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sábado, 17 de agosto de 2024

Rafael García Plata de Osma

 

Un extremeño nacido en Guadalcanal

Nacido en Guadalcanal 1870

Falleció en Cáceres 1918

         Este ilustre paisano que casi todos los anales le consideran como extremeño, nació y vivió sus primeros años en Guadalcanal, localidad en la que su padre regentaba una farmacia, tal vez sus raíces no sean de nuestro pueblo, su padre Antonio García Plata era sevillano y su madre Francisca de Osma de la localidad de Valdefuentes (Cáceres).

         Cursa sus estudios de bachiller en Sevilla y siguiendo la tradición familiar se matricula en farmacia, pero esta carrera la deja en el segundo año y se traslada a Madrid, decide seguir la carrera de leyes y entrar en círculos literarios su verdadera vocación.

         En el último curso de carrera cae enfermo de pulmonía y apenas superada la enfermedad vuelve a recaer de la misma, deteriorando y marcando su salud para el resto de su vida, por lo que decide trasladarse a Alcuéscar (Cáceres), zona más apropiada que el clima de Madrid para su débil salud.

         En este localidad se instala y vive gran parte de su vida, contrae matrimonio con Aurelia Parra Bravo, fruto se este matrimonio nacieron cuatro hijos, ejerció y vivió como extremeño, según palabras de José María Cacho “se convirtió en defensor de todo lo típicamente extremeño laborando más en pro de la región que le acogió que muchas otras personas nacidas en Extremadura”, ejerciendo de historiador, etnólogo, y sobre todo, folklorista, recuperando la realidad extremeña, sus costumbres, canciones y folklore, recogidos de las bocas de los lugareños.

         Sus inicios literarias le llevaron a publicar en la revista cacereña “Revista Cacereña” diferente artículos de opinión, que fueron considerados por Pulido Cordero y Nogales Flores como “elemento bibliográfico y de referencia imprescindible para el estudio de la historia de Extremadura, destacando títulos como: Melitonada geográfica de la provincia de Cáceres” “Cacerías de gazapos geográficos en la provincia de Badajoz”, posteriormente colaboró en El Noticiario y Diario de Cáceres, El Ideal, El Heraldo y El Globo de Madrid, Hojas Selectas y La Semana Cómica de Barcelona y en otros muchos diarios y revistas nacionales y publico tres libros asumiendo el mismo el coste de su edición, dejando un importante legado escrito inédito a sus herederos, que posteriormente han sido publicados.

         Otras citas importantes a destacar son: (1899). - “Geografía popular de Extremadura”. Revista de Extremadura. Cáceres, Vol. I, pp. 320-325, (1903). - “Primavera popular”, Revista de Extremadura II, pp. 260-267, (1903). - Geografía popular de Alcuéscar. en Rev. de Extremadura”, t. V., (1903): Geografía popular de Alcuéscar. en Rev. de Extremadura”, t. V., (1904): El librillo de la jambre o Juan de Mera, el zapatero perdío. Sobre temas extremeños. en Rev. de Extremadura, t. VI. o. (1906): Dos glosas religiosas populares. Apuntes recogidos en Alcuéscar. en Rev. de Extremadura, t. VII.

         Entabló amistad con Ramón Menéndez Pidal, que publicó algunos de sus trabajos y gracias a su intersección fue nombrado Académico Correspondiente en Extremadura de la Real Academia Española, en 1918 poco antes de su fallecimiento y también fue honrado con el nombramiento como Académico Sevillano de las Buenas Letras.

         Descansa en paz en el Cementerio de Cáceres, donde falleció a la temprana edad de 48 años, el 19 de noviembre de 1918, a consecuencia de su débil salud y de la epidemia de gripe que asolaba a Europa, dejando un importante legado para la cultura Extremera.

