Apuntes de Diego “El Sereno”
Sexta parte
Las escopetas negras están ya en el olvido de todos. En estos tiempos se ha modernizado el modo de montear, y las armadas se colocan en coches, incluso en los más recónditos cotos de sierra morena. Se han practicado caminos para este fin a través de los cuales se colocan las escopetas, con un considerable ahorro de tiempo, quedando así suprimidas las caballerías tan características en la montería andaluza.
Así se pueden evitar chanteos y ruidos molestos para las reses; que tantas veces llevaron al fracaso en monterías de renombrada fama.
Hoy se puede llegar a todas partes en automóvil apropiado, lo que también resulta bueno para el acarreo de las reses cobradas, y así llega
n mucho antes a la junta de la carne, quedando un tanto desplazada la tradicional figura del arriero, aquellos hombres que saben cargar los venados en los burros como nadie, con las cuernas en todo lo alto y un lazo corredizo para soltarlos con facilidad en los momentos de aprieto, los burros perfectamente jaezados daba gusto verlos venir cargados por aquellas cuestas del río.
n mucho antes a la junta de la carne, quedando un tanto desplazada la tradicional figura del arriero, aquellos hombres que saben cargar los venados en los burros como nadie, con las cuernas en todo lo alto y un lazo corredizo para soltarlos con facilidad en los momentos de aprieto, los burros perfectamente jaezados daba gusto verlos venir cargados por aquellas cuestas del río.
Las escopetas negras eran por lo general, Guardas, Pastores y Rancheros de las inmediaciones, que eran avisados por aquellos días para participar en la montería, pero sin figurar en lista ni en sorteo
Las armas que usaban estos hombres eran escopetas de ante carga, con bolas redondas que dejaban caer por el cañón de la vieja escopeta, atacándolo después con estopa, o bien con el nudo de una cuerda, o unos tallos de jaras si no había otra cosa. A este hecho le decían un “nuo”.
Las balas se confeccionaban en un balero, y el crisol donde se fundía el plomo, casi siempre era un candil de los que servían para alumbrarse en las largas noches de invierno.
Luego se perfeccionaban las bolas golpeándolas con un martillo para que quedaran lo más esféricas posible. Otros los que tenían buena dentadura, hacían esta operación con la boca. Cada uno tenía su forma personal de hacer las cosas, y para cada uno la suya era siempre la mejor.
Estos hombres conocedores del terreno como nadie, sabían perfectamente su cometido, ocupaban pasos de huida en los barrancos y encrucijadas inaccesibles para los monteros, y como es de suponer casi siempre cobraban las mejores piezas de la jornada, cuyos trofeos, en la mayoría de los casos, eran adjudicados al noviazgo de alguna personalidad importante, de las muchas que suelen hacer acto de presencia en este tipo de cacerías desde tiempos inmemoriales.
En incontables ocasiones el noviazgo se hacía creer el autor de la muerte de la pieza, con una serie de datos y vagas teorías que terminaban por convencer al novel y falaz montero, el cual, plenamente convencido, comenzaba a dar saltos de alegría, sin saber lo que le esperaba por haber dado muerte a su primera res de Caza Mayor.
El noviazgo comenzaba en el campo con unas palmaditas en la cara, con las manos llenas de sangre, mientras que otros lo felicitaban cortésmente, en tanto que alguno por detrás le cortaba un poco de pelo con el cuchillo de monte, el hombre lo aceptaba todo con resignación, a la vez que se le iba agriando un poco el carácter.
La noticia del noviazgo como reguero de pólvora de unos a otros para ir haciendo planes sobre todas las fechorías que le aguardaban al profano cazador, mientras que el hombre, entre risas y chirigotas por el camino hacia la casa lo aceptaba todo, aunque se da cuenta de que algo se está cociendo a su alrededor.
Cuando se llegaba a la casa mientras que el novio tomaba una copa, entre las naturales felicitaciones de todos los que van llegando, otros se encargaban de preparar una mesa grande para poner encima el aparejo de un burro lo más sucio posible, un cubo con agua y una escoba, que habría de servir de campanilla para hacer guardar silencio a la concurrencia rociándoles agua a todos, y cuando todo estaba dispuesto hacían traer al reo maniatado y escoltado por los perreros, y lo sentaban en un banco de corcho al lado de la mesa.
