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lunes, 5 de noviembre de 2018

El sequito de Isabel de Portugal cruza Guadalcanal

Una boda Real en Sevilla
 El itinerario hasta Sevilla fue Badajoz, Talavera la Real, Almendralejo, Llerena, Guadalcanal, Cazalla, El Pedroso, Cantillana y San Jerónimo. 

        Según el cronista Alonso de Santa Cruz, «por causa de ir a visitar el Reino de Andalucía», determinó Carlos V hacer su casamiento con Isabel de Portugal en la ciudad de Sevilla, que por 1526 vivía un período de apogeo gracias a su importancia en el comercio de Indias. Hizo su entrada la infanta portuguesa en Sevilla el 3 de marzo de 1526 y el emperador una semana más tarde. Pasada la medianoche del 10 al 11 se celebró una pequeña ceremonia en el Alcázar, hora y lugar desacostumbrados para un enlace real. 
Esta boda con su prima, que con 23 años estaba en condiciones de darle un heredero, permitía conciliar sus necesidades económicas como Habsburgo con los deseos de las Cortes castellanas de 1525, que la habían señalado como candidata. Además, continuaba la política de los Reyes Católicos de alianzas matrimoniales con la dinastía Avís portuguesa. Desde su nacimiento, Carlos había estado prometido a una u otra princesa, incluso a la que habría de ser su nuera, María Tudor, hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón. Para dar por terminado este compromiso solicitó Carlos V parte de la dote para la guerra con Francia:«El Rey de Inglaterra V. A. sabe y conoce como no dará un real», escribía el 7 de mayo de 1525 Martín de Salinas. A su fama de galán ha contribuido el renombre de sus dos hijos bastardos: la madre de Alejandro Farnesio, Margarita de Austria, de la relación con la noble flamenca Margarita van Gest, y don Juan de Austria, de sus relaciones con Bárbara de Blomberg.  
         La ceremonia de esponsales por poderes se realizó dos veces, en el palacio portugués de Almeirim, porque después de celebrada la primera el día de Todos los Santos, el 1 de noviembre de 1525, se entendió que la dispensa de parentesco no era suficiente y hubo que solicitar una segunda dispensa a Roma; se repitió la boda el 20 de enero de 1526. El embajador y procurador Carlos Popet, señor de Laxao, fue el encargado de recibir a la infanta en nombre del emperador, que se desposó con Isabel el 23 de octubre de 1525 en la persona de Azevedo Coutinho. 
Grandes señores marcharon a recibir a la emperatriz: desde Toledo, el duque de Calabria; desde Sevilla, el hermano del duque de Medina-Sidonia. Partió Isabel de Almeirim a fines de enero de 1526 acompañada de un brillante séquito, encabezado por Juan III, hasta Chamusca. Sus hermanos Luis y Fernando viajaron con ella hasta la frontera; el marqués de Villarreal, hasta Sevilla. El miércoles 7 de febrero se realizó la entrega entre Elvas y Badajoz, en la misma frontera. El itinerario hasta Sevilla fue Badajoz, Talavera la Real, Almendralejo, Llerena, Guadalcanal, Cazalla, El Pedroso, Cantillana y San Jerónimo. 
Casi todos los testimonios coinciden en el rico recibimiento que preparó la ciudad de Sevilla; algo más suntuoso el del emperador, aunque el coste del palio de Isabel, de plata, oro, piedras preciosas y perlas, no bajó de 3.000 ducados. Cuenta Fernández de Oviedo que salieron a recibir a la emperatriz todos los oficios, cabalgando porque por las lluvias de aquellos días había mucho lodo. Los dos Cabildos, el eclesiástico y el secular, se apearon en San Lázaro y le besaron la mano en la litera donde venía. En la puerta de Macarena salió Isabel de la litera y subió en una hacanea blanca muy ricamente aderezada. Allí la tomaron debajo de un rico palio de brocado, con las armas imperiales y las suyas bordadas en medio. Iba entre el duque de Calabria y el arzobispo de Toledo. Había junto a la puerta un arco triunfal muy grande y muy bien obrado y desde allí hasta las gradas de la Catedral siete más. Porque en los recibimientos reales del XVI el espacio real desaparece, se redefine. La arquitectura efímera, la música, las campanas, los faraones y las antorchas, los tapices, los vestidos, las joyas, la juncia, el junco o el romero, el pueblo en las calles, todo contribuye a crear un espacio festivo y un tiempo diferente del habitual al interrumpir la vida cotidiana. La vista y el oído tienen gran importancia en la fiesta, pero también el olfato; así, en el séptimo arco que atravesaron Isabel y Carlos, gradas de la Catedral siete más. Porque en los recibimientos reales del XVI el espacio real desaparece, se redefine. La arquitectura efímera, la música, las campanas, los faraones y las antorchas, los tapices, los vestidos, las joyas, la juncia, el junco o el romero, el pueblo en las calles, todo contribuye a crear un espacio festivo y un tiempo diferente del habitual al interrumpir la vida cotidiana. La vista y el oído tienen gran importancia en la fiesta, pero también el olfato; así, en el séptimo arco que atravesaron Isabel y Carlos, el de la Gloria, a los pies de la Fama, dos grandes braseros –que muy bien pudieron ser reales–exhalaban perfumes. 