 Datos Biográficos. - José María Cancho Sánchez 

sábado, 10 de agosto de 2024

Historia de la historia 5

Año del Señor de 1954


    Era el final de la primavera, el 16 de junio de 1954 en una humilde casa en el número 14 de la calle Minas de Guadalcanal en la habitación que llamábamos “la sombría” me pario mi madre, mi padre, me comentaba mi abuelo Frasco que se encontraba de "dómia" en Valdefuentes arando los olivos y que tuvieron que ir a buscarle para darle la feliz noticia, ya tenía una niña, “nos costó sacarte adelante” me aclaraba mi abuela Araceli, cuando vino a verte Barragán el médico le dijo a tu madre: “has tenido un niño tan chico como un conejillo” .
    En Guadalcanal pasé mi infancia y la primera parte de mi niñez, mis primeros recuerdos en Guadalcanal se remontan a partir del año 59 y los guardo en el registro de mi memoria como muy felices, algunas carencias, pero mucho cariño.
    Cuando contaba con cinco años y llegó el invierno, como cada año mi madre se iba a coger aceituna y me llevó a la escuela de doña Paquita, también llamada de los cagones, en aquel año tengo el vago recuerdo de las Navidades y los Reyes, era una verdadera fiesta familiar. Recuerdo que el día de Noche Buena mi abuelo Pedro mató a Colorete (un pollo que criaban todos los años para la ocasión y que cíclicamente llamaban igual al pollo destinado para la Navidad), lloré mucho aquel día. Colorete era como de la familia, asimismo recuerdo que por la noche mi abuelo hacia dediles de bellotas para el día siguiente utilizarlos en la aceituna, mi abuela compraba higos secos y los rellenaba con el fruto de la bellota o con dulce de membrillo, esto junto con un kilo de polvorones comprados en la tienda del Serrano de la calle Sevilla, era el suculento postre de aquella maravillosa noche, en la misma tienda mi abuela Araceli me compraba tiempo después vino quina para darme un vasito con una yema de huevo antes de la comida para que se me abriese el apetito, no sé si era efectiva la pócima, a mí me ponía contento y me quitaba el frio para volver a la escuela por la tarde.
    La Noche de Reyes no me faltaban regalos, una pelota a rayas de colores, el carrito de madera tirado por un asno de plástico, la bolsa de bolindres y culebrillas, algo para la escuela, un par zapatos de gorila con su pelotita verde y poco más, tampoco necesitábamos mucho más para ser felices, teníamos la calle para jugar sin peligro, no pasaban coches.
    Del año siguiente ya tengo más recuerdos, fue el primer curso que me escolarizaron, en un principio en la escuela de D. Andrés, al siguiente curso cambié de colegio, pasé a aquella escuela de la calle Camacho, los primeros amigos distintos a los de la calle Sevilla o Santa Ana, el Maestro D. Francisco Oliva Calderón, que posteriormente fue alcalde y recibió con honores a la Infantería de Marina española y americana con su impoluta camisa de Jefe Local del Movimiento, aquella leche en polvo proveniente del plan ASA, (Ayuda Social Americana) que tenía un sabor raro y cada mañana venía “Antonia la Artista” desde el bar del Galgo con una gran lechera a repartirla. 
    Aquel alimento casi comestible que generosamente nos mandaban los americanos junto con un queso amarillento de sabor dulzón, parecido al actual queso de bola y se repartía entre los alumnos de las entonces llamadas “Escuelas Nacionales”. el queso lo probé en mi segunda niñez en el Colegio Onésimo Redondo de Madrid, teníamos que llevar un chusco de pan de casa y era obligado comérselo, ceremoniosamente lo cortaba D. Cirilo en trozos no siempre equivalentes, estos quesos lo recuerdo perfectamente, eran grandes y pringosos y venían en una lata de color dorado que después las utilizábamos los castigados para traer carbón a la estufa de clase o limpiar el patío del recreo de hojas secas de los árboles y resto de basura (yo estuve muchas veces integrado en el pelotón de los carboneros o de limpieza).
    El curso 62 es el que más recuerdos conservo de mi vida en Guadalcanal y el que más huella me dejó, tal vez por ser el último o por qué los acontecimientos se sucedieron con mayor rapidez, a principio de febrero fue nombrado alcalde de Guadalcanal mi maestro, para sus alumnos un orgullo y a la vez los que con mayor agrado recibimos su nombramiento como edil principal, D. Francisco tenía nuevo compromiso y si apenas lo veríamos por clase, a partir de esa fecha aun menos.
    Unos días más tardes pasó un acontecimiento en la pequeña comunidad de la calle Minas y la Cañada (de los Escaloncitos) que marcó las pequeñas vidas de mis amigos y la mía, con apenas doce años murió Joaquina hermana de mi mejor amigo José Trancoso, era la mayor de cuatro hermanos de una familia con muy pocos recursos, la maquinaría solidaría de la necesidad se puso en marcha, varias mujeres, entre ellas mi madre pidieron dinero por el vecindario para el entierro y se llevaron a los pequeños a sus domicilios para quitarlos de la casa del óbito y que pudieran comer ese día, aquella noche José durmió en mi casa.
    Meses más tardes, se aproximaba la fecha de mi comunión y mi abuela Beatriz me llevó a la Plaza de Santa Ana a una modista, creo que le llamaban “Manuela la Zapatona” para probarme el traje de comunión, yo aburrido de tanta charla y tanta prueba decidí escaparme por la ventana, no contaba con la reja y al hacer el intento se me quedó aprisionada la cabeza entre dos barrotes y las pobres mujeres que allí se encontraban en animosa charla no daban crédito a lo que veían, intentaron por todos los medios tirar de mi cuerpo hacía dentro, me dieron jabón en la cabeza para que resbalara, no lo consiguieron, mi llanto y gritos debieron alertar al resto de las vecinas. Finalmente decidieron llamar “Matarriñas, el herrero” y este con gran paciencia y cuidado cortó un barrote para poder liberarme.
    Finalmente, el día 31 de Mayo de 1962 hice la primera y última comunión, así lo atestiguan unas fotos de Santi en las que aparece D. Manuel de cura y José Antonio de monaguillo. Aquel año coincidimos en al acontecimiento bastantes niños y niñas de la calle Minas y la Cañada (los Escaloncitos), se organizó una fiesta en una sala del cuartel viejo y las madres prepararon una chocolatada con bizcochos, magdalenas y otros dulces que ellas mismas hicieron, toda iba transcurriendo con normalidad, hasta que Manolo Gallego (el tortolo) me tiró un vaso de chocolate liquido en mi traje impoluto de marinero, por la tarde llegó el Sanito para hacernos fotos, en la del grupo (desgraciadamente la he perdido) me colocó de tal manera que no se me veían las abundantes manchas, en la individual, ésta si la conservo, la madre de Manolo le quitó el traje y me lo dejó para salir limpio, él era más bajo que yo y me quedaba el pantalón un poco pesquero según refleja la foto.
    En aquel mes de mayo, celebré mi último día de la Cruz de Mayo en Guadalcanal, fue un gran día, después de nuestra particular “procesión”, repartimos el botín, una gaseosa blanca La Paisana para cada uno, otra negra para dos y unas tres pesetas por cofrade. Mi tío Antonio “Repisa” nos hizo la Cruz con peana y bastones de apoyo, la madre de Manolo Gallego y la mía la adornaron cuidadosamente con flores, cuatro grandes velas y trozos de tela blanca de sábanas.
    Aquel día creo recordar que no tuvimos escuela, el Mosco era el mayordomo de la Cofradía de la Alcazaílla, organizó la procesión, los costaleros fuimos Manolo Gallego, José Trancoso, Manolo Cabeza Rico (Q.P.D.) y yo, Juan Cantero era el que pedía y Bautista Rodríguez encargado de las velas y el recorrido. Salimos de la Alcazaílla, recorriendo las calles Camacho, Valencia, la Cañada (Los Escaloncitos) y Minas, regresando a la puerta del cuartel antiguo; Al final de la tarde, nos reunimos en la trastienda de la tienda del Mosco, organizando nuestra particular fiesta, nos compramos una gaseosa blanca y tres negras de La Paisana, (aquella que hacía José María “el de las bicicletas” en la calle Santa Clara), con las que El Tuerto nos hacía polos que le ponía un palillo de dientes para agarrarlos y valían tres un real, merendamos y creo recordar que nos sobró unas quince pesetas, que repartimos a partes iguales como AMIGOS que éramos.
    De aquel verano recuerdo dos hechos extraordinarios, vi por primera vez la Televisión, mi abuelo Frasco me llevó al bar de “Los Pepes” a ver una corrida de toros, en agosto monté por primera vez en el tren, mi tío Rafael García “Palote” nos llevó a mi prima Fali Muñoz y a mí a Sevilla a ver unos familiares que tenía en el Cerro del Águila.