Entre tanto los perreros no dejaban de pegar trabucazos, capaces de reventarles los tímpanos a cualquiera, al tiempo que se formalizaba un jurado constituido por los propios monteros, y así comenzaba la acusación y la defensa. En el viejo aparejo, abierto sobre la mesa, se leían toda las penalidades y delitos que había cometido, y que además de todas las calamidades por las que tenía que pasar, tendría que pagar una fuerte suma en metálico, después entraba la defensa con la rebaja y si eran buenas las deliberaciones, la cosa no pasaba de pagar unos cuantos miles de pesetas, para los guardas y perreros, que al fin y al cabo eran los principales protagonistas.
En el doctorado no se molestaba nadie. Todo se hacía en buena lid y al finalizar el improvisado juicio, se comentaban las incidencias del día. Cada uno lo hacía a su manera y al lado de la lumbre.
(Esto es una costumbre ancestral en la montería, sólo que difiere mucho de cómo se hace hoy, y es por lo que me he permitido comentarlo aquí, aunque sea a grandes rasgos.)
Los comentarios se hacían tan extensos que muchas veces llegaban hasta el amanecer, dando lugar a discusiones que eran llevadas al propio terreno donde había tenido lugar el lance el día anterior, para quedar completamente claro a quien pertenecía la pieza cobrada.
Otros quizás menos apasionados por el arte venatorio echaban una partida a cartas, sin importarles para nada el acaloramiento de los demás.
Entre tanto el casero, ajeno a todo aquello y navaja en mano, trazaba el nuestro de cada día, para las migas, que al amanecer serán servidas en medio del comedor, cucharada y paso atrás, menos el cocinero que permanece quieto sosteniendo con el hombro el mango de la enorme salten.
El aguardo a jabalíes es algo que emociona al más experto cazador, por practicarse en soledad y en los más recónditos lugares de nuestras sierras. El que voy a describir aquí tiene lugar en una tarde de agosto que sólo Dios y yo sabemos de qué año. El puesto preparado de antemano sobre unas piedras en forma de balcón, donde he puesto una especie de pantalla de jaras cuidadosamente tejidas a la altura de mi cabeza, y el asiento también fabricado con piedras separadas con una capa de monte para que no hagan ruido al moverme. Frente a mi tengo un pequeño raso donde nace una fuente casi agotada y se inicia el arroyo que se pierde a un centenar de metros en una curva poco pronunciada. A la derecha cae una aguada que desemboca en la misma fuente, separando un cerrote con un jaral impresionante. A la izquierda caen tres aguadas también muy poco pronunciadas, formando tres lomas muy suaves. Por esta zona se visan unos claros a unos trescientos metros del puesto, lo suficientes grandes como para verse el lomo de un jabato.
La arboleda en este lugar es escasa, un álamo medio seco y unos alcornoques a mi derecha componen todo el entorno arbóreo de este inhóspito paraje.
A la hora de hacer el puesto, he tenido en cuenta muchos factores. Darle una buena orientación, en sitio que domine bien la fuente y el veredón medio metido en polvo que desemboca en la misma, y sobre todo en sitio alto y despejado donde corte bien el viento; enemigo número uno de este tipo de cacería.
El sol en esta época del año es bondadoso. Las siete y veinte de la tarde eran cuando llegué al puesto, y todavía el sol pega fuerte Procuro no hacer ni el más leve ruido, porque según mis cálculos los jabatos tienen sus encames a corta distancia de la fuente, y no me gustaría que se percataran de mi presencia, y menos por tratarse de jabalíes a los que tanto me gusta sorprender.
Me acomodo lo mejor que puedo, porque pienso que la espera será larga. Los jabatos antes de bajar a la fuente tomaran sus precauciones, que casi siempre suelen ser lentas, sobre todo para el que está esperando.
Los conejos son los primeros protagonistas de la tarde. Justamente en el pequeño raso que tengo delante, de vez en cuando echan una carrera uno detrás de otro para quedar más o menos en el mismo sitio, sin atreverse todavía a llegar a la fuente.
