El Brocal de la Umbría, es el mirador de Navaldurazno, donde “Las Mesas del Bembézar”, parecen que, se pueden alcanzar con la mano, como si estuvieran a tiro de piedra, como el que dice. Pero nada más lejos de la realidad pues costaba a buen paso, una hora y media llegar desde Navaldurazno “al nido de águilas” como le decía a las “Mesas” su antiguo dueño, D. José Castillejo. El río Bembézar, hoy convertido en un pantano, lo ha hecho todavía más inaccesible, por esta parte, si bien se han practicado caminos, afluentes a la carretera de Villa Viciosa, que lo comunican perfectamente con el resto de la sierra.
Elegir “El Brocal de la Umbría”, como balcón para ir ensalzando todo lo referente al presente comentario, es lo que justamente habría hecho mi abuelo Diego “El Sereno”, como saludo ancestral a tantas vivencias a lo largo del tiempo, para marcar un hito histórico en este bello lugar.
Pues el hombre debe utilizar todos los recursos de la naturaleza, pero procurando conservar sus virtudes esenciales, evitando que consideraciones puramente naturalistas deterioren la calidad del entorno en el que tenemos que desenvolvernos cada día.
Oteando con los prismáticos que desde allí se domina todo muy bien, y haciendo nuestros comentarios sobre la dificultad que tenían estas fincas -del río para allá- a la hora de montear, por no ser accesible para ningún medio rodado, todo absolutamente todo tenía que ser a lomos de las caballerías.
Lo automóviles había que dejarlos en Navaldurazno o en San Calixto, para tomar luego por el collado de las “Guindillas”, y siempre contando con el beneplácito del río Bembézar, se comenzaba a descender por la vereda de “Piedra Monje” (se llama así por el parecido que tiene con un monje puesto de pie) que se encuentra a mitad de camino aproximadamente, -siempre me pareció un buen contadero para búhos-, allí hace una curva la vereda y enfila, más pendiente todavía hasta lo que era el vado del río Bembézar, después ya todo era subir por una vereda muy pedregosa, que va jugando con los farallones de piedras a la vez que va ganando altura hasta que comienza a llanear un poco, para llegar a la “Piedra Escrita”, obra según dicen, de un cura de aquellos tiempos aficionado desde luego a la caza, el texto se puede leer en el Libro de Mariano Aguayo: “Montear en Córdoba”. Pero que también voy a reproducir aquí con su permiso.
“Salve noble caballero que, en pos de la montería, pasas por este sendero a la brava serranía que te da la bienvenida.
Y de montero en tu historia quiera Dios que esta partida deje agradable memoria.”
El camino que se utilizó siempre para ir a Hornachuelos desde las Mesas, era el de la “Silleta de los burros” a salir al puerto de Manuel Martín de la finca Santa María de Umbela, una vereda que va por la linde de Navaldurazno muy mal trazada, pero que fue de siempre la salida de todos los carbones, incluso minerales del río para allá a lomos de burros y mulos.
Cuando llegaba la temporada de las monterías, había que salir muy temprano para llegar a buena hora. Nunca se sabía con lo que te podías encontrar, tanto a la ida como a la vuelta, y siempre se regresaba bien entrada la noche, aunque procurábamos cruzar el río Bembézar con luz del día. El Bembézar era un río muy peligroso para vadearlo, pues tenía muchos rápidos, y no se podía andar jugando cuando bajaba con las “narices hinchadas”. Cuando menos te lo esperabas, al cruzarlo, desaparecía la caballería que se iba cabalgando y no la volvías a ver hasta que no llegabas a la otra orilla, quedando uno lógicamente, hecho una sopa, teniendo así mismo que apechar con el desagradable remojón todo el día en el puesto.
Las reuniones que preceden a las cacerías solían ser a las ocho de la mañana, para ganar tiempo, después mientras que se rezaba “La Salve Montera” a la Santísima Virgen de la Cabeza, patrona de los monteros, y salían las armadas daban las diez o las diez y media de la mañana, y si luego te tocaba al final del “Cerrejón de la Alcarria”, o a “Los Puntales de Romerales”, te costaba otra hora para llegar al puesto.