    El día de los difuntos había una tradición, nuestras madres nos daban los tiestos rotos y las macetas que llenábamos de objetos varios (agua, barro y otros no descriptibles), llamábamos a las puertas y al abrirnos los tirábamos al zaguán manchándolo todo, a mitad de la calle Carretas (hoy Costaleros), vivía una señora mayor sola, tenía muy mal genio y era objeto de muchas bromas pesadas cuando pasábamos por su puerta para ir o venir de la escuela, aquella tarde de difuntos nos esperaba, cuando llamamos al gran aldabón que tenía la puerta nos esperaba con dos cubos de agua en la ventana del piso de arriba, naturalmente esa fue su particular venganza del día de los tiestos rotos, nos puso empapados de agua.
    Las navidades fueron más tristes que años anteriores, mi padre había emigrado a Madrid y faltaba en nuestra mesa, mi madre estaba cogiendo aceituna y ya tenía una decisión tomada, yo intuía a pesar de mi corta edad que todo estaba cambiando en mi familia, las caras de mis abuelos y los comentarios así lo presagiaban.
    No obstante, si tengo un recuerdo divertido de mis últimos Reyes en Guadalcanal, mis tíos me compraron un bonito caballo de cartón de gran tamaño, mi madre y mi tío Pedro me llamaron aquella mañana cuando aun no era de día antes de irse a la aceituna para ver mi cara de sorpresa, la sorpresa se la llevaron ellos cuando regresaron por la noche del tajo, el caballo estaba sin cabeza, primero le recorté las crines con la tijera de coser de mi abuela Beatriz y después le di agua para beber y la cabeza se deshizo.
    Mi segunda niñez no existió, o tal vez quedó interrumpida y cambió de forma traumática el día 12 de febrero del 64, cumpleaños de mí hermana, cuando contaba con tan solo 9 años, iniciamos el éxodo a Madrid mi madre y yo en aquel tren de vía estrecha destino a los Rosales para enlazar con el de Madrid, mi hermana se quedó en el pueblo con mi abuela Araceli, mi padre ya nos había precedido seis meses antes, mismo tren, misma ruta.
    Y cuando llegué a Madrid con mí habla rústica y mis trazas y maneras pueblerinas, comprendí que ya todo había cambiado en mi corta vida, nueva escuela, nuevo sistema, aquel maestro (D. Cirilo), que me hizo repetir una y mil veces la cantinela de “Jozé zaca el zaco al zor que ze zeque”. que equivocado estaba, intentaba quitarme el seseo de Guadalcanal y tardó dos cursos en conseguirlo, yo con mi rebeldía e ignoraría infantil le decía que en mi pueblo y en mi casa se habla así. Aquel pasillo interminable en el que diariamente formábamos para entonar el Cara al Sol, aquel padrenuestro antes de comenzar las clases, aquellas primeras desilusiones en una enorme escuela que en tiempos de la guerra fue hospital, aquel viejo maestro que nos hablaba de los próximos faustos de los XXV años de paz y de una guerra que ganó y de las siete maravillas del mundo. Empezaba rutinariamente a enumerarlas, las pirámides de Egipto, el Coloso de Rodas, los jardines de Semíramis…, y cada vez que iba a decir una nueva, yo pensaba, ahora, en este momento viene la Iglesia de Santa Ana o de la Concepción de mi pueblo.
    Aquella fue otra de las experiencias esenciales de mi nueva vida, nunca se acordaba de mencionarlas, ¿un descuido?, la incredulidad al principio y la lenta y penosa evidencia después ­ de que allí nadie tenía noticias de los edificios de mi anterior hábitat que me saludaban cada mañana antes de ir a la escuela de la calle Camacho, ni de la plaza de mi pueblo, ni de ese hombre tan importante que tenía una estatua en ella, ni de la Piedra de Santiago, y ni siquiera de mi pueblo en su conjunto y sus gentes importantes para mí. Todo un mundo de héroes y de mitos se vino abajo en un instante, aquello era otro mundo.
    Yo hasta febrero del 63 creía que vivía en el centro del universo, no existía otro pensaba, como es de suponer que les ocurriría a todos los niños de todos los lugares, y especialmente a tantos y tantos niños que abandonábamos las escuelas de Guadalcanal en aquella época para insertarnos en otras culturas por culpa de la emigración, y más en los tiempos en los que no se viajaba a la capital si no era por enfermedad.
    En mi pueblo, en aquella época las cosas se escribían todas con mayúsculas: el Padre, el Abuelo, el Maestro, el Libro, el Médico, el Municipal, el Cura, el Pueblo, la Arcazailla, mi barrio Santanero…, porque todas eran únicas e incomparables para mí.
    ¿Quién reinaba en la Alcazailla, mejor que Bautista, El Mosco y el resto de mis amigos?
   ¿Quién me protegía mejor que mis Abuelos o mi Padre, que era llegar a sus casas, dármelo todo y enseñarme a respetar al resto nuestro pequeño cosmos?
    ¿Había en el universo gente más rica que los ricos de mi pueblo, mejor médico que don Pepe Luis Barragán, mejor músico que mi tío Vázquez, mejor cura que D. Manuel que daba capones “con cariño paternal”, o mejor autoridad que el bueno de Esteban el Municipal?
    ¿Cómo pensar que existiera otro mundo?, imposible ni siquiera imaginarlo...
    ¿Y el Pilarito de Santa Ana, que era utilizado para saciar la sed de aquellos juegos con pelotas de rayas de colores, piolas o billardas y lugar de encuentro para echar lurias a los de El Berrocal Chico?
    ¿Cómo no hablar de la calle Sevilla, mi otro barrio?
    ¿Podía haber en el universo un lugar más bonito que mi pueblo?
    Y eso por no hablar del Palacio, del Coso, de la hondura escalofriante de los pozos en las calles, de la atracción desmesura de las lagartijas, de las culebras, de los pájaros, de los lagartos y otras fieras imaginarias que habitaban en lo bravío de nuestras sierras, la del Agua y la del Viento o en el “Huerto de los Gitanos”.
    Y hasta era único el tonto de mi pueblo, que en aquella época ejercían varios, era sin duda la mejor vida y respeto que un tonto pudiera pueda exigir.
    Todos estos acontecimientos que acabo de exponer se resumen en una redacción que escribí cuando tenía once años para un trabajo de una asignatura de segundo de bachiller que curiosamente se llamaba “Política” y oficialmente F.E.N. (Formación Espíritu Nacional) y que consistía en leer y hacer semanalmente un trabajo de un capítulo del libro de Doncel titulado “Vela y Ancla” con poemas del Cantar del Mío Cid, José María Pemán o Pio Baroja y otras escrituras de nuestra propia “cosecha”:
    Aquel año 62. no fue bueno, hacía meses que pasaba por su cabeza la idea de huir adelante, cuando llegó el verano vinieron al pueblo familiares y amigos que ya habían dado el “paso”, habían emigrado hacia cualquier ciudad hostil y extraña en busca de trabajo y una vida mejor para la familia.
    Aquel Hombre cuando llegó la feria vendió la burra y algunos enseres del campo y el tercer día, llenó su maleta de cartón y madera con poca ropa y muchas ilusiones, en su bolsillo 1.000 Ptas. y cogiendo el primer tren empezó su “huida”.
    Llegó a la gran ciudad, le esperaba un trabajo de peón, jornada de 14 a 16 horas diarias de lunes a sábado y alguna chapuza los domingos.
    Aquel febrero del 63, fue frío, muy frío, las familias estaban terminando la recogida de la aceituna y los niños que aun no tenían edad para ayudar, seguían en la escuela.
    Aquel niño con tan solo 9 años, no entendía lo que estaba pasando en su entorno, fue por última vez a la escuela de la calle Camacho, se despidió de su maestro D. Francisco Oliva y de sus compañeros, no hubo fiesta de despedida, por aquella época todos los meses se repetía esta historia.
    Aquella mujer terminó el “destajo” de la aceituna, cogió a su hijo, nuevamente un destartalado tren, un vagón de tercera sin separaciones de compartimentos, asientos de madera, veinte horas de frío, olor a carbonilla y humanidad, y ante sus ojos la gran ciudad, con sus edificios altos, humos, ruidos y el sentimiento en sus mentes de estar fuera de su mundo.
    Aquella familia, después de siete meses se volvió a unir, pero aquel niño, seguía sin entender nada, ya no vivían en una casa grande de la calle mina con corral, de un pueblo pequeño, ahora vivían en una pequeña habitación con derecho a cocina para toda la familia de una gran ciudad, sin su escuela, el Palacio, el Coso…, sin sus amigos de Santa Ana, sus lurias con los del Berrocal Chico.
    Así podía empezar cualquier ensayo de Juan Ramón Jiménez , pero esta historia no es ficción, es mi historia, la de mi familia y la de muchas otras familias que un día dejamos Guadalcanal para vivir en un mundo mejor, pero… ¿Cuántos lo hemos alcanzado?, ¿Cuántos hemos conseguido ahogar nuestra desilusión en las lagrimas de la añoranza?, El Puerto es testigo mudo de nuestras lágrimas, las que después de cada Feria, Semana Santa o Romería dejamos los emigrantes cada año, cuando partimos nuevamente, cuando “huimos” hacia delante.
    Esto es parte de nuestras pequeñas historias, vivencias de mi generación que no debemos olvidar, porque…
BORRAR EL PASADO, ES MORIR LENTAMENTE.

