mil
ducados de vellón, que dejan, por esta causa, de repartirse a el
común de su vecindad, por hallarse el pueblo encabezado, y cederían
indispensablemente a la Real Hacienda, si se administrase de su
cuenta.”
Todo
tenía su centro en la hermosa Reina, que aparecida en las márgenes
del manso arroyuelo, que serpentea entre riscos y peñascos, era el
imán que atraía a aquellas multitudes, que por honrar a la Virgen
de Guaditoca emprendían larga jornada, sin importarles lo penoso del
camino, ni las molestias de la estancia en aquellos lugares, pues no
había alojamiento para tantos.
Casas
propias tenían las Hermandades, y en ellas, aunque con estrechez,
había posada para los cofrades y paniaguados; también la tenía la
Justicia de la villa para sus oficiales y ministros; y abierta estaba
la de los Patronos para amigos, deudos y conocidos; en portales y
tiendas improvisadas vivían cuantos podían, y otros, con más
modestia, sentaban los reales bajo las copudas encinas, quedando para
los demás el gran palacio que fabricó la mano del Altísimo,
poniéndole el hermoso cielo por techumbre y por muñida alfombra el
verde césped.
Pero
todo se sufría gustosamente por estar al lado de la hermosa Virgen,
de quien esperaban el remedio de sus males, o a la agradecían los
favores recibidos. Con lágrimas, que arrancaba el más puro amor,
regaban el suelo de la Ermita y dejaban en sus muros testimonios de
su gratitud: y si la alegría se enseñoreaba de aquellas multitudes,
que acortaban lo largo de los días con fiestas improvisadas, la
piedad más sincera se respiraba a la vez, siendo continúo el ir y
venir, el entrar y salir en el templo, donde está el trono de las
misericordias y del amor de la que escogió aquel lugar para
dispensar a manos llenas los tesoros que puso en sus manos el Eterno
para distribuirlos con largueza entre sus hijos y devotos.
La
animación y vida comenzaba desde la víspera del día de
Pentecostés; a la caída de la tarde hacían su entrada las
Cofradías erigidas en los pueblos para culto de la Virgen,
precedidas de estandartes y presididas por los oficiales de mesa,
mayordomos y alcaldes, y su primera visita era para la Santa Imagen,
que vestía sus mejores galas, y recibía el homenaje oficial de la
veneración y amor de sus cofrades y devotos. El desfile de estas
procesiones no dejaba de ser vistoso, y las casas en que se
hospedaban las Cofradías era desde aquel momento, otros tantos
centros obligados de concurrencia, ya por las visitas mutuas, que
impone la cortesía, ya por la largueza y buena voluntad con que se
obsequiaba a cuantos pisaban sus umbrales.
A
la mañana siguiente llegaban el Corregidor de Guadalcanal y el
Alguacil mayor de la villa, los oficiales de la Audiencia y los
ministros ordinarios de la Justicia, seguidos de los guardas de
campo, para velar por la conservación del orden público, corregir
desmanes, perseguir el juego ilícito y velar por el cumplimiento de
las ordenanzas de buen gobierno, asistir a los tratos y contratos y
evitar desfalcos a la Hacienda pública. A veces, asistía alguna
sección de tropas, ya de las que hubiera accidentalmente en la
villa, ya enviada expresamente por las autoridades superiores de
Llerena. Y hemos de consignar, en honra de aquellas generaciones, que
el orden más completo reinó siempre; pues cuando en 1786 buscábanse
toda clase de motivos y causas, para trasladar la feria, sólo de un
pequeño robo y sin importancia se hace mención. Una mujer, llamada
la Extremeña, en compañía de su yerno, Bernardo el francés, robó
el último día unas enaguas, que fueron recuperadas, y no prendieron
a la autora del robo, porque se les escapó a los alguaciles entre la
gente que había en la Iglesia y la perdieron de vista.
