Apuntes de Diego “El Sereno”
Séptima parte
Las chozas de Juan Luis
Mi abuelo Diego “El Sereno”, me contaba cuando yo era un chaval, de sus andanzas por la serranía cordobesa, incluso desde antes de afincarse en Navaldurazno.
Juan Luis era muy conocido de este mi abuelo. Pertenecía a una familia muy numerosa afincada por allí desde muchos años, en unos terrenos de propiedad casi desconocida.
Vivía en unas chozas de medias paredes, cerca del río Bembézar, en lugar denominado, “Las Vegas de Palacio”. Y daban cobijo nocturno a todos los miembros de la Cuerda, todo el tiempo que permanecían cazando por la sierra de “La Albarrana”, “El Cabril”, que había muchas perdices por entonces, y allí sacaban el jornal como ellos decían.
Tenían un recovero con una mula que llevaba todos días la caza a Constantina, para venderla y de camino traía comestibles y artículos de primera necesidad.
Una de las veces que llegara, mi abuelo por allí, encontró a la familia de Juan Luis, muy apenada. Las mujeres llorando se les echaron en sus brazos. Diego por Dios nos han robado una collera de mulas, y “El Sereno”, no dudó en ningún momento, y puso en marcha su estrategia. Conocedor como nadie de la sierra, y haciendo gala de sus poderosas piernas, emprendió la búsqueda de las mulas con su inseparable cabrero.
Tras las huellas, tomaba los atajos que él conocía perfectamente, para darles alcance cuanto antes a los ladrones, hasta que en uno de los pocos vados del río Nevado, divisó a dos individuos montando las mulas, y sin mediar palabra, como él sabía hacer las cosas, les mandó un par de recados con el cabrero.
Los cacos comprendieron enseguida que aquello no era en broma y abandonaron las mulas, para huir en desesperada carrera por aquellos campos de Dios.
Los hombres que andaban con las labores del campo, fueron los primeros en divisar a “El Sereno” con las mulas, y dando gritos de alegría llamaron a las mujeres, para que vieran como este buen samaritano regresaba feliz. Con lo que tanto significaba para aquella familia.
Aquella familia nunca supo cómo pagar el gesto de aquel buen hombre, que, sin pensarlo, se lanzó al encuentro de aquellos cuatreros para arrebatarles el botín.
No hace mucho tuve la oportunidad, monteando el pedrejón, de pasar por aquel lugar, donde todavía se conservan unos paredones de lo que fue la vivienda de aquella familia, llamada “Las chozas de Juan Luis”.
Mi abuelo siempre me comentaba de la buena amistad que le unía, a esta buena y humilde familia, así que cuando comenzó la guerra, en 1936, nos llevó a toda la familia a refugiarnos allí unos días, Hasta que pasó la contienda cuando yo solo contaba cinco años, por eso cuando pasé por aquel sitio, lo recordé todo, mientras me invadía la emoción, ¡ay aquellos hombres y mujeres que vivían allí, tan solitarios y apartados, sin conocer más que su solitario trabajo! Apoyado en el rectángulo que hace el paredón, me puse a recordar un momento y hasta me parecía ver recortarse en la lejanía la silueta de mi abuelo con el sombrero de ala ancha y como enseña, al hombro su inseparable cabrero.
Cuando el sol traspone por los altos picachos de la sierra, y la noche comienza a tender su oscuro manto en medio de la imponente soledad, se dejan sentir los cantos de los búhos desde las altas copas de los viejos árboles, que van dando escolta al estrecho y serpenteante sendero que nos conducirá entre, tropezones y traspiés a la casucha que servirá de cobijo a mis amigos y a mí.
Seguimos el camino casi de memoria. Algunos de mis amigos siguen el camino con el pensamiento, y aunque no se ve nada, nosotros sí sabemos en cualquier momento donde nos encontramos.
Cuando llegamos a la vieja casilla donde pensamos pernoctar, prendemos fuego a la chimenea y se comienzan a ver las caras al leve resplandor de la lumbre, que cada vez se va haciendo más acusado al tiempo que van prendiendo los troncos, que mi amigo Chito había traído por la mañana.
Nos vamos acomodando cada uno como puede en torno a la lumbre, menos mi amigo Juan que ocupa el aparejo de la burra. De cuando en cuando, a mi amigo se le deja ver al resplandor de la lumbre un rostro de señorón como si presidiera la humilde velada.