Ahora que me encuentro en la último ciclo de mi vida, la de la madurez, comprendo bien el sentimiento y la nostalgia por aquellos años que la emigración nos arrebataron a tantos y tantos niños de tantos y tantos pueblos de Andalucía o Extremadura, nos cambiaron el ciclo de nuestra niñez con la diáspora y la emigración, acontecimientos que fueron capaces de inculcarnos el sentimiento sublimar a nuestros pueblos, hasta convertirlos en el centro del orbe oculto de nuestros sentimientos, y sus recuerdos en reales y absolutos.

Publicado en el Libro “Guadalcanal Siglo XX” de Ignacio Gómez Galván
Rafael Spínola Rodríguez
Teruel 2018

sábado, 3 de agosto de 2024

Guadalcanal dentro del organigrama de la Orden de Santiago

CONSTITUCION Y DATOS PARA LA EVOLUCION TERRITORIAL DE LA PROVINCIA DE LEÓN DE EXTREMADURA EN GUADALCANAL

             La donación de territorios conquistados a la Orden de Santiago de lo que posteriormente se denominaría Provincia de León se realiza de manera muy rápida. Mérida se concede en 1229; Montánchez en 1230; Alange en 1243; Hornachos en 1235; Montemolín en 1248, Reina en 1246 y Guadalcanal 1249. Siete cartas de donación, Lo que interesa en aquel momento es que en un plazo de veinte años se forma un gran dominio cohesionado y que no se dio por ninguna casualidad, sino de manera perfectamente pensada, de forma que la Orden contara con una só1ida base territorial, y, por supuesto, económica, con miras a la lucha contra el musulmán

            Los pleitos de Jerez con Sevilla se resuelven, o intentan resolver, siempre de manera pacífica y por medios judiciales, aunque los recursos y contra recursos sean abundantes y las partes no se den nunca por satisfechas. Bajando algo más al Sur, encomienda mayor, y por toda la frontera de Guadalcanal, se plantean problemas que dan lugar a enfrentamientos físicos, guerras locales en algún caso, entre los vednos de los lugares en litigio. En la Encomienda Mayor, la fricción se da entre Cala y Arroyomolinos, aunque indirectamente aparecen implicados el resto de las villas y lugares de la encomienda. Ambos pueblos tienen una comunidad de pastes que los de Arroyomolinos rompen, impidiendo entrar a los sevillanos y penetrando ellos en el contrario, incluso de forma violenta. Sevilla denunció el caso a la corte, y la reina, en carta de 29 de noviembre de 1511, delegó en un juez de términos que comprobó la razón sevillana y emplazó a los santiaguistas a respetar los límites sefialados. Cuando en junio de 1512 se presentó a Arroyomolinos el requerimiento, los vecinos de este lugar lo retienen, negándose a devolverlo, injurian a los alcaldes y regidores de Cala «he de hechos posyeran las manos en ellos sy no fuera por algunas personas que se pusyeron en medio», amenazando ademas que «sy vuestra merced (el mediador) enbiase a esecutar la pena en el mandamiento contenida que auian de arrastrar el alguacil o persona que vuestra merced enbiase». según Cala denuncia, los de Arroyomolinos les acusaban de «ser onbres de poca cortesya» ...

            La irreductibilidad de los vednos de la villa santiaguista se sigue manifestando en una serie de acciones lesivas para los intereses de Cala, como el robo y retención de una tinaja para vino, de 20 arrobas de capacidad, y otra de 10 arrobas para agua, esta última vacía. En las quejas del concejo sevillano se incluye una súplica de restitución. Es de considerar que, aparte de no resolverse el problema en su aspecto real, de aceptación de una sentencia formalmente dictada y jurídicamente valida, los vecinos de la tierra de Sevilla están en posición desventajosa con respecto a la Provincia de León, porque la pobreza de sus términos les obligaba a buscar labranzas en el Norte, como tratamos al hablar de economía agraria, e incluso a emigrar a esa zona, cosa igualmente expuesta en el capítulo inmediato de población. Quizás sea esa la causa de la arrogando de Arroyomolinos y de su desafío a la decisión judicial, al tener en sus manos la hacienda de los vecinos de la Sierra Norte. También en este caso se corta la serie documental. En realidad, Sevilla, como más adelante veremos, tiene poca capacidad de defensa de sus concejos excepto el recurso al rey, cuya actuación es impedida y sobrepasada por las circunstancias locales. Los más graves y aireados conflictos se dan entre Guadalcanal y los lugares de Alanís y Cazalla.

            En este caso se une a la simple disputa de trozos de término la rivalidad económica que los enfrenta, debida a su dedicación especial al cultivo de la viña y a la preferencia que los consumidores mostraban hacia el vino de Guadalcanal. Esto da lugar a subterfugios para impedir el buen desarrollo del comercio, por parte de los sevillanos, y a reacciones paralelas de los santiaguistas, como iremos analizando. El pleito territorial, que es el principio de todo, si bien quedara en segundo piano ante las batallas que produce, se plantea por la posesión de la Ribera de Benalixa. La fase crítica del conflicto abarca de 1452 a 1467 y desemboca en una verdadera guerra entre ambas jurisdicciones. La iniciativa parte de Alanís, que secuestra bienes a los de Guadalcanal, precisamente por pasar a pastar a la tierra en discordia.

