Una boda Real en Sevilla
El itinerario hasta Sevilla fue Badajoz, Talavera la Real, Almendralejo, Llerena, Guadalcanal, Cazalla, El Pedroso, Cantillana y San Jerónimo.
Según el cronista Alonso de Santa
Cruz, «por causa de ir a visitar el Reino
de Andalucía», determinó Carlos V hacer su casamiento con Isabel de
Portugal en la ciudad de Sevilla, que por 1526 vivía un período de apogeo
gracias a su importancia en el comercio de Indias. Hizo su entrada la infanta
portuguesa en Sevilla el 3 de marzo de 1526 y el emperador una semana más
tarde. Pasada la medianoche del 10 al 11 se celebró una pequeña ceremonia en el
Alcázar, hora y lugar desacostumbrados para un enlace real.
Esta boda con su prima, que con 23
años estaba en condiciones de darle un heredero, permitía conciliar sus
necesidades económicas como Habsburgo con los deseos de las Cortes castellanas
de 1525, que la habían señalado como candidata. Además, continuaba la política
de los Reyes Católicos de alianzas matrimoniales con la dinastía Avís
portuguesa. Desde su nacimiento, Carlos había estado prometido a una u otra
princesa, incluso a la que habría de ser su nuera, María Tudor, hija de Enrique
VIII y Catalina de Aragón. Para dar por terminado este compromiso solicitó
Carlos V parte de la dote para la guerra con Francia:«El Rey de Inglaterra V.
A. sabe y conoce como no dará un real», escribía el 7 de mayo de 1525 Martín de
Salinas. A su fama de galán ha contribuido el renombre de sus dos hijos
bastardos: la madre de Alejandro Farnesio, Margarita de Austria, de la relación
con la noble flamenca Margarita van Gest, y don Juan de Austria, de sus
relaciones con Bárbara de Blomberg.
La ceremonia de esponsales por poderes se realizó dos veces, en el
palacio portugués de Almeirim, porque después de celebrada la primera el día de
Todos los Santos, el 1 de noviembre de 1525, se entendió que la dispensa de
parentesco no era suficiente y hubo que solicitar una segunda dispensa a Roma;
se repitió la boda el 20 de enero de 1526. El embajador y procurador Carlos
Popet, señor de Laxao, fue el encargado de recibir a la infanta en nombre del
emperador, que se desposó con Isabel el 23 de octubre de 1525 en la persona de
Azevedo Coutinho.
Grandes señores marcharon a recibir a
la emperatriz: desde Toledo, el duque de Calabria; desde Sevilla, el hermano
del duque de Medina-Sidonia. Partió Isabel de Almeirim a fines de enero de 1526
acompañada de un brillante séquito, encabezado por Juan III, hasta Chamusca.
Sus hermanos Luis y Fernando viajaron con ella hasta la frontera; el marqués de
Villarreal, hasta Sevilla. El miércoles 7 de febrero se realizó la entrega entre
Elvas y Badajoz, en la misma frontera. El
itinerario hasta Sevilla fue Badajoz, Talavera la Real, Almendralejo, Llerena,
Guadalcanal, Cazalla, El Pedroso, Cantillana y San Jerónimo.
Casi todos los testimonios coinciden
en el rico recibimiento que preparó la ciudad de Sevilla; algo más suntuoso el
del emperador, aunque el coste del palio de Isabel, de plata, oro, piedras
preciosas y perlas, no bajó de 3.000 ducados. Cuenta Fernández de Oviedo que
salieron a recibir a la emperatriz todos los oficios, cabalgando porque por las
lluvias de aquellos días había mucho lodo. Los dos Cabildos, el eclesiástico y
el secular, se apearon en San Lázaro y le besaron la mano en la litera donde
venía. En la puerta de Macarena salió Isabel de la litera y subió en una hacanea
blanca muy ricamente aderezada. Allí la tomaron debajo de un rico palio de
brocado, con las armas imperiales y las suyas bordadas en medio. Iba entre el
duque de Calabria y el arzobispo de Toledo. Había junto a la puerta un arco
triunfal muy grande y muy bien obrado y desde allí hasta las gradas de la
Catedral siete más. Porque en los recibimientos reales del XVI el espacio real
desaparece, se redefine. La arquitectura efímera, la música, las campanas, los
faraones y las antorchas, los tapices, los vestidos, las joyas, la juncia, el
junco o el romero, el pueblo en las calles, todo contribuye a crear un espacio
festivo y un tiempo diferente del habitual al interrumpir la vida cotidiana. La
vista y el oído tienen gran importancia en la fiesta, pero también el olfato;
así, en el séptimo arco que atravesaron Isabel y Carlos, gradas de la Catedral
siete más. Porque en los recibimientos reales del XVI el espacio real
desaparece, se redefine. La arquitectura efímera, la música, las campanas, los
faraones y las antorchas, los tapices, los vestidos, las joyas, la juncia, el
junco o el romero, el pueblo en las calles, todo contribuye a crear un espacio
festivo y un tiempo diferente del habitual al interrumpir la vida cotidiana. La
vista y el oído tienen gran importancia en la fiesta, pero también el olfato;
así, en el séptimo arco que atravesaron Isabel y Carlos, el de la Gloria, a los
pies de la Fama, dos grandes braseros –que muy bien pudieron ser
reales–exhalaban perfumes.