A la hora de cenar echa mano uno de ellos al techo para alcanzar unos tomates que prenden del mismo con rama y todo, de los que había recolectado Chito, en un pequeño fuertecillo que tenía hecho en una carbonera, y que regaba con la misma agua del río. Luego vamos sacando unas tortillas resecas, queso de cabra muy duro, y unas aceitunas, con lo que se compone el menú nocturno. Yo pongo un banco de corcho a una distancia prudencial de la pared, para dejar descansar un poco a los pobres riñones, y comienzo a tirarle al reseco tomate que Chito había preparado en un desconchado plato granadino, que solo Dios sabe cuántos quebrantos llevaría en su historial.
El queso y la tortilla van desapareciendo como por encanto entre risas y chirigotas. El vinillo es un tintorrote que deja mucho que desear. Sabe a leña más que a otra cosa, no falta quien se acuerde del Montilla y del Moriles, que en tantas y tantas ocasiones nos alegró en las vísperas de tantas jornadas de caza.
Siempre que los acontecimientos preceden a una jornada de caza, se aceptan de buen gusto todas las incomodidades, por eso dormir al amor de la lumbre, sobre un maloliente aparejo o una silla de montar no es ninguna molestia para todo aquel aficionado a la caza.
Enseguida nos viene a la memoria, Navaldurazno, mi hermano Diego, y el Montilla que siempre estaba disponible para todo el que llegaba por allí. Era como el saludo que se hacía indispensable para dialogar largamente sobre cualquier tema. El que pasaba por allí no se podía marchar sin tomarse unas copas, y que siempre quedaron en el recuerdo de todo el que lo visitó.
Siempre que le hacíamos una visita, María y yo, lo llamaba por la emisora, por si hacía falta algo, y él me decía tráete lo que quieras menos vino y yo no me preocupaba nunca de llevar vino, porque sabía que allí no faltaba, así que solo me preocupaba de llevar los aperitivos, y casi siempre había alguna visita para ayudarnos a dar buena cuenta del botín.
Debido a la distancia que existe entre Navaldurazno, y El Escamaron nos fuimos a pernoctar a aquel lugar por encargo del dueño, para ponernos por la mañana muy temprano, y cortar la huida de las reses, al paso por el río Pajarón que va haciendo linde por el “Cerrejón de la Calcaría”.
Antes de clarear el día, sentí removerse a Chito, yo no había pegado un ojo como es mi costumbre, y lo que estaba deseando que alguien se removiera para empezar a charlar sobre nuestro cometido. Todavía quedaba un tronco ardiendo en la chimenea, y de cuando en cuando salió una llamilla que apenas iluminaba la estancia, luego se apagaba y se quedaba todo en penumbras.
Yo permanecía recostado en el aparejo, mientras que Chito, buscaba el viejo candil para arrimarlo al fuego y encenderlo.
Para cuando el candil empezó a funcionar ya estábamos todos dispuestos para salir andando.
Nos quedaba un largo trecho hasta llegar al río, luego sería peor el camino, río abajo, pero para entonces ya se vería algo.
Por aquellos días había llovido mucho y el piso de la umbría se hacía muy resbaladizo, había que cruzar el río muchas veces debido a las exigencias de la orografía. Los farallones de piedra caen verticales, y teníamos que buscar la otra orilla para poder pasar y llegar a donde teníamos que ponernos a la espera. Estos sitios eran los que antaño ocupaban las escopetas negras.
Llevábamos un borriquillo de reata, para poder sacar lo que cobráramos, así y todo, no faltarían penalidades para salir de allí con un venado, o un marrano, y por otra parte había que justificarse y no desaprovechar la oportunidad y cobrar lo que entrara.
Apenas clareaba, aún no se había ido la noche, y gracias a la luna que a esas horas parece que es cuando más alumbra pudimos sortear un rosario de agrestes canchales.
Para evitar males mayores, decidimos atrochar por un descolgado sendero que remataba en una pequeña vaga que hace el río en una curva, ensimismados mirando las hozaduras de los jabalíes, el borriquillo que no guardaba las debidas precauciones hizo que se partiera una rama al rozarse por ella.
La respuesta al desatino fue el grave y sonoro ladrido de una cierva, para anunciar a todos sus congéneres de tan inoportuna visita. Desde mi puesto dominaba la umbría del tabaco que es uno de los lugares más bonitos que conozco.
Mil folios no bastarían para describir tanta belleza, para el cazador que busque el auténtico contacto con la naturaleza. El caso es que, de regreso, soñaba despierto con volver otro día a mi umbría preferida porque aquí parece que se está más cerca de Dios.