Entonces se comía en el puesto, la tortilla de patatas en la fiambrera de aluminio, el clásico bistecito empanado, y unas naranjas para refrescarse la boca, sobre todo al rematar el lance, y el imprescindible cigarrillo que sabía a gloria, y no digo nada si se trataba de un buen trofeo.
Cuando yo fumaba me parecía imposible la ausencia del cigarrillo en momentos como este, pero ya hace mucho tiempo que lo dejé, y los acontecimientos los sigo celebrando igualmente de bien.
Con eso de comer en el puesto, la espera se hacía más amena y entretenida, se ponía la improvisada mesa y se iba picando, y entre sorbito y sorbito del prestigioso Montilla, en ese precioso entorno campestre que te ofrece la incomparable serranía cordobesa pasabas un día de campo inolvidable, amenizado por el latir de los Podencos, el eco rasgado de los rifles en las encrucijadas, y el ronco sonido de los trabucos que a veces te sobresaltaban por lo inesperado.
Don Ricardo Rada, teniente General, me decía, cuando no entraba nada, que comiendo cambiaba la suerte, y algunas veces daba resultado, como aquel día en “Romerales” que entraban los ciervos a manadas y a veces no sabía a cuál tirar, de tantos como teníamos delante, y al final nos quedamos sin balas para el rifle, y como por otra parte la escopeta que se llevaba para lo cerca no tiraba nada más que un tiro, porque se le había partido un punzón de pegar tantos tiros.
Los perreros también comían en medio de la mancha o donde les pillaba, se hacía una pausa y no era extraño que entonces entrara alguna res agazapada, más que nada los animales más viejos, dada las precauciones que adoptan para dar la cara.
Luego cuando arrancaban a cazar los perreros se veía a lo lejos salir las bocanadas de humo por entre las madroñeras, cuando disparaban el trabuco, y el sonido llegaba un momento después debido a la distancia, el trabuco era fundamental en la montería tradicional, y ha quedado en desuso sin saber por qué.
El perrero ha sido siempre la figura emblemática y legendaria de la montería, allá donde quiera que haya ido; cuando no había tantos perros; cuando se monteaba con una docena de rehalas toda la zona, algunos perreros llegaban a tener renombre entre los monteros, por su valía y por su forma de cazar.
Pepe “Barbas Andamacho”, monteaba con una rehala de un señor de Fuente Ovejuna, y era muy notable entre los monteros, le gustaba hacer las cosas muy despacio.
Yo creo que hasta los perros aprendieron a cazar despacio, cazaba con el cigarro en un lado de la boca hasta la mitad de saliva, lo dejaba que se fuera requemando poco a poco.
Tenía un nieto, que era un poco retrasado mental, “El Cano” como le decíamos todos, y siempre andaba por los cortijos. Él no pedía nada, pero siempre le daban algo donde quiera que llegara incluso tabaco en el que andaba enviciado. Andaba descalzo y se sentaba en el suelo, luego se hacía sus necesidades en las veredas por donde teníamos que pasar a diario. En alguna ocasión lo pilló mi abuelo en pleno episodio y tuvo que salir por pies, con los pantalones arrastro.
Había muy buenos perreros en aquella época, el propio rey D. Alfonso XIII, le gustaba charlar con ellos.
Juanillo Jarales era muy deslenguado y su jefe, el marqués de Viana, no lo perdía de vista, para que no soltara ningún taco delante del rey.
Sería interminable hablar de todos aquellos hombres, que llegaron a ser sobresalientes en su oficio; pero sí que me gustaría, aunque fuera de pasada, nombrar aquí algunos de ellos como, Juanillo Jarales, Adrián, Cristiano, Inesillo, Espinacas, Faldetas, Paño, Juanillo Baticola…
Todos ellos supieron dejar para siempre, sus huellas al paso por todas las manchas, de la luminosa y montaraz sierra de Hornachuelos, para quedar en el recuerdo de todos los que aún seguimos oyendo el eco de sus voces, y el latir inconfundible de los Podencos en el agarre.
Francisco Paño; quizás será el último de la generación de perreros a caballo. No hace mucho, hablando con él me contaba toda una serie de historias, de las que bien merecía la pena enumerarlas en cualquier comentario de caza, por lo inusual y meritorio de su contenido.
Los perreros a caballo, indiscutible monumento de la montería andaluza, a la antigua usanza. El Trabuco y el Zurrón, como objetos personales del perrero, eran dejados a postas en cualquier lugar, para ser peligrosamente custodiados por toda la rehala.
