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sábado, 27 de abril de 2024

Historia de la historia 3

Un magnífico arquero de Guadalcanal y persona cabal

    Lo primero que me viene a la memoria al evocar aquella dolorosa guerra es el número incontable de los compañeros muertos o desaparecidos en combate, cuyos nombres recitábamos como una letanía todas las tardes al toque de oración para que Dios tuviera piedad de sus almas y la fama esparciera sus nombres sobre la faz de la tierra, para que su recuerdo alimentara nuestro coraje y no olvidáramos la deuda con ellos contraída, porque habían muerto para que nosotros pudiéramos poner término a la jornada y conquistar aquel reino.
    No gustaba a los capitanes, particularmente al capitán general, que recitáramos aquella letanía, porque temían que la evocación de los muertos nos lastrase el ánimo. Pero los soldados nos empeñábamos en ello y no había fuerza de capitanes que nos hiciera desistir.
    Ya sabe vuesa merced, porque lo habrá escuchado o se lo habrá dicho fray Bernardino, que me llamo Juan Vázquez de Zúñiga, soy hijodalgo de Jerez de los Caballeros, Bachiller por Salamanca y conquistador del Anáhuac. He matado a miles de “indios”, he amado a algunas “indias” y perdido a mis mejores amigos en las puentes de Tenochtitlan y la guerra del Anáhuac: Al Piloto y Candela perdí entonces, a Remedios y Pantaleón.
    El Piloto fue mi mejor amigo, mi hermano y mi padre. Era de Sevilla, se llamaba Francisco Sánchez Bermejo, pero le decían Francisco de Triana, porque era de este arrabal de marineros. Navegó con el Almirante, descubrió el Nuevo Mundo y murió en las puentes de Tenochtitlan, en las puentes de la calzada de Tlacopan, junto a otros cientos de compañeros, junto a miles de tlaxcaltecas y mexicas, en una noche de lluvia. Aquella noche también murieron Remedios, mi naboría, que era de Cempoallan y me enseñó el arte amatoria, y Candela, que tenía luminarias en los ojos y música en la voz, y Pantaleón, que era el mejor médico y cirujano que he conocido y siempre me sirvió fielmente, y Alonso Almesta, de Olivares, que decíamos el Adelantado y extendió la mano cuando se lo llevaban, pero no pude llegar a él, y Pedro Tostado, el Viejo, que decía cómo el fornicar mucho y bien es la mayor y única fortuna que pueden tener los mozos pobres, y Antonio Vargas, de Sevilla, que en Cempoallan bailó con María Estrada, la única mujer de Castilla que teníamos, y armaron un alboroto, y Alonso de Guadalcanal, que era cazador y parecía el divino Odiseo cuando tensaba el arco, y Gabriel Ortiz, el músico, que lo acompañó a la vihuela cuando cantó en el palacio de Axayácalt, y Alonso Hernández, un buen ballestero que siempre competía con el de Guadalcanal, pero nunca le ganaba. Todos murieron en las puentes mientras llovía y sonaban las trompas y gritos de guerra de los mexicas...
    Perdóneme vuesa merced, me he confundido, que el de Guadalcanal y toda su compañía murió en los patios de Axayácatl, sitiados cuando se vieron cortados y hubieron de retroceder... ¡Oh, Dios misericordioso! Tenían los mexicas la costumbre de sacrificar a sus dioses los prisioneros enemigos y a los mejores de éstos ponían adobados como trofeo en el altar del Huitzilipochli. Así pude ver varios cueros de caballos muy bien curtidos, que los tenían por animales fabulosos, y los rostros de algunos soldados, entre los cuales estaba el de Alonso Guadalcanal, que bien lo reconocí por los rizos de la guedeja y el rostro afeitado, que decía nuestro pintor Ribera cómo se parecía al David que Miguel Ángel había puesto en la plaza mayor de Florencia, según una estampa que tenía su maestro. ¡Virgen Santísima! Lo miré con cuidado y era su rostro, la nariz aguileña y labios delgados. Me puse malísimo. No sé lo que sentí, como si el mundo me aplastase o me tragase el infierno. Un sudor frío me subió por la espalda, me mareé y tuve que sentarme un rato en el suelo, luego tomé una tea encendida y prendí fuego a todos aquellos tristes despojos. ¡Tan magnífico arquero y persona cabal! Entonces noté que un sacerdote, aquellos sacerdotes engreñados, sucios y malolientes, me contemplaba en silencio y sin pensarlo, lleno de furia, me fui a él y lo degollé. No hizo nada por evitarlo y se derrumbó como un saco vacío, mientras su negra sangre se derramaba por las losas de piedra. ¿Cómo se puede entender la misericordia divina? ¿Dónde estaba el Dios de la misericordia?