            El alcalde mayor de la Provincia, Luis González de Sepúlveda, pide a Sevilla que se devuelvan, y esta ciudad así lo ordena a Alanís. En el 15 de septiembre de 1452 se produce una vista en la linde mutua, en donde se muestran las acciones sevillanas y las represalias de los de León. Así pasan de un lado a otro burros, mulos y caballos que habían sido confiscados por autoridad individual; simple cuatrerismo, por denominarlo con el término más adecuado. Al final se llega a un acuerdo. Se devuelven los animales y las materias consumidas, como las cargas que las recuas llevaban, o las no recuperadas, algún aparejo, mantas, etc., se satisfacen en dinero con arbitraje y tasa de las autoridades de ambos pueblos. La acción de Guadalcanal contra la oposición de Alanís y Cazalla a que ocupara los términos que consideraba propios se traduce en guerra comercial, impidiendo el paso de suministros a Sevilla: «los de Guadalcanal vedauan la saca de pan para Sevilla e carne e quesos e no dejaban pasar a los vesinos de Caçalla vino ni cerezas»: incluso, siguiendo el sistema habitual, robaban bestias con su carga.

            En 1461 se designa como mediador a Martin Fernández Portocarrero, veinticuatro de Sevilla, cuya actuación fue muy apresada por los concejos sevillanos. Portocarrero se entendió directamente con el gobernador de la Provincia y pudo resolver las ocupaciones de «tyerras de villas y pan en las vereaas, cafladas abrevaderos y pastos y pasajes de ganados de los términos e exidos de este lugar». aunque no se sabe cómo se resolvió el problema en términos reales. Los concejos recelaban que cuando Martin Fernández se marchara todo siguiera como antes, y así sucedió. En 1467, Guadalcanal siguió su compañía de intimidación: prohibición de sacas de pan por medios violentos: «an fecho una casa en termino de Cazalla para acoger guardas y salteadores que salen a tomar los mantenimientos que nos traen de otros términos e a vesinos nuestros los han tornado sobre lo qual ovo muchos ruydos e se esperan más», y los hubo.

            El mismo año, el 17 de octubre, dos veinticuatros de Sevilla intervienen en el asunto y denuncian el obstruccionismo de Guadalcanal en términos similares a los antes empleados: «tyenen guardas en todos los caminos estoruando e tomando los mantenimientos», acusándoles incluso de más graves delitos: «e son culpables de robos y muertes de onbres». Los lugares de Sevilla están totalmente desamparados: «no tenemos a quien quexar ni nos pueda remediar saluo Nuestra Señoría», pero la ciudad de Sevilla a la que se dirigen, poco más puede hacer que pedir que los jueces reales cumplan la ley y que asistir a la conculcación de ésta por los santiaguistas. En noviembre y diciembre se recrudecen los hechos. Los jueces no deciden, sigue el bloqueo de víveres; y de la importancia de la Provincia de León como proveedor había claro el que se diga que «ay por ello gran carestia en los mantenimientos e sobre todo en el pan». Las dos partes, Sevilla y visitadores de la Orden, intentaron por fin convencer a Alanís de que dejara Benalixa a Guadalcanal, pero el concejo se negó a este humillante sometimiento, con lo que se siguió la rueda de agravios; los santiaguistas amenazaron con quemar el pueblo cuando se fueran los representantes de Sevilla y seguían impidiendo el abastamiento. Hasta ahora só1o se había escuchado la voz de los pueblos de Sevilla.

            Guadalcanal había en carta al concejo sevillano el 12 de diciembre de 1467 y pide paz si sus comarcanos la aceptan, «sy Alanís quiere paz». Las cosas que contra ello se han vertido «no es más verdat que lo que fue levantado contra nuestro Señor, antes que nos fazen guerra como a enemigos de la fe e que han robado bueyes». Los que ellos habían «tomado» había sido en justicia, como prenda del pago de penas sobre la dehesa del Postigo, y entregados a aquellos vednos de Guadalcanal despojados de sus bestias, «que los de Alanís pasaron en Constantina». El comendador mayor de León, Alonso de Cárdenas, intervino en el problema, aunque el deterioro del documento impide conocer la forma de su actuación.

            La petición de paz de Guadalcanal no obtiene respuesta documentada por parte de Sevilla, pero puede pensarse que la mediación de Cárdenas tuvo éxito, porque no hay en los años posteriores demandas en este sentido. Benalixa quedó en tierra santiaguista, porque en los libros de visitas se cita como acensuado por el concejo. No se saben los medios empleados ni la forma o acuerdo de la resolución. Evidentemente, corno sucedía en la Encomienda Mayor, la Provincia de León estaba en situación ventajosa, pues la tierra de Sevilla dependía de ella en múltiples aspectos, lo que debe ser algo a considerar necesariamente para una exacta comprensión del conflicto y de su solución. De toda la banda oriental de la Extremadura santiaguista no hemos hallado un só1o testimonio. Es difícil imaginar causas para justificar la falta de información. Puede ser que simplemente no hubiera disputas.

            Si observamos un mapa de la zona, puede apreciarse la banda montaflosa continua que separa las dos jurisdicciones, a lo que se puede añadir la lejanía entre los núcleos habitados. La población, motor a menudo de estos pleitos cuando crece por encima de la relación óptima con la productividad, parece ser escasa, ademas de que la antigua dedicación ganadera de la Serena, con la Orden de Alcántara, pudo hacer que las demarcaciones se fijaran con exactitud para evitar pleitos. Esperamos, de todas formas, que la apertura del Archivo de la Mesta y la consulta de fondos nobiliarios, en donde no hemos profundizado por evidentes motivos de adecuación entre trabajo realizado y resultados a obtener; ofrezcan nuevas vías para la solución de lo ignoto.

            En conclusión, el territorio de la Orden de Santiago en Extremadura se constituyó de inmediato tras la conquista con tardías, aunque importantes, incorporaciones en el siglo xiv, procedentes del despojo de los Templarios. Sabemos poco de su conformación interna, só1o que el surgimiento de pueblos nuevos en el antiguo término del lugar de cabeza, dio lugar a abundantes comunidades de pastos y, por supuesto, a disputas internas, que en su mayor parte se resuelven con las visitas de finales del xv, época de calma con la Orden. En cuanto a la definitiva fijación de los limites externos, se plantean sobre todo pleitos en forma aguda con relación a Sevilla, cuya resolución no conocemos en la mayoría de los casos, aunque hacemos constar la agresividad y prepotencia con que los naturales de la tierra de León se comportan en semejante tesitura, contrastando con la indefensión de los pueblos sevillanos, lo que puede llevar a concluir en que, de grado o por fuerza, los santiaguistas consiguieron mantener o apoderarse de los territorios objeto de discordia.