Aquellos hombres tenían, -creo yo-, una mayor dedicación a los perros, convivían más con ellos, y estaban más compenetrados a la hora del agarre, andaban más porque hacían andando todos los desplazamientos a la saga del caballo y a la voz de su cuidador.
En “El Brocal de la Umbría”, estaba la cama colgante del guarda mayor, Diego “El Sereno”, en un alcornoque que tenía las ramas muy abiertas donde colgaba la cama y bajo ella, unos bancos de corcho para ofrecerlos a los pocos visitantes que pasaban por allí, el suelo lo barrían y regaban las mujeres todos los días. Aquello era como una estancia de verano donde no faltaba una taza de café por las tardes, que traían las mujeres desde la casa, y agua fresca del botijo de “La Rambla”, que colgaba de una rama bajera del mismo alcornoque. También los prismáticos formaban parte del ajuar y colgaban de un gancho a propósito. Cuando no andaban de mano en mano para salir de dudas sobre el lugar que llevara el hilo de la conversación.
Allí se estaba muy bien y siempre corría una brisilla de aire fresco por muy caluroso que fuese el día, y había tiempo para charlar largamente sin prisas como se hablaba antes, aunque fuese el mismo tema porque no había otro, se hacía una pausa y se volvía a lo mismo.
Los hombres de aquellos tiempos sabían estar en el campo y rodearse de lo mejor, pero siempre dentro de esa ética que se marcaban ellos mismo, porque así lo habían heredado, aprovechando todo lo que les brindaba la propia naturaleza.
Desde allí se dominaba buena parte del término de Hornachuelos, y era una especie de punto de vigía, entonces como es de suponer no había ningún tipo de comunicación, para avisar a nadie. A Baldomero, el guarda de “Las Mesas”, cuando tenía correspondencia de su jefe, le dábamos voces, todo lo fuerte que podíamos para que viniese a recoger el correo, que había traído Pepito, que hacía el servicio en bicicleta, aunque con el tiempo se pudo hacer de una moto.
“El Brocal de la Umbría”, es un punto estratégico y en época de verano había que estar pendiente de los incendios forestales, los fuegos como nosotros le decíamos. Casi siempre los apagábamos en poco tiempo, a pesar de los pocos medios de que disponíamos. Siempre se seguían las ordenes de los mayores que eran muy prácticos en el terreno y sabían muy bien lo que había que hacer en todo momento, en cambio hoy se hace todo lo contrario, no se les tiene en cuenta para nada, y es que no siempre los tiempos cambian para bien.
En Navaldurazno como en otros cotos se pueden encontrar parajes con nombres de personajes famosos como: “El Bomba”, “Castillejo”, “Parladés”, “El Guerra” “Primo de Rivera”, “El Amo”, “Franco”. Esto es debido a la costumbre que tenían de siempre los dueños de coto de poner a sus invitados en el mismo puesto. Aquellos señores, hoy inexistentes, dejaron para siempre sus nombres en estos remotos y bravíos lugares como si se tratara de una calle o plaza de una ciudad cualquiera.
Franco estuvo cazando en Navaldurazno, el año 1949. Después de dialogar largamente; la noche anterior, D. Fernando y mi abuelo, decidieron ponerlo en el puesto del amo, o sea en el de D. Fernando.
Este puesto está perfectamente situado, en todo lo alto de lo que es la “Loma de la Baña”, por donde en normales condiciones aparecen muchas reses, tanto jabalíes como venados, debido a sus querencias para irse a la solana.
La umbría, cuando se montea siempre se bate para arriba, para cerrar en “Varetales”, que es como quien dice la solana de la finca.
Pero se dio la circunstancia, de que aquel día estuvo el viento de arriba, o sea del norte, desde por la mañana, y las reses no dieron la cara por allí, como se esperaba, se volvían antes de llegar a lo alto, porque les daba el viento del montero, a la sazón El Generalísimo Franco, y de los cinco o seis que llevaba con él, por lo que el caudillo se marchó sin tirar, cosa que no gustó nada, según dijeron los que lo conocían bien.