La entrada real es una manifestación más del discurso monárquico, del «teatro de las instituciones», pleno de imágenes, conceptos, palabras, música, color... En las entradas reales, con sus programas iconográficos, se da forma plástica y sensorial a lo ideológico, a lo simbólico, y a ello contribuyen los arcos triunfales, decorados efímeros, perecederos habitualmente, que disfrazaban y ocultaban la arquitectura fija. Estos arcos, que tenían como referente los erigidos en Roma en honor de los vencedores, enmarcaban con emblemas y otros elementos el paso del homenajeado, e incluso a veces se utilizaron para escenificaciones. Las artes, arquitectura, pintura, escultura, música, poesía, prosa, se aglutinaban en la fiesta. Los arcos se llenaban de emblemas –texto, en castellano o latín, con imagen, poesía figural o «poesía mural», según la denomina Simón Díaz– como medio de visualizar conceptos. Conocemos el nombre de las personas que concibieron el programa del recibimiento regio de 1526. Los canónigos del Capítulo nombraron a Francisco de Peñalosa, poeta y músico, que por haber residido largos años en Roma estaba familiarizado con la cultura humanística; a Luis de la Puerta y Antolínez, licenciado y provisor del Arzobispado, con inquietudes intelectuales tales que dotó de veinte becas a la Universidad de Salamanca, y a Pedro Pinelo, de la famosa familia genovesa afincada en Sevilla. El Ayuntamiento designó a Pedro de Coronado, escribano de Sus Majestades y su notario público. 
Entre los elementos estáticos del aparato ceremonial que preparó Sevilla para recibir a Sus Majestades destacan siete arcos triunfales –simbolizaban las virtudes que debe poseer un soberano: Prudencia, Fortaleza, Clemencia, Paz, Justicia, Fe; el último era el dedicado a la Gloria– «de grandísima costa y arte, repartidos en los lugares más públicos» como son la Puerta de la Macarena, Santa Marina, San Marcos, Santa Catalina, San Isidoro, San Salvador y las gradas de la Catedral. Dice Sandoval que el séptimo estaba hecho «con tanto primor, que admiraba»; informa así el cronista de las costumbres perceptivas del público. Varias relaciones han dejado testimonio detallado de estos arcos, aunque unos están descritos con más profusión que otros y conforme avanzamos en la lectura de los documentos más extensos, los datos que nos ofrecen disminuyen. No ha quedado ningún testimonio gráfico que muestre la forma de asociarse texto, imagen y arquitectura efímera, lo que hubiera sido interesante porque se sabe que el excelente pintor Alejo Fernández participó en los arcos de 1526. 
Para la ocasión, las calles se llenaron de gente; Sevilla hizo venir a personas de todas sus villas y lugares. La entrada real, fasto que se define por la confluencia ciudad-corte, tiene en la exhibición uno de sus ingredientes fundamentales. La fiesta cortesana es un todo teatral cuyos elementos se conjugan en una visión idealizante; la sociedad lujosa y exhibicionista se entiende como sociedad ideal. Por eso la fiesta necesita espectadores que llenen el espacio público y participen con su presencia y sus gritos de exaltación –el pueblo mira y admira–. Se disponía la ciudad a modo de gran teatro urbano con los elementos que componen la teatralidad cortesana: la música, el engalanamiento de las calles con tapices, faraones y antorchas y el engalanamiento de los cuerpos con el vestido, tal como lo analizo en mi libro ”Fastos de una boda real en la Sevilla del Quinientos. Estudio y documentos” (Universidad de Sevilla, 1998). El vestido es la diferencia de clase y la exhibición de poder, el vestido clasifica el calendario, especializa las fiestas. Iba la emperatriz de raso blanco forrado en muy rica tela de oro y el raso acuchillado, con una gorra de raso blanco con muchas piedras y perlas de gran valor y una pluma blanca en ella; sus joyas eran tantas, que valían un tesoro. Por las adornadas calles sevillanas acompañaban a la emperatriz el arzobispo de Toledo, el duque de Calabria, el marqués de Villarreal, el obispo de Palencia, muchos señores de título como el duque de Béjar y gran número de caballeros y prelados de Castilla y Portugal, reproduciendo la comitiva, en pequeña escala, la sociedad: el rey o la reina, bajo palio, asistidos por principales funcionarios de Estado, la nobleza, la pequeña aristocracia, varios representantes del clero y, del tercer Estado, oficiales públicos y los gremios. Dominando el espacio festivo, los símbolos de la Monarquía. 