Esto sirve de tranquilidad, cuando se está de aguardo, porque es señal evidente de que el viento está favorable, el humo de mi cigarrillo coincide con esta teoría, corroborando la gran contingencia que supone una bocanada en contra, al menor soplo de viento, pues en estas condiciones, los conejos darían el clásico taconazo, a todos sus congéneres y a cualquier animal que lo pueda oír, con lo que tendría que dar por finalizada la espera, y así verse todas mis ilusiones.
Mi abuelo nunca fumó, pero solía llevar un yesquero al que le daba un pescozón de cuando en cuando, para asegurarse de la dirección del viento, yo también lo llevo para estas ocasiones, aunque solo lo uso cuando estoy saturado de fumar.
Los estorninos hacen acto de presencia, sin duda para esperar su turno en el pequeño abrevadero desde las altas y resecas ramas del viejo álamo, remedan mil cantos burlones quizás para amenizar el silencio de la calurosa tarde estival, poniendo esa bubónica nota que Dios enseñó a todas las criaturas de nuestra fauna. A pesar de estar bien tapado ellos desde lo alto me han localizado, dan una especie de chirrido y se marchan, no son más de cuatro o cinco.
A mi izquierda comienza a sentirse un ruidillo de hojas secas, y enseguida aparece un zorro. La cola a media altura, se para un momento para mirar hacia atrás y continua su trotecillo con la boca entreabierta por el calor de la tarde. Se para de nuevo y levanta la cabeza como si olfateara algo. En ese momento llegan de nuevo los estorninos y se posan en el mismo sitio, miran de soslayo hacia el puesto desconfiados y como de reojo, se aseguran estirando el cuello de que permanezco allí y se marchan de nuevo sin emitir ningún sonido.
Al zorro parece que todo esto no le preocupa en absoluto y comienza a bajar muy despacio y por fin llega hasta el agua. Bebe durante unos segundos, levanta la cabeza y empieza a andar lentamente cuesta arriba como si estuviese cansado, hasta que desaparece.
El sol está ya ene. Ocaso, y los mosquitos son ahora mi mayor preocupación. Me preveo de una ramita de brezo y comienzo a moverla lentamente para no hacer movimientos bruscos y evitar que me ataquen en la cara y en las manos. Me bajo las mangas de la camisa de color garbanzo, que me regaló un amigo que hizo su compromiso militar por tierras africanas en un tabor de Regulares según me contó. Perfectamente mimetizada con los colores del campo por estas fechas del año, pero el grosor de su tejido no impide para nada al aguijón de los mosquitos. Trato de embeberme dentro de ella para que no les sea posible llegar a la piel, pero siempre encuentran algún pliegue por donde conectar con el cuerpo.
La noche cae lentamente, los rasos que divisaba a lo lejos se van haciendo cada vez más tenues, y los conejos los he perdido de vista. Ahora tendré que afinar más el oído que es el único órgano del que puedo confiar para poder seguir en mi sito, y estar seguro de que todo sigue bien. El taconazo de los conejos llegaría a mis oídos tan pronto como sospecharan el menor peligro.
La esfera del reloj comienza a dibujarse como si fuera una ruleta mágica, cuando son las nueve y veinte de la noche el silencio se hace cada vez más denso. Todos los pajarillos que, durante la tarde han estado dando con su canto el último adiós al día, ahora han enmudecido para cobijarse fuera del alcance de los posibles depredadores, y así esperar el nuevo día.
Los mosquitos se han retirado a consecuencia de una leve brisilla que se ha levantado, y aprovecho para tomarme un caramelo mentolado, que siempre cae bien para evitar el mal gusto de boca que se pone cuando se espera a alguien que no ha dado palabra de venir, (como decía siempre mi abuelo en estos casos) y, además, para perder un poco el deseo de fumar. Ahora no sé por dónde anda el viento, ni puedo fumar, ni encender el mal oliente mechero, bastaría un pescozón para echarlo todo a perder.
Unas ciervas pasan a pocos metros de la fuente, pero éstas no tienen intención de beber. Van cuatro o seis muy despacito una tras otra. Delante va la más vieja como siempre, posiblemente la madre y la abuela de todas. Hacen tan poco ruido que sólo se les oye el leve crujido de los músculos cuando doblan las manos delanteras. Son como sombras fantasmagóricas que se van perdiendo en la oscuridad de la noche. Yo permanezco inmóvil casi sin respirar, mientras dura la improvisada procesión.