Franco por entonces solía visitar San Calixto, con cierta frecuencia, siempre que venía a cazar a la zona de Hornachuelos, se hospedaba en casa de los Marqueses de Salinas que eran los dueños de la finca. Esta casa también hospedó a los Reyes Belgas, Balduino y Fabiola, cuando pasaron su luna de miel en este añorado lugar, allá por el año, 1962.
Como haría el rey, D. Alfonso XIII muchos años antes en la finca de “Moratalla”, una especie de palacete hecho a propósito para hospedar a tan distinguido señor.
Esta finca era por entonces propiedad de los Marqueses de Viana.
Estos puestos solían ser buenos o muy buenos en aquella época, hoy en cambio no suelen ser lo mismo, ha cambiado todo, las querencia de las reses no siempre suelen ser las mismas, bien porque se haya limpiado de maleza aquel lugar y las reses teman descubrirse al pasar, sobre todo cuando se trata de jabalíes, o al revés, que haya crecido mucho la maleza y no se vean cuando pasan, o simplemente porque exista una alambrada de las muchas que se pueden encontrar por los alrededores , que corte el paso de las reses.
A mí personalmente, moteando en Navas de los Corchos en una ocasión, me tocó el antiguo paso del rey, y era como los demás, en medio de un alcornocal muy espeso con muy poca visibilidad, los árboles al paso del tiempo habían crecido y se habían hecho tan frondosos que casi no se veía nada.
“El Brocal de la Umbría”, es lo que no se puede dejar de visitar cuando llegas a Navaldurazno, a cien metros de la casa, sin obra, natural como todo su entorno; sólo hacen falta unos prismáticos y alguien con comentar el fascinante espectáculo de sus infinitas lontananzas.
Desde “Brocal de la Umbría”, se pueden hacer todos los planes en cuanto a montería se refiere, tanto en cantidad como en calidad de sus trofeos.
Las reses se pueden controlar a la salida de la umbría al caer la tarde y se puede ver tanto lo que entra como lo que sale. Aunque siempre hay alguna novedad en lo que se refiere a ejemplares que entran a diario.
Mi hermano Diego, que reemplazara a mi padre y a mi abuelo, en el mimo oficio, siempre sabia por dónde salía cada ciervo, incluso les tenía nombres a los que le parecían mejores o simplemente porque les parecieran más simpatizantes.
Siempre hacia comentarios las vísperas de la montería con su jefe, para pronosticar lo que se podía hacer cuando llegara el día fijado para la cacería.
Decía que la umbría mandaba, que la umbría era la protagonista porque por allí pasa toda la caza del coto. La umbría un gran atractivo para las reses con la bellota del quejigo que es la primera en aparecer, y para las reses no deja de ser una novedad, y más aún al final del verano cuando no encuentran nada por el campo.
Desde “El Brocal de la Umbría”, se pueden ver las reses cruzar el pantano al caer la tarde. Desde arriba parecen patos sus cabezas en fila cortando el agua, y hasta que no salen del agua y se sacuden no sales de dudas.
También se puede ver algún marrano bajar tranquilamente a beber y a darse un baño en algún recoveco de los que hace el agua en el pantano.
Los días son largos y el calor y los insectos los hacen acudir al agua, sobre todo en las tranquilas tardes de finales de verano y al anochecer, que es cuando ellos comienzan sus andanzas por aquellos lugares.
Navaldurazno va a significar mucho en la saga de la familia de los Escote, que durante cuatro generaciones siguen ocupando ese mismo lugar en la sierra de Hornachuelos, desde que “El Sereno”, sentara cátedra como guarda mayor, allá por el año 1926, procedente de Guadalcanal.
Mis primeros pasos vacilantes por Navaldurazno, fueron detrás de mi perro Chanchi, que crecía conmigo y me conducía a todas partes, aunque mi juguete preferido era una pequeña cierva que mis hermanos criaron con las cabras. Desde pequeño me fascinaron estos animales, de ojos grandes y de mirada profunda, que si te paras a contemplarlos te darás cuenta de su gran nobleza, por lo que siempre te quedaran ganas de volver a observarlos.
En los años 1959/60, tuve la oportunidad de comprobar esto, cuando fui encargado para criar varias decenas de estos animales, para ser devueltos a su libertad, como repoblación, en otros lugares de la península, como puede leerse en un precioso artículo de la “Revista Caza y Safaris”, escrito por mi entrañable amigo D. José F. Titos.
