Apuntes
de Diego “El Sereno”
Primera parte
A
continuación, pueden leer ustedes, parte de los primeros apuntes que
realizó Isidro Escote Gallego, de lo que posteriormente sería un
libro.
Prólogo. -
Jamás cayó en mis manos un libro tan autentico y espontáneo, como el de este guadalcanalense de bien, Isidro Escote Gallego, el que, ya adelanto diciendo que, como Don Quijote, además de ser un visceral soñador, siempre fue gran madrugador y amigo de la caza.
Creo que el presente libro es tal y como lo he calificado, por estar, precisamente, desnudo en su totalidad de oropeles y falsos ropajes literarios que, en muchos casos, no son sino grotescas máscaras que disfrazan, con ridiculez, lo que sólo son muñecos rellenos de despreciables harapos o, en todo caso, de humo que, como tal, solo sirve para diluirse en el vacío y ensuciar en horizonte.
Conforme me fui adentrando en la lectura de esta historia de nostalgias y sueños, se fue arraigando en mí, más y más, la cesación de que, lejos muy lejos, de que fuera expresada con falso artificio literario y cierta hipocresía, había ido brotando, por el contrario, de lo más profundo del alma de este trovador del pueblo sencillo, con tal naturalidad, con sinceridad y con tal espontaneidad como, por poner un ejemplo, brotan las fresillas silvestres a la vera de una vereda perdida en el monte, o a orillas de algún arroyuelo cantarín, por el solo hecho de ser Primavera.
No es precisamente el bueno de Isidro un hombre de “pluma y letra”, según el castizo decir de la gente sencilla del pueblo, en el sentido de ser un hombre que vive de los libros y entre los libros a la sombra de unos estudios universitarios, no, pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que le esté vedado ser un hombre que sienta el arte, en su sentido más amplio, como el que más, y que esos sentimientos afloren, ya sea en la pluma o sea, incluso, en el taller, pues de hecho, este honrado hijo de Guadalcanal es un admirable artista en eso de le taxidermia y en otras muchas obras de arte que él sabe crear con “las navajas” de un jabalí o con las cuernas de un venado. No olvidemos que el verdadero artista jamás se hace, sino que nace.
Todo esto viene a corroborar aún más lo que ya he afirmado de este trovador de Guadalcanal en cuanto a aquello de la autenticidad, espontaneidad y naturalidad, es decir, en eso de llamar al pan, pan, y al vino, vino, sin más sortilegios ni eufemismo, pues esta es la manera en que Isidro Escote escribe este su libro de añoranzas y entrañables recuerdos, que si bien lo son de unos tiempos muy difíciles, en los que no había de nada -pan tampoco- y en un escenario muy aislado y depauperado, allá por las bravías y montaraces Sierras de Hornachuelos, es tal el cariño e, incluso, “el güenángel” con que lo expresa, que más que a llorar, obliga al lector a sonreír entre tierno y compasivo, y es que, a su vez, -¿cómo no? Isidro, entre sevillano y cordobés, es un andaluz de pura cepa, pues nació (allá por la Guerra Civil) en el luminoso y encantador pueblo de la Sierra Norte de Sevilla, Guadalcanal, pero se crío en las cinegéticas sierra de Navaldurazno, del término de Hornachuelos (Córdoba).
Un hombre que nace y se cría en tan espectacular y campestre escenario, tiene que ser, necesariamente, el amante de la naturaleza más bravía y el ancestral cazador que Isidro es.
Pero si, además, aunque solo sea por aquello de que “de raza le viene al galgo”, es nieto de aquel mítico y sabio conocedor del campo y de todos sus entresijos, que fuera Diego “El Sereno”, entonces ya no hay más que hablar aquí.
Y esto es, así como a vuela pluma, lo que pienso de la presente historia, que mi buen amigo Isidro Escote ha intentado dibujar con esos sus pinceles, limpios de todo artificio y al natural en este libro. Una añoranza vibrante y emotiva que, arrancando de aquel admirable Diego “El Sereno”, su abuelo, transcurre a través de su niñez y juventud en unos tiempos que, al lado de los presentes, parecen de la prehistoria, y en unos parajes que, esos sí, antes los actuales debían ser de no sabría decir que Sierra de un paraíso que sólo se puede soñar.