EXCMA. DIPUTACION PROVINCIAL DE BADAJOZ

DANIEL RODRIGUEZ BLANCO       

sábado, 27 de julio de 2024

Historia de la historia 4

De Alonso Guadalcanal, que era cazador

Esta historia me lleva a reflexionar, otro día lo comenté con el compañero Gaspar Díez, que se fue de ermitaño a los pinares de Huexotzinco, y también me aconsejó que escribiera.

    –Todo lo que ayude a establecer la verdad –así dijo– en sus distintos colores y matices será grato a los ojos de Dios. Que aquí no se oye más que la propaganda vocinglera de los vencedores, de los apologetas de Cortés o del Emperador.
    Por lo cual ahora me pongo a dictar lo que entonces pasó y mi versión de los hechos, que bien me gustaría escribirlo por mi mano, pero mi mano y mi vista no andan ya para tales menesteres, ni mi nieto Gonzalo, el español, dejaría salir de esta casa ningún papel en que yo hubiese puesto la mano y la pluma. Aunque el muy necio no sabe que yo tengo hecho testamento, con arreglo a lo dispuesto por las Leyes Nuevas, desde antes que él naciera, cuando murió su abuela hice testamento. En fin, no sé si Dios Nuestro Señor me ha conservado la vida con este propósito, que los designios de Dios son inalcanzables, pero sí creo necesario que se conozca de qué manera comenzó el fin y destrucción de la nación mexícalt, ahora que algunos pretenden silenciarlo e ignorarlo.
    Como ya he dicho, me llamo Juan Vázquez de Zúñiga, soy caballero jerezano, Bachiller por Salamanca y conquistador del Anáhuac. También he sido regidor de Veracruz y de Ciudad de México. La gente sin embargo me conoce por Juan de Zúñiga y en otro tiempo me apellidaban Zúñiga de Las Dos Espadas o Zúñiga Dos Espadas, porque, como era membrudo y ambidextro, siempre llevaba en el tahalí dos tizonas, la una de mi abuelo y de mi suegro la otra, toledana la una e italiana la otra, la “Galana” y la “Florida”... Mírelas vuesa merced, las tiene en esa panoplia que está a su espalda. La “Florida” es la de gavilanes de lazo y hoja más estrecha, la “Galana” es la de hoja ancha y guarda simple... No se imagina vuesa merced cuánta sangre han vertido. Más sangre que el Huitzilipochli han vertido. En Chollolan la “Galana” chorreaba sangre como un odre de vino roto...
    Soy el tercero de los hijos que don Gonzalo Vázquez, hijodalgo y veterano de las guerras de Granada e Italia, hubo en doña Inés de Zúñiga, sobrina del conde de Plasencia, el cual quiso dedicarme a la Iglesia, a lo que yo respetuosamente me negué, porque no me consideraba nacido para llevar haldas como las mujeres. Así que, cuando volví de Salamanca, me entregó una espada y un caballo, que mi padre se holgaba de tener buena cuadra de caballos, aunque no hubiese carne ni manteles para la mesa, de lo que mi madre se lamentaba de continuo, una carta de recomendación y una bolsa con treinta pesos, y me dijo que, pues ya era bachiller, debía salir a buscar la vida y ganar honra y hacienda, porque su honra y su hacienda no eran ya mi hacienda y mi honra. Aunque supongo que esta retórica la dijo por galanura y gentileza, que la hacienda de mi padre cabía toda en el sobrado de la casa. A la espada, que era de mi abuelo, había entrado victoriosa en Granada y era de ancha y fuerte hoja, en la que se leía: "Alonso de Sahagún me fizo", la llamé “Galana” y “Beltenebros” al caballo, sin duda por gentileza y galanura. La carta la guardé en el coleto y con la bolsa me fui a Sevilla y obtuve pasaje para las Indias.
    Me embarqué luego, participé en la conquista del Anáhuac y gané hacienda y honra a costa de sangre y sudores sin cuento. En mi casa, empero, mi padre y mis hermanos se mofaron de la una y la otra, por lo que pronto me volví a las Indias donde me gozo con una rica estancia y buena encomienda de “indios”, que me dan para vivir con holgura y rumiar mis recuerdos.
    Esto dicho, no por vanidad, sino porque me parecía obligado darme a conocer y que el público lector supiera quién y con qué autoridad hablaba, es hora ya de dar principio y comienzo a este relato que fray Bernardino me tiene encargado, aunque a fe mía que no atino a encontrar el modo de hacerlo, tantos son los recuerdos y consideraciones que se me vienen a la cabeza al evocar aquellos días y hechos aquellos, que lo mismo me acuerdo de la desgraciada noche en que salimos de Tenochtitlan, que de los espantables sacrificios que hacían los mexicas y otras naciones anahuacas, y del pavor que aquellas crueldades ponían en nuestros pechos, y bien quisiera tener el verbo de Julio César cuando escribió la guerra de las Galias o de Jenofonte cuando relató la retirada de los Diez Mil, aunque aquella épica jornada mejor se merece el estilo sonoro y bien medido de Homero o Virgilio. No obstante tengo para mí que ninguna pluma podría dar una imagen completa de esta guerra del Anáhuac, ni de los trabajos y sufrimientos que arrostramos los tristes soldados que en ella estuvimos. 
    Porque aquella guerra se hizo quebrantando la ley y forzando la voluntad de los más de los hombres que en ella anduvieron, que muchos fueron engañados y tuvo Cortés que usar fuerza y astucia para llegar al final del empeño, que el miedo en unos y los negocios y familia abandonados en otros, eran freno que de continuo entorpecía nuestro avance y a más de uno costó la vida este deseo de volverse. Como un Fulano Pinedo, que se marchó con Narváez para tornarse a Cuba, porque tenía sus padres muy viejos, y en el camino lo mataron los mexicas, pero hubo sospechas de que Cortés lo había mandado matar.
    Dije antes que el número incontable de los que murieron, pero también el miedo es otro recuerdo imborrable, el tambor sagrado redoblando a muerto cuando sacrificaban a los compañeros, el grito de guerra de los mexicas la noche que escapamos de Tenochtitlan, el bramido de las trompas que marcaban las horas nocturnas en Chollolan, el grito espantable de los tristes soldados que inmolaron tras el desbarate del 30 de junio. El miedo nos perseguía y acompañaba como una sombra, nos precedía en los caminos, lo advertíamos emboscado en las sierras y nos aguardaba en las ciudades. Nada podía superarlo, sólo la imaginación y cálculo de nuestra fortuna lo superaba, que entre soñar y temer se nos iban los días y los meses. Porque tan grande como el miedo eran las fantasías que cada cual alimentaba y guardaba en su corazón, que sin ellas nunca se habría conquistado y ganado la Nueva España, tantos fueron los trabajos y fatigas que hubimos de afrontar y tan menguada la recompensa, porque los muertos ninguna recompensa tuvieron y sus familias quedaron pobres, según denunció el cazador de Guadalcanal, que cuando fui regidor llegaban muchas viudas y huérfanas pidiendo socorro al Cabildo.