En 1936, Cuando dio comienzo la guerra civil, la cierva ya no se iba con las cabras, prefería quedarse conmigo en el cortijo, y comer de todo lo que yo le daba, y no aceptaba nada de nadie que no conociera, así que, con mi perro y mi cierva, era yo el niño más feliz del mundo, y creo que no los hubiese cambiado por el caballo de cartón que todos los niños de mi edad hubieran soñado.
Por motivos de la guerra hubo que abandonarlo todo, para seguir a unos cuantos, que armados hasta los dientes, obligaban a toda una muchedumbre para conducirlos a ninguna parte. Solo decían en su lenguaje autoritario y amenazador ¡para arriba y callar!
Mi abuela, una mujer analfabeta como casi todas las mujeres de aquellos tiempos, pero con un gracejo fuera de lo normal, asomada y de jarritas en el enorme portalón de la casa vieja de Navaldurazno, les gastaba bromas a todos los que pasaban en las interminables caravanas con destino desconocido, pensando que a ella no le tocaría nunca, hasta que llegaron otros más armados todavía y con más mala… y nos obligaron a incorporarnos a toda aquella gente, que obedecían órdenes de aquellos, que de la noche a la mañana pasaron de ser conocidos trabajadores de la finca, a mandones cabecillas.
En los veintitantos días que duró aquella tragedia, escaseó todo, y mis padres tuvieron que sacrificar la cierva para alimentar a toda la familia, yo andaba por aquellos días con unas fiebres muy altas y ni comía de nada, solo me apetecía comer la carne de mi cierva, tal vez, sin yo saberlo, pues sólo tenía cinco años.
La carne la habían cocinado las mujeres en una enorme cacerola de porcelana azul que recuerdo muy bien, y que seguía la caravana a lomos del burro capón, que andaba muy despacio con las orejas caídas: ya no quedaba carne en la perola azul, sólo quedaba la salsa, pero aún seguía siendo mi alimento preferido, mojando sopas de pan si es que lo había.
El pan lo daban en pequeñas raciones, y había que ir a recogerlo a la casa de “Los Cabezos”, en donde había una especie de economato, de todo lo que habían requisado aquellos vándalos anteriormente por todas las tiendas de todos los pueblos y casas particulares por donde habían pasado.
“La casa de los Cabezos”, estaba a una distancia considerable de donde estábamos nosotros, y la encargada en ir a recoger el pan era mi madre con el burro capón.
Algunos días llegaba muy tarde y sin nada porque no había llegado para ella, después de estar todo el día esperando su turno y aguantando el calor de Julio.
Mi padre y mi abuelo nos condujeron a los lugares más conocidos por ello a toda la familia, pero ya estaban deshabitados, no obstante, permanecimos algún tiempo escondidos por aquellos matorrales.
A mi padre y a mi abuelo se los llevaron a Pozo Blanco, seguramente con la idea de asesinarlos, pero parece ser que estando allí las cosas cambiaron, y ellos en la confusión escaparon cómo pudieron a campo través hasta llegar a las chozas, de “Juan Luis”, diciendo llenos de alegría que se había acabado todo.
En aquel mismo momento, creo que era de madrugada, no dudaron en poner en marcha la caravana familiar, pero esta vez en sentido contrario.
Regresábamos pues a nuestro hogar lleno de alegría, aunque nunca olvidaríamos la dolorosa experiencia vivida en aquellos días de terror. Ahora hasta parecía que el burro caminaba más de prisa y con orejas más derechas como si tuviera unas ganas locas de llegar a Navaldurazno, para irse a San Calixto, porque, aunque estaba privado de sus facultades varoniles, le gustaba reunirse con las burras, y cada vez que hacía falta había que ir por el a San Calixto. Mi madre lo montaba siempre para ir al pueblo, lo arrimaba a un desnivel y cuando le caían los 80 kilos encima comenzaba a andar despacio y con una oreja para cada lado.
Cuando murió, cerca de la casa, daba muy mal olor, y decía mi padre que hasta después de muerto estaba dando por ahí por donde las espaldas pierden su honroso nombre.
Por aquellos tiempos quedaron en la sierra unos cuantos, de excombatientes renegados, de los que no faltó su visita a nuestra casa, para darnos otro buen sablazo y amenazar de muerte a mi padre y a mi abuelo si daban parte a la Guardia Civil, diciendo que los habían visto.