Sigamos
nuestro relato. A medida que entraba el día de Pentecostés
engrosaba el número de devotos y feriantes, se terminaba la
colocación de puestos y vendejas y para la tarde todo quedaba bien
ordenado y dispuesto. Desde el amanecer se celebraban misas en el
Santuario, en cumplimiento de Capellanías unas, y otras por encargo
de los fieles, y siendo crecido el número de sacerdotes de
Guadalcanal y del contorno, que allí se reunía, no eran suficientes
para atender las peticiones de los fieles. Las Hermandades celebraban
desde este día sus funciones, rivalizando cada una y esmerándose
para que la suya fuera más solemne que las de las otras.
Ni
que decir tiene que la Iglesia, hermosa de suyo, estaba engalanada,
no siendo el menor de sus adornos las ricas colgaduras de damasco
rojo que recubrían sus muros. A la puerta estaba el bufete para
recibir limosnas y regalos, y lo mismo se depositaba el maravedí que
la moneda de plata; allí se quedaban alhajas y joyas, gallinas y
queso, turrones y frutas; cada uno dejaba lo que sus posibles le
permitían a su devoción, y todo se vendía después y reducía a
dinero.
La
función principal se celebraba el segundo día de Pascua por el
Clero de Santa María, y antes de ella se cantaba la misa que dejó
dotada perpetuamente D. Alonso Carrasco, el restaurador del
Santuario.
La
última tarde salía la procesión; en ella formaban primero las
mujeres, que llevaban en andas de plata el Niño Bellotero, y después
los hombres con la imagen de la Virgen en sus andas de plata también;
desfile triunfal en medio de aquella multitud devota y creyente, que
mezclaba los vítores con los suspiros, las alabanzas con las
súplicas. Lentamente recorría el cortejo la gran plaza que está
delante del Santuario, siguiendo la acera derecha de los portales,
para volver por la izquierda, y de una costumbre de entonces, aún
quedan vestigios: al pasar por los puestos de confituras, arrojaban
puñados de ellas a las andas de la Virgen, sin que faltara quienes
se apresuraran a participar del obsequio, aun con alguna exposición
de daño por la aglomeración de gentes.
Deteníase
el cortejo, antes de entrar en el templo, en la margen del río, y
colocábanse las andas de la Virgen en la peña de la aparición,
siendo este el momento de mayor entusiasmo para aquella abigarrada
multitud, compuesta de andaluces y extremeños, de traficantes de
ganados y de aristócratas linajudos, de damas engalanadas y de
mozuelas alegres; de devotos cofrades y revoltosos chicuelos; en
donde se confundían el platero cordobés, que trajo para negociar
las más ricas y delicadas alhajas que producían los orfebres de la
ciudad de los califas, con el buhonero, que por todo negocio ganó
unos reales vendiendo muñecos de barro entre la gente menuda; el
vendedor de refrescos y la pobre mujer buñolera y el gañán que
dejó el ganado en la vecina dehesa, con el rico hacendado y el
fijodalgo… Momento sublime ¡cuántas peticiones! ¡cuántas
lágrimas! ¡cuánto amor!… Desde las orillas del Guaditoca volvía
la procesión al templo, no sin detenerse para pujar los mástiles de
las andas y tener la honra de entrar sobre sus hombros las veneradas
Imágenes en su Santa Casa.
Los
últimos vivas a la Virgen eran el anuncio del desfile de aquella
multitud, que regresaba a sus hogares hasta el año siguiente.
Tal
era la Feria de Guaditoca.
¡Cuántas
veces recorriendo aquellos lugares, en medio de la tranquilidad y
calma que en ellos se siente, contemplando los restos que respetó la
piqueta demoledora y la acción de los años, he recordado aquellos
días de gloria para el Santuario, y he querido rehacer en mi
fantasía aquél cuadro!
Nota.- Se ha transcrito y respetado la ortografía del original de 1922
Antonio Muñoz Torrado
Presbítero