Oh, perdóneme vuesa merced...
    Sesenta años hace ahora de todo eso, que son ya ochenta los que tengo. Ochenta años he cumplido y comienzo a escribir o dictar esta relación de la conquista y destrucción de Tenochtitlan por consejo y encargo de mi amigo fray Bernardino de Sahagún, de la Venerable Orden Tercera del Seráfico San Francisco, estudioso de las cosas y cultura de los antiguos mexicas.
    No sé si podré llevar este empeño a buen término, que ya soy demasiado viejo, ochenta años son muchos años para tanto empeño, tal vez sea alguno más y la cabeza se me pierde. En ocasiones la cabeza se me va y me olvido de dónde estoy y qué hago. Por eso ya no salgo, como solía, solo por estos bosques y sierras, que me sucedió un día que anduve extraviado, errante y sin tino por estas quebradas y barrancas. Pero quiso Dios enviarme unos “indios” buenos que me trajeron a casa, que, si no, en el monte habría tenido que pasar la noche con peligro del frío y las fieras. Sin embargo, para las cosas antiguas tengo buena memoria y me precio de acordarme bien de todos los hechos sucedidos en aquella jornada y aún de los nombres de los más de los compañeros, porque, como yo era muy mozo entonces, todo lo guardaba en la memoria o apuntaba en este cuadernillo, no ahora que todo se me escapa.
    Como digo, acabo de cumplir ochenta años. Fíjese vuesa merced que tengo la misma edad que nuestro hermano fray Bernardino, que nací a catorce días andados del mes de enero de 1499, en Jerez de los Caballeros, como el bueno de Miguel Lezcano, que tan bravamente peleaba con un montante y por eso llamábamos Galaor, aunque la cabeza se me pierde a veces, mientras él la mantiene aún fresca como si tuviera la mitad de años y tengo para mí que me sobrevivirá muchos más, porque, si no fuera por el amor y cuidado de mi ahijado Francisco, no me sabría valer y acaso ya me habría recogido Dios, que seguramente sería lo mejor, porque no sé qué hago ya en este mundo, si no es contemplar la muerte y ruina lamentable de todo lo que aquí vivió y alentó en otro tiempo. Pero Francisco me quiere y cuida, como es obligado que los hijos cuiden a sus padres, aunque Francisco no es mi hijo, sino mi nieto, que hijos ya no tengo. Tengo nietos, dos nietos legítimos tengo, Gonzalo y Juan, varios biznietos y algunos tataranietos, pero éstos, los nietos legítimos, antes querrían verme muerto que no vivo por mor de la herencia.
    Francisco es nieto de una mujer de Cempoallan, que me dejó mi señor don Alonso Hernández de Portocarrero cuando se fue a España por procurador nuestro. Era hija de un cacique y tan hermosa era que no parecía “india”, gitana o morisca parecía, que no “india”. Cuando se bautizó, se le puso por nombre Francisca y tuve once hijos de ella, que tanto me amó y así me dio buenos hijos, que no mi mujer, que sólo uno me dio, porque era estrecha y beata, y no entendía las necesidades que tenemos los hombres, mayormente si hemos sido soldados y hemos estado en grandes peligros, con la muerte al ojo, como yo lo estuve.
    Pero dejémoslo, que esto no hace a nuestra historia, y digamos sólo cómo merced a los cuidados de este nieto, Francisco, hoy puedo estar aquí relatando todo lo que vieron mis ojos en los días de la conquista, según me lo pide fray Bernardino de Sahagún.
    Fray Bernardino me lo había pedido ya desde muy antiguo, desde el tiempo en que fuera maestro en el colegio de Santa Cruz de Tlatelolco me lo tenía pedido y luego más tarde, cuando comenzó la investigación de las cosas de estos pueblos, que muchos no aprueban que fray Bernardino ande estudiando las idolatrías de los mexicas, vuesa merced bien lo sabe. Son muchos los que desconfían y temen sus pesquisas, y el Santo Oficio tiene prohibido que se publiquen libros en náhuatl, que es la lengua natural de esta nación, por lo que nuestro hermano se ha visto en la necesidad de traducir su obra al castellano. Pero ni aun en castellano quiere el Santo Oficio que se impriman los textos sagrados de los mexicas y le quitaron sus papeles, le apartaron sus secretarios y no lo dejaron trabajar, que aquello fue una grandísima amargura para nuestro hermano, porque lo acusan de difundir las idolatrías y maldades de los mexicas, de lo que él se defiende argumentando que de igual modo que el médico conoce el cuerpo y la enfermedad para curarla, así el predicador y el misionero deben conocer los vicios de la república para enderezar contra ellos su doctrina. Pero es en vano, que tengo para mí que las razones del Rey y el Santo Oficio son de otra índole que las de fray Bernardino y nunca alcanzarán un acuerdo. El Santo Oficio y el Rey pretenden el poder y dominio de los pueblos, en tanto que fray Bernardino sólo busca la salvación de las almas. Ahora que soy viejo puedo decirlo claramente, que ya nada me importa lo que hagan con mi cuerpo y nada pueden con mi alma.