Después mi hermano, Diego tuvo un encuentro con ellos, en la casa de Varetales, cuando estaba haciendo el servicio militar; le habían dado las fiebres de malta y tenía muy mal aspecto, y los bandoleros se reían de él preguntándole que si todos los soldados de Franco, tenían la misma pinta.
Todo aquel macabro dialogo se estaba desarrollando debajo del alcornoque que hay por delante de la casa, mientras que otro de ellos le acariciaba el cuello con una cuerda: en aquella época no se andaban por las ramas cualquiera era buena para colgarle el chaleco al menos pensado.
Mi hermano Diego, contaba esto como una anécdota, pero qué duda cabe que en aquellos momentos las pasaría canutas, hasta que por fin a fuerza de cháchara que a él no le faltaba, terminó por caerles bien a los bandoleros y los hizo cambiar de opinión.
Los años de la posguerra fueron muy malos, sobre todo para los más pobres como pasa siempre. Todos los que andaban alrededor de la montería, tenían que pasar muchas penalidades con el mal tiempo para ir de un lado para otro incluso de noche, y quedarse donde podían, para estar en otro lugar con los caballos a punto para otra jornada de caza, y volver el infeliz cargado con todos los pertrechos a agarrarse a la cola del caballo en las empinadas cuesta como único recurso para poder llegar.
Desde Hornachuelos venían andando para recoger las entrañas de los ciervos muertos para alimentarse, porque no había otra cosa. Los caminos de la sierra eran muy duros para todos los que tenían que usarlos a diario para ir a trabajar en las distintas faenas de campo.
Pero los tiempos afortunadamente fueron cambiando, y hoy se puede recorrer toda la sierra de Hornachuelos a lomos del usual caballo metálico. El progreso no arregla los caminos, pero produce coches.
Desde siempre para mí el camino que une Hornachuelos con Guadalcanal, me ha resultado ameno y familiar, antes por razones de trabajo, y ahora por ocio, no he dejado de hacerle una visita de cuando en cuando, e ir recordando al paso toda una serie de vivencias pasadas, pero siempre presentes en mi larga andadura por la sierra, cada vez que me adentro, pero sin salir de ella parece que espero encontrar algo nuevo o distinto, aunque todo siga siendo igual.
Desde toda mi vida me han unido fuertes lazos con las tierras cordobesas, allí tuve mis primeros amores y allí pasé buena parte de mi juventud, hasta que en 1961 entrara a ocupar un puesto en la emisora de RTVE. en Guadalcanal.
Cuando me conducía a Guadalcanal la madre de Morito, una yegua noble como ninguna, yo solo contaba diez años; en la puerta de Navaldurazno me despedía de mis padres, tras haberme advertido que no les tocara a las riendas, que ella sabía el camino y me llevaría a Guadalcanal sin problema alguno.
Hace muchos años que sigo cruzando esas sierras con cierta frecuencia. A María, mi esposa, y a mí nos gusta ir recordando cada lugar, que para nosotros tiene un significado entrañable: Comprar pan al paso por los pueblos, y coger bellotas de nuestra encina preferida, para comerlas con pan por el camino, o parar a merendar en los verdes prados de la ribera, que elegían nuestros hijos cuando eran pequeños.
La madre de Morito la recuerdo mucho cada vez que voy o vengo de Hornachuelos, y no salgo de mi asombro, como aquel animal entre un sin fin de veredas, incluso algunas en la misma dirección, sabía sin equivocarse la que tenía que tomar. Quizás se daría cuenta, aquel maravilloso animal de la inexperiencia del jovencísimo jinete, y por eso ella tomaba tan sabias decisiones.
Donde la Sierra Norte deja de ser sevillana para convertirse en cordobesa, como dice mi amigo Titos en uno de sus artículos sobre estas sierras, es donde María, siempre me comenta que le crece el corazón como buena cordobesa, ella incluso les ha puesto nombres por su cuenta, a lugares que ahora recordamos su origen cuando pasamos por ellos.
En estos últimos años, viajamos con cierta frecuencia a la, muy noble y muy leal villa, la Roda de Albacete, por motivos familiares, y como tal me veo obligado a hacer algún comentario de la bella y legendaria región manchega, en el presente libro.
Isidro Escote Gallego