Y como punto final, ya no me atrevo a decir aquello otro de “como broche de oro”, por parecerme demasiado jactancioso, aquí llevas, estimado amigo Isidro, estas trovas a ti dedicadas.
Leyendo, Isidro, tu historia de cazador campero, debo decirte sincero, en tu honor y en tu memoria, que he aprendido con euforia, lo que es la auténtica caza y todo cuanto ella abraza, pues heredaste de lleno de aquel tu abuelo “El Sereno”, su “hombría de bien” y su raza.
La raza del cazador, que atrocha en la serranía, con la casta e hidalguía, del que es todo un señor.
La raza del deportista, y del que tiene la vista, el poderío y majestad, de la gran águila imperial. La raza en fin de un artista.
Pues de todo buen cazador, todo un señor debe ser, el pecho lleno de amor, y los pies como un lebrel.
Texto de José F. Titos Alfaro.
Añoranzas
de un cazador. -
Diego “El Sereno”, mi abuelo, fuente de mis amores por el campo y por la caza.
Los hechos más significativos ocurridos en historia reciente, me van a permitir realizar esta centuria tan llena de acontecimientos en los que siempre he permanecido como fiel testigo para evocarlos con verdadera nostalgia y añoranza.
Por sus páginas desfilarán suficientes elementos de juicio para ver en perspectiva aquellos episodios que forman parte del acervo de nuestro pasado, con especial hincapié en la temática de la caza y en mi gran amor por el campo.
También convivirán con nosotros, acontecimientos anecdóticos, pero no menos representativos, que han trazado el curso de las actitudes y comportamientos, en el complicado siglo pasado.
Trataré de hacer revivir escenas y personajes que han dejado huella en el transcurso de mi vida para poner a nuestro alcance de un modo ameno, sugestivo y riguroso todo el producto de una historia familiar.
Después de esta pincelada, como introducción, entremos de lleno en materia; empezando por el que fuera la fuente de mi apasionado amor por la caza y por el campo; mi inolvidable abuelo materno, el mítico Diego “El Sereno”.
Era un hombre alto, más bien delgado, de ojos pequeños y mirada penetrante. Sonreía con facilidad cuando llegaba su momento, y actuaba con rectitud cuando tenía que hacerlo.
En su rostro, abatido por mil solaneras y otros tantos cierzos, parecían luchar a porfía la pureza y la bondad. Todo un caballero a la antigua usanza, para quién la dignidad y honor de un hombre con patrimonio del alma y sabiendo a su vez, que el alma solo es de Dios.
Procedente del medio rural, fue Sereno en Guadalcanal sobre el año 1924, de ahí su apodo.
Cuando tuvo alrededor de 30 años, tomó escopeta y perros y comenzó para él y para los suyos una nueva vida.
No sé si la necesidad, la suerte o las circunstancias lo hicieron ser la mejor escopeta del lugar, para doctorarse pronto en la difícil ciencia cinegética, y cumplir y hacer cumplir el buen hacer de tan noble deporte.
Hombre duro, incansable, con unas piernas de acero que llegaba a cansar a las perdices, según me comentaban todos los que lo vieron cazar en la sierra del Viento o de la Albarrana junto a otros cazaderos por donde solía andar, con la Cuerda. (Cuerda se le decía al conjunto de hombres, que cazaban en mano y a un zurrón)
La cómo mejor escopeta, era jefe y por supuesto el que tenía que llevar
“la mano baja” que es la que más tiene que andar, al tener que rodear las montañas, mientras que el “la mano alta” no tiene prácticamente más que andar unos centenares de metros en circulo y esperar y esperar a que los demás vayan cerrando, sobre todo al de “la mano baja” que es el que va por la base de cada cerro, para ir copando la caza.
Por tal motivo el de “la mano baja”, “El Sereno”, tenía que tirar a las perdices a gran altura y a una velocidad de crucero, al cruzar de un lado a otro de las montañas. Esas perdices que, al decir de los castizos van “hablando con Dios”.