La entrada real es una manifestación
más del discurso monárquico, del «teatro
de las instituciones», pleno de imágenes, conceptos, palabras, música,
color... En las entradas reales, con sus programas iconográficos, se da forma
plástica y sensorial a lo ideológico, a lo simbólico, y a ello contribuyen los
arcos triunfales, decorados efímeros, perecederos habitualmente, que
disfrazaban y ocultaban la arquitectura fija. Estos arcos, que tenían como
referente los erigidos en Roma en honor de los vencedores, enmarcaban con
emblemas y otros elementos el paso del homenajeado, e incluso a veces se
utilizaron para escenificaciones. Las artes, arquitectura, pintura, escultura,
música, poesía, prosa, se aglutinaban en la fiesta. Los arcos se llenaban de
emblemas –texto, en castellano o latín, con imagen, poesía figural o «poesía
mural», según la denomina Simón Díaz– como medio de visualizar conceptos.
Conocemos el nombre de las personas que concibieron el programa del
recibimiento regio de 1526. Los canónigos del Capítulo nombraron a Francisco de
Peñalosa, poeta y músico, que por haber residido largos años en Roma estaba
familiarizado con la cultura humanística; a Luis de la Puerta y Antolínez,
licenciado y provisor del Arzobispado, con inquietudes intelectuales tales que
dotó de veinte becas a la Universidad de Salamanca, y a Pedro Pinelo, de la
famosa familia genovesa afincada en Sevilla. El Ayuntamiento designó a Pedro de
Coronado, escribano de Sus Majestades y su notario público.
Entre los elementos estáticos del
aparato ceremonial que preparó Sevilla para recibir a Sus Majestades destacan
siete arcos triunfales –simbolizaban las virtudes que debe poseer un soberano:
Prudencia, Fortaleza, Clemencia, Paz, Justicia, Fe; el último era el dedicado a
la Gloria– «de grandísima costa y arte, repartidos en los lugares más públicos»
como son la Puerta de la Macarena, Santa Marina, San Marcos, Santa Catalina,
San Isidoro, San Salvador y las gradas de la Catedral. Dice Sandoval que el
séptimo estaba hecho «con tanto primor, que admiraba»; informa así el cronista
de las costumbres perceptivas del público. Varias relaciones han dejado
testimonio detallado de estos arcos, aunque unos están descritos con más
profusión que otros y conforme avanzamos en la lectura de los documentos más
extensos, los datos que nos ofrecen disminuyen. No ha quedado ningún testimonio
gráfico que muestre la forma de asociarse texto, imagen y arquitectura efímera,
lo que hubiera sido interesante porque se sabe que el excelente pintor Alejo
Fernández participó en los arcos de 1526.
Para la ocasión, las calles se
llenaron de gente; Sevilla hizo venir a personas de todas sus villas y lugares.
La entrada real, fasto que se define por la confluencia ciudad-corte, tiene en
la exhibición uno de sus ingredientes fundamentales. La fiesta cortesana es un todo
teatral cuyos elementos se conjugan en una visión idealizante; la sociedad
lujosa y exhibicionista se entiende como sociedad ideal. Por eso la fiesta
necesita espectadores que llenen el espacio público y participen con su
presencia y sus gritos de exaltación –el
pueblo mira y admira–. Se disponía la ciudad a modo de gran teatro urbano
con los elementos que componen la teatralidad cortesana: la música, el
engalanamiento de las calles con tapices, faraones y antorchas y el
engalanamiento de los cuerpos con el vestido, tal como lo analizo en mi libro ”Fastos de una boda real en la Sevilla del
Quinientos. Estudio y documentos” (Universidad
de Sevilla, 1998). El vestido es la diferencia de clase y la exhibición de
poder, el vestido clasifica el calendario, especializa las fiestas. Iba la
emperatriz de raso blanco forrado en muy rica tela de oro y el raso
acuchillado, con una gorra de raso blanco con muchas piedras y perlas de gran
valor y una pluma blanca en ella; sus joyas eran tantas, que valían un tesoro. Por
las adornadas calles sevillanas acompañaban a la emperatriz el arzobispo de
Toledo, el duque de Calabria, el marqués de Villarreal, el obispo de Palencia,
muchos señores de título como el duque de Béjar y gran número de caballeros y
prelados de Castilla y Portugal, reproduciendo la comitiva, en pequeña escala,
la sociedad: el rey o la reina, bajo palio, asistidos por principales
funcionarios de Estado, la nobleza, la pequeña aristocracia, varios
representantes del clero y, del tercer Estado, oficiales públicos y los
gremios. Dominando el espacio festivo, los símbolos de la Monarquía.