En las gradas de la Catedral la esperaba solemnemente el Cabildo de la iglesia con todo el clero y cruces de las iglesias de la ciudad. Los señores de la Iglesia habían hecho en la Puerta del Perdón un arco muy suntuoso con un cielo en medio en el que ángeles y un corro de mozos de coro en figura de las virtudes, cada uno con su insignia, cantaban con suave melodía. Todos recibieron a Isabel primero y a Carlos días más tarde y los acompañaron con dulces cantos al interior de la Catedral o, lo que es lo mismo, al cielo. Isabel oró en el altar mayor en un rico sitial; después salió por otra. 
Estas ceremonias de recepción tenían un gran valor propagandístico, eran parte fundamental del teatro del Poder. Los recibimientos seguían tan fielmente lo establecido, plasmando visualmente un código, que no pueden dejar de ser estudiados desde el punto de vista de la teatralidad. De hecho, la descripción que las relaciones o documentos hacen de la entrada de Isabel en Badajoz y Sevilla, de Carlos V en esta ciudad y de las entradas conjuntas en Ecija, Córdoba y Granada presentan un gran parecido formal: recibimiento civil, con el encuentro de las comitivas, el discurso de bienvenida, la confirmación de los privilegios y la entrega de llaves; desfile procesional; recibimiento religioso, con el encuentro de la comitiva real y el Cabildo, el juramento de guardar las inmunidades de la Santa Iglesia y la visita a la iglesia y oración; cortejo hasta el alojamiento. El 10 de marzo, con gran retraso respecto a los planes iniciales, que hablaban de fines de noviembre, llegaría Carlos V desde Illescas, donde había ratificado el Tratado de Madrid con Francisco I. El emperador hizo su entrada solemne acompañado, entre grandes hombres, por el cardenal Salviatis, legado del Santo Padre. Iba Carlos en cuerpo, vestido con un sayo de terciopelo con tiras de brocado por todas partes, con una vara de olivo en la mano y en un caballo blanco con algunas manchas negras. Lo esperaban representantes de los distintos estamentos, que ofrecían entre todos un espectáculo de intenso colorido: ropas rozagantes de raso carmesí y gorras de terciopelo, con muy ricas medallas puestas en ellas y con grandes y riquísimas cadenas de oro de diversas y artificiosas hechuras, varas, con los cabos teñidos, libreas de grana, sayones de terciopelo, capuces y caperuzas amarillas... 
Las fiestas de la boda se prometían grandiosas pero finalmente se celebraron con pocos gastos; se dijo que por la Cuaresma y por el luto por la reina de Dinamarca, hermana del emperador. Los festejos se suspendieron durante la Semana Santa. Desde Pascua comenzaron justas, torneos, cañas y toros. En el XVI, torneos y las justas eran los festejos preferidos por los nobles. Aunque menos interesantes para el público que los medievales, pues apenas conservaban un resto de su antigua aplicación militar, mostraban igualmente las destrezas de los caballeros y seguían considerándose, según R. Strong, como un entrenamiento para la guerra. Muy interesante en este sentido son las palabras de Juan Negro, el cual, refiriéndose a la justa del 6 de mayo de Sevilla, nos cuenta que aunque el emperador recibió un golpe en el pecho no se hizo mal alguno porque la lanza era muy débil, y hablando en general de la justa añade que no fue lo que se esperaba; lo mejor, los vestidos. Las ropas aseguraban el prestigio, la justa y el torneo sólo a veces, de ahí que las relaciones no se centren en la lucha sino en quiénes fueron los aventureros, los mantenedores y los padrinos, quién fue el mejor justador o el más gentil hombre –del más ruin justador por cortesía no aparece el nombre–, cuáles fueron los precios o premios, cómo eran de ricos los vestidos o las guarniciones de los caballos. Y el 13 de mayo de 1526 partieron para Granada Carlos V e Isabel y toda su corte, haciendo su camino por Ecija y Córdoba, por querer visitar estas ciudades, donde fue recibido con gran solemnidad. Carlos V e Isabel hicieron su entrada en Granada el 4 de junio de 1526. 

Mónica Gómez-Salvago Sánchez.- Licenciada en Historia 

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