Había dos formas de repartir la caza que se mataba en la jornada, una era “a un zurrón”, (repartir por igual) y la otra, cada uno lo que matara. En esta última solía haber discusiones cuando dos tiraban a la misma pieza. Entonces había que someterlo a juicio de “El Sereno”, quien tras soplar a la pluma o al pelo para ver las entradas de los perdigones, dictaminaba a quien pertenecía y sin mediar palabra, se la echaba a los pies del que la había matado, (nunca se la entregaba en la mano).
“El Cabrero”, que es como él le llamaba a su escopeta de dos tiros de ante carga, que a pesar del proceso que suponía efectuar la carga de cada disparo, parece ser que lo superaba con la suficiente habilidad y rapidez como para ganarle la acción a las perdices, y no había redención posible cuando se echaba la escopeta a la cara. Un alto porcentaje de las perdices que tiraba tenían que pasar por el enorme zurrón que colgaba de sus espaldas.
Comentaban los componentes de la cuerda que en las grandes hondonadas abría el compás y no dejaba pasar ni a una perdiz por alta y rápida que pasara. La necesidad le había enseñado a no fallar, porque del esfuerzo físico y de su habilidad de cazador pendía el sustento de toda su familia. ¡Como el que no dice nada!
Él tenía gran estima por su escopeta, que conocía muy bien y se sentía muy seguro con ella; una anterior le había reventado, y lo pudo dejar manco de la mano izquierda que desde entonces tenía un poco tarada, pero que no le impedía para nada en el desenvolvimiento diario, por eso se agenció “El Cabrero”, que tenía los cañones alambrados, para evitar que sucediese lo peor.
Cuando regresaba, bien entrada la noche, con el zurrón bien repleto de caza, me contaba mi abuela que ella tenía que salir por todo el pueblo, para vender la caza, de la que por lo menos, tres o cuatro piezas, que era el valor de las alpargatas, que “El Sereno” rompía cada día de caza andorreando por esos de Dios, con la innata sabiduría de un superdotado y la astucia de un gato montés.
Así, más o menos, transcurre la segunda etapa de la vida de Diego “El Sereno”, hasta que cierto día, un señor extremeño, enterado de su valía en el arte venatorio, lo mandó llamar para que se pusiese a su servicio, cosa que “El Sereno” aceptó complacido, y desde aquel día comenzó la tercera etapa de su vida para tomar los hábitos y velar las armas de la guardería andante, y la que ya no cambiaría, mientras vivió.
El señor extremeño, dueño nada más y nada menos que de “Cantargallo”, una enorme dehesa considerada en aquel tiempo como una de las mejores de Extremadura en lo que a caza menor se refiere y sobre todo a perdices.
Por ineludibles compromisos, este señor tenía que disponer de una cantidad de perdices todos los días, para mandarlas a determinadas personalidades de la villa y corte, y esto creo yo que fue el principal motivo por el cual mi abuelo fue requerido por D. Fernando Zambrano de Ardáy,
El señor extremeño estaba interesado por aquel tiempo en la compra de un coto de caza Mayor, y quien mejor que “El Sereno”, para su elección, que no dudo en poner los ojos en Hornachuelos, ya que conocía buena parte de aquellas tierras por sus andancias cinegéticas, y así un determinado día, mi abuelo, montando una yegua castaña, partió por orden de D, Fernando a la búsqueda de un coto que estuviese en venta en las sierras de Hornachuelos, que entonces era muy reducida con respecto a lo que hay hoy.
Volvía mi abuelo al cabo de unos días enamorado de Navaldurazno, -el coto seleccionado- y comento largamente con el nuevo jefe todo lo que había visto por toda la zona. Parece ser que todo aquel comentario impresionó al señor extremeño y antes las afirmaciones que le hizo “El Sereno”, no dudó en comprarlo, y sin molestarse en ir a verlo, lo mandó de nuevo a Hornachuelos con la señal de compra de la tan codiciada finca.
Isidro Escote Gallego.