En las gradas de la Catedral la
esperaba solemnemente el Cabildo de la iglesia con todo el clero y cruces de
las iglesias de la ciudad. Los señores de la Iglesia habían hecho en la Puerta
del Perdón un arco muy suntuoso con un cielo en medio en el que ángeles y un
corro de mozos de coro en figura de las virtudes, cada uno con su insignia,
cantaban con suave melodía. Todos recibieron a Isabel primero y a Carlos días
más tarde y los acompañaron con dulces cantos al interior de la Catedral o, lo
que es lo mismo, al cielo. Isabel oró en el altar mayor en un rico sitial;
después salió por otra.
Estas ceremonias de recepción tenían
un gran valor propagandístico, eran parte fundamental del teatro del Poder. Los
recibimientos seguían tan fielmente lo establecido, plasmando visualmente un
código, que no pueden dejar de ser estudiados desde el punto de vista de la
teatralidad. De hecho, la descripción que las relaciones o documentos hacen de
la entrada de Isabel en Badajoz y Sevilla, de Carlos V en esta ciudad y de las
entradas conjuntas en Ecija, Córdoba y Granada presentan un gran parecido
formal: recibimiento civil, con el encuentro de las comitivas, el discurso de
bienvenida, la confirmación de los privilegios y la entrega de llaves; desfile
procesional; recibimiento religioso, con el encuentro de la comitiva real y el
Cabildo, el juramento de guardar las inmunidades de la Santa Iglesia y la
visita a la iglesia y oración; cortejo hasta el alojamiento. El 10 de marzo,
con gran retraso respecto a los planes iniciales, que hablaban de fines de
noviembre, llegaría Carlos V desde Illescas, donde había ratificado el Tratado
de Madrid con Francisco I. El emperador hizo su entrada solemne acompañado,
entre grandes hombres, por el cardenal Salviatis, legado del Santo Padre. Iba
Carlos en cuerpo, vestido con un sayo de terciopelo con tiras de brocado por
todas partes, con una vara de olivo en la mano y en un caballo blanco con
algunas manchas negras. Lo esperaban representantes de los distintos
estamentos, que ofrecían entre todos un espectáculo de intenso colorido: ropas
rozagantes de raso carmesí y gorras de terciopelo, con muy ricas medallas
puestas en ellas y con grandes y riquísimas cadenas de oro de diversas y
artificiosas hechuras, varas, con los cabos teñidos, libreas de grana, sayones
de terciopelo, capuces y caperuzas amarillas...
Las fiestas de la boda se prometían
grandiosas pero finalmente se celebraron con pocos gastos; se dijo que por la
Cuaresma y por el luto por la reina de Dinamarca, hermana del emperador. Los
festejos se suspendieron durante la Semana Santa. Desde Pascua comenzaron
justas, torneos, cañas y toros. En el XVI, torneos y las justas eran los
festejos preferidos por los nobles. Aunque menos interesantes para el público
que los medievales, pues apenas conservaban un resto de su antigua aplicación
militar, mostraban igualmente las destrezas de los caballeros y seguían
considerándose, según R. Strong, como un entrenamiento para la guerra. Muy
interesante en este sentido son las palabras de Juan Negro, el cual,
refiriéndose a la justa del 6 de mayo de Sevilla, nos cuenta que aunque el
emperador recibió un golpe en el pecho no se hizo mal alguno porque la lanza
era muy débil, y hablando en general de la justa añade que no fue lo que se
esperaba; lo mejor, los vestidos. Las ropas aseguraban el prestigio, la justa y
el torneo sólo a veces, de ahí que las relaciones no se centren en la lucha
sino en quiénes fueron los aventureros, los mantenedores y los padrinos, quién
fue el mejor justador o el más gentil hombre –del más ruin justador por cortesía no aparece el nombre–, cuáles
fueron los precios o premios, cómo eran de ricos los vestidos o las
guarniciones de los caballos. Y el 13 de mayo de 1526 partieron para Granada
Carlos V e Isabel y toda su corte, haciendo su camino por Ecija y Córdoba, por
querer visitar estas ciudades, donde fue recibido con gran solemnidad. Carlos V
e Isabel hicieron su entrada en Granada el 4 de junio de 1526.