    Fray Bernardino desde siempre ha escuchado con atención a los ancianos que le contaban cosas de los antiguos mexicas, que son los señores que había en el valle del Anáhuac cuando los españoles llegamos, y luego todo lo escribía muy menudo y prolijo en papelones de corteza de amate, que son doce libros los que tiene escritos en cuatro grandes volúmenes con dibujos bellísimos, esos dibujos que tanto admiraban a nuestro pintor Antonio Ribera, que era de Marchena, e influyeron tanto en su pintura. ¡El Ribera era un artista! Puede apreciarlo en el retrato que me hizo, que está en la antesala.
    Pero no sé por qué me entretengo en pláticas de cosas que vuesa merced conoce tan bien o mejor que yo. Digo, pues, que hace mucho tiempo que me pidió que escribiera mis recuerdos de la guerra del Anáhuac y sólo ahora me ha persuadido, o por mejor decir, sólo ahora me decido a hacerlo, porque convencido ya lo estaba, que debe ser porque ya siento el hálito de la muerte junto a mí y sé que mis días están contados. Me dijo que Dios Nuestro Señor me ha conservado la vida para que escriba los acontecimientos que tuvieron lugar durante la guerra del Anáhuac.
    —Dios ha elegido a vuesa merced para recuperar la memoria de lo que aquí pasó— me dijo Fray Bernardino.
    Y yo le dije:
    –Pero si ya otros lo han escrito con excelente pluma —le repliqué—. Nadie puede escribir nada mejor de lo que Bernal Díaz del Castillo ha escrito. ¿Qué podría yo añadir de nuevo que no lo hayan dicho el propio Castillo, Hernando Cortés o López de Gómara?
    —Todo— me contestó fray Bernardino.
    La verdad de las cosas tiene tantas caras como testigos hay de ellas y todas son gratas a los ojos de Dios, aunque a veces nosotros no podamos comprenderlo. En cada corazón alienta una parte de la verdad de Dios, cada criatura es única a la mirada de Dios, y, así como los mexicas vieron y supieron cosas que pasaron entre ellos durante la guerra, las cuales ignoraron los españoles, así también cada soldado sin duda supo, vio y entendió hechos y razones que no alcanzaron o callaron otros soldados y capitanes. Aparte de que vuestra merced sabe perfectamente cómo Díaz del Castillo escribió su historia porque no estaba de acuerdo con la versión del padre López de Gómara, que escribía al dictado de Cortés, ni por supuesto con la del propio capitán general que negaba la honra y prez a sus capitanes y soldados.
    Esto me dijo. Pero yo aún insistí:
    –Tiene vuesa merced entre sus hermanos algunos buenos frailes, que también fueron conquistadores, como Sindos de Portillo y Francisco de Medina, que sin duda escribirán una estupenda crónica según vuesa merced quiere--.
    Sonrió fray Bernardino y dijo:
    –Precisamente son ellos quienes me han aconsejado que encargue este trabajo a vuesa merced, que ellos no tienen tantas letras y además saben que vuesa merced llevaba un minucioso diario con todo lo que acontecía--.
    Aquello me desarmó. Se me ocurrió visitar a Sindos Portillo.
    ¿Cómo se te ocurre meterme en este embrollo? –le dije–. Yo no sé escribir.
    ¡Qué tonterías dices! –sonrió–. Nadie mejor que tú para mostrar la trama y urdimbre del hermoso tapiz tejido por nuestro capitán general, que es justamente lo que fray Bernardino pretende. Piénsalo, reúne tus apuntes, que yo sé que los tienes, y haz lo que te pide nuestro hermano.
    La trama y urdimbre... –reflexioné–. Ésa tan sólo la pueden conocer los guerreros mexicas que estuvieron en aquella guerra. Ya me habría gustado a mí conocer a un chollolteca o mexicano que me las contara...

Segundo capítulo de la novela inédita sobre la Conquista de México, del profesor Aurelio Mena Hormedo

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