Temo que alguna se percate de mi presencia porque eso sería fatal. Darían un ladrido para poner en guardia a todas las reses en área de varios kilómetros, posiblemente cuando los jabalíes se encuentren ya camino de la fuente, pero me consuela ver como todo ha pasado sin más consecuencia, y el corazón vuelve a su ritmo normal a la vez que se va haciendo imperceptible el sonido de las canillas, tan familiar para mí a lo largo de toda una vida estrechamente ligada a estos animales.
Los claros siguen siendo cada vez más pequeños y más difícil su identificación. La luna tardará todavía veinte minutos en aparecer por la alta cumbre que tengo a mi izquierda. Consulto de nuevo el reloj, que ya está perfectamente iluminado. Son las diez y diez, el sentadero, mitad piedra mitad monte, se hace cada vez más duro, intento inútilmente estirar las piernas, están dormidas.
Comienzo a sentir ese clásico hormigueo que se siente cuando se permanece inmóvil y sin cambiar de posición. Siento grandes deseos de ponerme de pie, pero temo que pueda hacer algún ruido, está todo seco, y el silencio es tan grande que solo partirse una hoja, se oiría a centenares de metros, por lo que decido darme un masaje, y al cabo de unos minutos empiezo a notar que todo está normal.
A lo lejos y de cuando en cuando, se empieza a sentir un ruido tan leve que me hace desconfiar de mi aparato auditivo. Escucho con gran atención, pero el ruido solo llega a veces y tan lejano que no me permite asegurar nada.
Los mosquitos vuelven a atacar empecinadamente. Están hambrientos. Me han picado en la cara y en la espalda, la picazón es tan grande que no paro de rascarme.
Ahora el ruido llega hasta mí con mayor claridad. Es un raspajeo entre el monte que tengo a mi derecha. Conozco perfectamente el lugar y sé que hay un jaral muy fuerte hasta llegar al agua, por el que tendrán que pasar los jabatos, y harán el suficiente ruido como para ser detectados por mí, por mucho cuidado que tengan al cruzar por el monte hacia el agua.
El ruido llega ahora con más nitidez, ya puedo precisar mejor su procedencia y asegurar que están cerca. La emoción es cada vez más tensa, y el corazón late cada vez más fuerte. Trato de darme animo a mí mismo sin conseguirlo, hasta el punto de hacerme desconfiar de mi acusada paciencia en estos casos.
La tardanza de la luna me empieza a preocupar, me hace pensar en malos presagios. No me agradaría que el esperado lance tenga lugar a oscuras. En estos lances de ocasión hay que tomar toda clase de medidas para no marrar el primer disparo, que es siempre el que más posibilidades tienes de acertar. A pesar de tener la escopeta semiautomática, yo no confío en los demás disparos, sé bien que el primero romperá el silenció de la noche y los jabatos saldrían dispersos en todas direcciones desbandada confusión. En estas condiciones es fácil marrar una pieza en las penumbras de la noche.
Poco a poco el silencio se está apoderando del ambiente nocturno. Van trascurriendo los minutos, y se confunden los leves rumores procedentes de varios sitios a la vez. La luna ya asomó y se dejan ver sus resplandores a través de las copas de los árboles que tengo enfrente, es todo un espectáculo indescriptible por el solemne silencio en que se desenvuelve tan campestre belleza.
Nada de todo esto me asegura un pronóstico fiable. El resplandor de la luna parece que lo ha cambiado todo, y los jabatos se han echado otras cuentas muy distintas a las mías. El silencio se acentúa cada vez más. Se han marchado hasta los mosquitos.
Hago una consulta al reloj, y son las doce cuarenta de la madrugada, parece que el tiempo ha pasado a pesar de todo, lo he pasado distraído desde las diez y diez que consulté el reloj por última vez.
No cabe duda de que los marranos han tomado otra dirección distinta, y yo me he quedado, según el dicho popular compuesto y sin novia.
Yo sé de antemano que, en este tipo de aguardo, el éxito está por regla general, al anochecer o al amanecer, casi nunca de las doce en adelante.
Así que como no tengo prisa, volveré y volveré, hasta que suene la flauta, y será tema de otro capítulo en el que espero dejar mejor sabor de boca a los que tengan la paciencia de leerme.
Isidro Escote Gallego.
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