    El miedo fue lo peor de todo, que nos íbamos del vientre de miedo que teníamos. Cada día que avanzábamos aumentaba el miedo y, sin embargo, no dejábamos de avanzar: unos por ganar riquezas, otros por alcanzar honra, algunos por la curiosidad de conocer aquel mundo nunca visto, los más porque no podían volverse sin perder la vida y la honra. Pero todos teníamos miedo. Nadie hablaba de él, pero todos lo padecíamos, singularmente desde que los de Tlaxcallan nos aconsejaron sosegar y detenernos, y nos hablaron de los muchos poderes de Moctezuma.
    Nos dijeron los tlaxcaltecas:
    «Mira, Malinche —avisaron a Cortés–, que nosotros somos tus amigos y puedes quedarte aquí con los tuyos, pero los mexicas son pérfidos y traidores y buscarán la ocasión de mataros, que Tenochtitlan es una muy gran ciudad que está sobre una laguna y una vez dentro de ella no se puede salir, que está toda rodeada de agua, y allí os darán guerra y en un solo día Moctezuma puede reunir hasta cien mil guerreros y luego otros cien mil que acabarán con vosotros porque sois pocos».
    Y desde que lo supimos, que los soldados conocíamos todo, aunque Cortés nos lo quisiese ocultar, no hubo noche que al dormirme no rememorase este aviso prudente, que fue el mismo que nos dieron luego en Huexotzinco y en Tlalmanalco, y aun nos habían dicho en Cempoallan. Pero nuestro comandante, con promesas, halagos y amenazas, nos arrastraba siempre adelante, y avanzábamos temerosos de encontrar cada día los ejércitos innumerables de los mexicas.
    Nadie hablaba de él, del miedo digo, pero siempre estaba presente, nos seguía y acompañaba, como nos acompañaban y seguían nuestros amigos tlaxcaltecas, como antes nos siguieron y acompañaron los totonacas, los cuales se habían vuelto de miedo que tenían de los mexicas, como nos seguían buitres, cuervos y coyotes, que seguramente ya olíamos a sangre y muerte antes de entrar en combate, el sudor nos olía a sangre.
    Temíamos la muerte, pero temíamos sobre todo el modo y escenario de la muerte, la piedra sacrificial temíamos, la téchcatl, donde tumbaban a los tristes soldados que sacrificaban, les partían el pecho con un navajón de pedernal y sacaban el corazón aún bullente, que así vimos desde nuestros parapetos que hacían con los compañeros apresados durante los días del sitio de Tenochtitlan y mucho antes vimos otros naturales con el corazón ya arrancado. Porque en las batallas no buscaban matar, sino apresar vivos para sacrificar, y así por dos veces atraparon a nuestro capitán general, Hernando Cortés, pero las dos veces lo rescató Cristóbal de Olea, el Bueno, y pagó con su vida por ello, que sustituyó en la piedra al general.
    El miedo nos hacía orinar dos y tres veces antes de la batalla durante los noventa días interminables que duró el sitio de Tenochtitlan, nos desacordó e hizo ver fantasmas cuando los mexicas nos sitiaron en los patios de Axayácalt y se convirtió en pánico durante la noche aquella, que luego todos llamaron Triste, porque en ella murieron la mitad de los compañeros y la mayor parte de nuestros aliados.
    Aquella desgraciada noche murió el piloto Francisco de Triana y mis naborías Remedios, que era totonaca, Pantaleón, el sanador tlaxcalteca, y Candela, una esclava que me dio Moctezumatzin y expiró en mis brazos. El Piloto fue la persona más cabal y el mejor amigo que he tenido, y Remedios, su amiga y amante, prefirió morir a su lado y así los dos quedaron en las puentes junto a muchos españoles y aliados de Tlaxcallan. El Piloto me enseñó el valor de la vida y las cosas y la mujer me instruyó en el arte amatoria que yo desconocía, como era muy mozo. Aunque no debo ni quiero olvidar a Guadalupe, hermana de Pantaleón, cuyo culo caliente me enardecía, que me dio siete hijos, ni a Francisca, que no parecía nativa de tan hermosa como era y me dio once. 
    También Lirio de la Montaña era bellísima y me amó aquella desgraciada noche, nos amamos con un frenesí loco, no sé si del contento de haber sobrevivido o del miedo de morir. Guadalupe tenía buenas tetas de anchas aureolas, tiene mejores tetas que La Capitana decía el Piloto, el culo caliente y una mirada turbadora. Siempre tenía el culo caliente y en cuanto se lo tocaba se me levantaba el palo mayor, que sólo tocarle el culo ya era un gozo, no como mi pequeña Olvido que siempre lo tenía enfajado y tal vez frío, ciertamente por mor de la honra, que las castellanas eran muy miradas en cuestiones de honra. No sé yo quién le enseñaría a mi pequeña Olvido, que era napolitana de madre siciliana, estas cosas de honra al modo y usanza de Castilla, que no sirven sino para fastidiar la vida, y con ella, aunque mucho la quería, nunca puede tener el gozo que tuve con Guadalupe, Remedios y Candela. Por eso me apenó tanto su muerte, de Remedios digo... De Candela, que tenía dieciséis años y era dulce como una brisa de mayo, una flor delicada era, tenía luminarias en los ojos y música en la voz. Sonrió cuando se vio entre mis brazos y expiró, aún sonreía cuando se le apagaron los ojos...
    Perdóneme vuesa merced, pero no me puedo aguantar las lágrimas cuando recuerdo la triste muerte de Candela.
    Candela era esclava de Moctezuma, robada a sus padres cuando era niña, como Lirio de la Montaña, que el señorío e imperio de Moctezumatzin y los mexicas se alzaba sobre la esclavitud de las personas y opresión de los pueblos, como todos... Lirio de la Montaña fue una camarera de Moctezuma que me pagó con sus favores la ayuda para huir de su cárcel, aunque yo quiero pensar que de verdad me amó.
    Dejémoslo y vayamos a nuestra historia, que ya no sé por dónde me andaba.
    Sí, eso es, hablaba del miedo que todos arrastrábamos en aquella jornada, que decía el Piloto que aquella jornada no podía terminar con bien porque había mucho miedo de una y otra parte, y nada bueno podía salir de dos miedos que se tropiezan.