Mis principios en las cinegéticas lides, fueron los de un alimañero, las pieles de las alimañas eran un recurso más de la sierra que había que sacar, era una labor exigible a la guardería, lo de tener el coto libre de alimañas era sinónimo de elogio para el guarda, y en esa labor casi siempre le ayudaba algún familiar o persona de su confianza.
Había muchos bichos en la sierra entonces, muchos más que ahora, con todo lo que digan los entendidos del momento, quizás como excusa para echarle la culpa a algo de la notoria disminución de la caza menor.
Entonces no estaba prohibido el uso de las malas artes ni, por supuesto, sobre alguna especie determinada. Se podían capturar todas las especies, que entonces eran siete u ocho las que había, entre ellas, la nutria, la garduña, el tejón y el zorro carbonero, que se cotizaban más que las otras y no era difícil ver las nutrias en las orillas de los ríos y de las riberas retozando por las tardes.
Luego cuando llegaba la hora de vender había que regatear para que no te engañaran.
En esto de las pieles había mucho trapicheo, y muchos precios. Había que tener en cuenta la época que se había cogido el ejemplar, porque dependiendo de ello varia su valor. Las capturadas en invierno eran las más caras, porque tienen el pelaje más tupido. Las de lobo casi nunca se vendían Se dedicaban más que nada para los pies de la cama. Se mandaban a curtir a Constantina que las apañaban muy bien y terminaban siendo un regalo para algún compromiso.
El lobo de “El Puntal del Macho”, lo capturé en la vega del “Marín”, una pequeña vega que había en el lado de las Mesas del Bembézar, que no era mayor que un campo de tenis y que había unos almezos justamente donde el río tenía un rápido que sonaba mucho y hacía que se confundieran los demás ruidos, que siempre gusta identificar a cada uno para ir deduciendo a quien pertenecen.
Por eso no oí el ruido del cepo que llevaba el lobo enganchado, que al final se refugió en “El Puntal del Macho”, y dos días después los perros que tenía Baldomero con las cabras lo siguieron hasta la “Piedra de los Azores”, que está en el río Nevado, a unos cuatro kilómetros de donde lo apresara el cepo en la vega del Marín.
El cepo no era para lobos ni yo esperaba que allí cayera un lobo. Yo allí lo que esperaba capturar más bien era alguna nutria. Parece que el cepo le partió la pata en primer momento de caer y ya no pudo escupirlo, como ocurre con los ejemplares grandes cuando se trata de cepos que no tienen dientes. Este lobo no se pudo cobrar. Supuse por las huellas que dejó en la arena, que el cepo lo había cogido por una de las patas traseras, así se pudo defender de los perros y seguir por una pendiente impresionante, cortada por cortantes farallones de piedras.
Los cepos para lobos tenían una hilera de dientes grapeados por el interior de cada costilla de forma alterna, para que al cerrar quedaran entrelazados de forma que hacía imposible ser escupidos por ninguna pieza por grande que fuese. Los cepos para zorro y conejo no tenían dientes y eran más livianos de peso que los otros.
Los cepos se fabricaban y se reparaban en la antigua herrería de José Obrero de Hornachuelos, también se hacían en Don Benito, pero estos eran más que nada para conejos y eran más ligeros de peso. Había otros más pesados y peligrosos que no se dé donde eran ni quien los fabricaba.
Mi hermano Diego, tenía una gran destreza en el manejo de los cepos, y sabía perfectamente todo lo que había que hacer para que los lobos no se percataran en lo más mínimo del peligro que corrían si se acercaban por sus dominios.
En una ocasión le dio un premio la Sociedad de Labradores y Ganaderos de Córdoba, por ser el guarda que más lobo capturó con los cepos. Había cierto pique entre los guardas, cada uno tenía sus formas de actuar que guardaban celosamente, los solían poner en las veredas y collados donde los lobos arañaban el suelo (a lo que ellos le decían firmar). Por las noches se podían oír los aullidos desde la casa, en la zona por donde estaban puesto los cepos, sobre todo por las veredas que daban acceso a las manchas donde ellos solían tener sus encames
Entonces había pocas reses en los cotos y los guardas apretaban con los cepos sobre todo antes de montear por temor a que los lobos le chanteraran las manchas, cuando se fracasaba en las monterías se decía que había lobadas en el coto y que las reses se habían ido de allí.
Los guardas de los cotos estaban obligados a poner en sitios visibles unas tablillas que decían “peligro cepos” o simplemente “cepos”, para evitar males mayores, no obstante, se dieron casos de personas que pasaron la noche enganchadas en un cepo hasta por la mañana que llegara el guarda.
En aquellos tiempos se andaba mucho de noche. Las distancias eran muy largas para ir andando y casi nunca se llegaba con luz del día, y entonces sucedía lo peor por no poder ver las tablillas anunciadoras del peligro.
Muchas veces cabalgando por la sierra no dejábamos la carretera o carriles, aunque se diera más rodeo por temor a tener un percance con los cepos al tomar algún atajo. Los cepos estaban mucho tiempo puestos hasta que incluso nacía la hierba encima de ellos y se hacía casi imposible saber el sitio exacto donde estaban puestos, pero se daba la paradoja de que entonces era cuando mejor podía caer el lobo porque ya se había perdido todo tipo de contacto humano, que para los lobos es fundamental dada la desconfianza que tienen de todo.
Esto lo sabían perfectamente los guardas, y ellos no se acercaban para verlos, para no dejar ningún tipo de rastro ni olor, y los solían mirar desde lejos a veces incluso con los prismáticos para no acercarse, y a la vez asegurarse de que permanecía allí.
En el silencio de las noches sin luna, los lobos dejaban sentir sus aullidos como poniendo esa nota tenebrosa que me gustaba oír sobrecogido en la esquina de la casa cuando era un chaval. El lobo entre los campesinos siempre fue el protagonista y autor de algún estrago en el ganado, aunque a veces sin causar baja.
En la sierra no era muy difícil enganchar alguno que otro lobo con los cepos, pero eso no fue lo que terminó con ellos ni mucho menos.
Los venenos, pudieron ser el principal y único motivo por el cual se exterminarán los lobos en la sierra, a pesar de ser extremadamente peligroso, tanto para los animales que lo comían por temor al envenenamiento, como para las personas que lo manejaban.
Tampoco era tan preocupante como para que hubiese que pensar en el exterminio de los lobos para mejorar una especie que después llegaría a los límites que ha llegado, nadie podía pensar en que se podían tener encerradas dos y tres mil reses en un coto, para que luego por no sé qué razones, se sacrificaran a tiro limpio indiscriminadamente, a todo lo que entre al rifle o la escopeta.
Algo que tampoco se puede entender, es que esto lo hagan personas que se precian de ser aficionados a la caza mayor incluso dueños de cotos, y que permitan a otras personas, totalmente indocumentadas en el tema, que lo hagan, como si se tratará de una jornada de caza cualquiera, y regocijarse matando sin ningún tipo de control, por un personal no cualificado para llevar a cabo ese tipo de selección.
Creo yo que existen otras soluciones para hacer esta selección, lo que pasa es que esto se aprovecha como lances de montería. Pero tampoco creo yo que a ningún aficionado le deje buen sabor de boca eso de matar ciervas, por muy bien hechas que estén las cosas, pero esto es lo que alegan los que lo practican.
Esto de la caza siempre ha sido cosa de nobles y aristócratas, pero en estos tiempos actuales sobre todo en los últimos años, los cotos de caza mayor han crecido notablemente y esto ha permitido que una buena parte de aficionados a la caza menor se hayan visto participando en esta modalidad, engrosándola de tal forma, que hoy se puede decir que hay tantos aficionados de una modalidad como de otra. Lo que siempre fue una minoría hoy cuenta con miles de aficionados y todo es debido a la masiva cantidad de caza mayor y al mayor nivel de vida.
Debido a la notable disminución de la caza menor, hoy se puede uno encontrar con jabalí con la misma facilidad que lo hacía antes con un conejo. Los conejos entre la Mixomatosis y la enfermedad hemorrágica, VED, amén de la depredación, que siempre ha tenido este animal lo han disminuido alarmantemente. De seguir así, va a terminar siendo una especie protegida. Estos factores de mortalidad afectan más que nada en mayor medida a los conejos más jóvenes.
Lo que no he comprendido nunca de la caza es por qué todo lo que se mueve alrededor de la misma, desfigura a las personas, de tal forma que de la noche a la mañana dejan de ser amigos tuyos sin ningún motivo aparente que lo justifique. Esto parece ser que no ocurría en otros tiempos según yo he podido comprobar a lo largo de los años, cuando la camarería y el compañerismo son fundamentales en este bello y legendario oficio, o deporte como se le dice ahora, y digo ahora porque no era ningún deporte para mi abuelo, lo de tener que hacerlo a diario para ganarse las habichuelas.
Isidro Escote Gallego.
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