    —Si ellos nos tienen miedo —decía—, más miedo tenemos nosotros, y nada bueno puede suceder de dos miedos que se topan.
    Sin embargo, día a día nos lo tragábamos y peleábamos como si no lo hubiéramos, aunque, cuando yo aporté en las Indias con mis dos espadas al cinto, mi Amadís y el Alejandro en el petate, dispuesto a emular las hazañas de uno y otro, este sentimiento me era totalmente ajeno.
    Llegué a Sevilla en el otoño de 1517, justo por las mismas fechas en que el Emperador arribaba a los puertos de España, y aún me acuerdo de aquel río inmenso al atardecer, brillante y quieto como un espejo, lleno de barcos enormes, carabelas, naos y galeones oceánicos, y otros menores, como polacras, jabeques y pataches, cuyos palos, jarcias y velas se enredaban en el cielo, y de un sinfín de barcas que iban y venían, y del Arenal, desde la torre del Oro hasta la Puerta Real, cubierto con el número infinito de los fardajes que habían salido o debían ser trasladados a sus bodegas. Jamás había visto yo nada semejante y pensé que como aquel debieron ser los puertos de Alejandría o Constantinopla. 
    A pesar de cuanto había escuchado y leído, pensé que difícilmente se encontraría en el mundo una ciudad tan grande y populosa como Sevilla, bajo cuya iglesia catedral de altas bóvedas aun cabía otra ciudad, aunque la torre morisca de sus campanas todavía la superaba en altura y arañaba los cielos, y aquella multitud abigarrada que llenaba las Gradas en derredor, en las que se podía encontrar mercaderías de todo el mundo, y las plazas de San Francisco, la Alfalfa o el Salvador, donde las parlas de genoveses, florentinos y catalanes, se confundía con las de flamencos, franceses y alemanes. Luego, sin embargo, la experiencia me enseñó que hay ciudades más grandes, fábricas tan altas y multitudes mayores. Todo lo cual me ha llevado a considerar si no serán equivocadas muchas de nuestras certezas y éstas fruto tan sólo de la ignorancia y un orgullo insensato.
    En aquella época yo tenía una idea del mundo amasada con los relatos de mi padre y mi abuelo, que habían estado en las guerras de Granada e Italia, con las hazañas de Amadís de Gaula, cuya lectura me proporcionaba el mayor deleite, y con las Vidas de Plutarco, en particular la de Alejandro, que se me representaba como el más grande capitán de todos los tiempos y el modelo que yo había de seguir... En Salamanca sin embargo tuve un profesor que nos hablaba de Clístenes y Efialtes... Pero pronto, muy pronto, mi mundo soñado de héroes y caballeros se iba a dar de bruces con el mundo real por donde discurría la vida.
    Pero no es mi historia la que quiero contar, ni siquiera la historia de la conquista del Anáhuac, que ya han hecho otros, sino la historia más humilde y desconocida de mis amigos los soldados que pelearon y murieron en aquella guerra, que sufrieron, gozaron y soñaron en aquella guerra. La historia, entre otras, del piloto Francisco de Triana, que navegó con el Almirante y descubrió el Nuevo Mundo; de Carlos Baena, que murió enamorado y partido entre dos amores; de Alonso Guadalcanal, que era cazador, semejaba al divino Odiseo en el manejo del arco y murió en la piedra sacrificial abandonado por su capitán; de Juan Lerma, que era bravo y esforzado, a quien Cortés deshonró y por ello se fue a Nueva Galicia, entre los anahuacas caxcanes, donde murió; de Alonso Almesta, que decíamos el Adelantado, cuya mano tendida no pude alcanzar; de Santos Hernández de Coria, que llamábamos el Buen Viejo y había venido a las Indias por buscar una hija y vengar una afrenta; de Antonio Ribera, el único pintor de la manera italiana que retrató a Moctezuma; del barbero de Arahal, tan buen cabo de cañón como era; de Benito Montero, que murió ahorcado porque se unió a los caxcanes rebeldes de Diego Zacatecas; de Gaspar Díez, que se hizo rico con las guerras y todo lo entregó por Dios, se fue a los pinares de Huexotzinco, se puso de ermitaño y tuvo fama de santo; de Sindos Portillo, a cuya sugerencia debemos estos trabajos, que era piadoso, se metió fraile y fue buen religioso.
    Siempre me intrigó cómo algunos compañeros, que ya he nombrado y otros que aún nombraré, incluso siendo ricos, abandonaron el mundo y se metieron en religión. Hablé con alguno de ellos y lo que me dijeron fue que la guerra les había mostrado el horror de la condición humana y tan espantados habían quedado que no encontraron mejor modo de redimirse. Tiempo tendremos de volver sobre ello, si Dios me lo concede.
    Decía los amigos a quienes deseo rendir homenaje y no quiero ni debo olvidar a Juan García, un convecino rico de Sancti Spiritus, así nombrado por su honor, que vino por ambición y codicia, siguió por expiar una culpa y murió luego en los peñoles de Chimalhuacan.
    Porque, si memorable fue aquella empresa de la conquista y enorme fue el mérito de Hernán Cortés, no menor y aún mayor fue la virtud y esfuerzo de quienes lo acompañaron y secundaron hasta la victoria, capitanes y soldados, incluso de los que no aspiraban a la victoria, ni a la gloria de la fama, ni a ganar botín y estados, sino que tan sólo se afanaban por alcanzar lo suficiente para envejecer en paz en su tierra al lado de los suyos, que tal fue el caso de no pocos, acaso de la mayoría. El de Guadalcanal dijo en el paso de los volcanes, cuando vimos el valle de Tenochtitlan la primera vez, que él se sentía pagado con todas las experiencias y hermosuras vividas durante el último año, porque tenía una sabiduría natural que sólo el Piloto igualaba, aunque la del Piloto nacía de la experiencia.
    Con el compañero Castillo comenté alguna vez esta idea y el hombre se encendía cuando recordaba cómo nuestro capitán general pretendía atribuirse todo el mérito de la conquista y dejaba en blanco el nombre de los valientes capitanes y fuertes soldados que lo secundaban, que ni siquiera al bravo Cristóbal de Olea, que por dos veces le salvó la vida, nombra.
    Vuesa merced seguramente sabe cómo Clitos reivindicó ante Alejandro, no ya el valor y esfuerzo del general, sino muy particularmente el de los capitanes y soldados que obedecen y callan, atacan y resisten el empuje enemigo. Porque al primero le llegan riqueza y gloria con que compensar las fatigas, pero los segundos sólo fatigas alcanzan. Así, ya que no puedo darles la riqueza que soñaron ni la vida que algunos perdieron, sí quiero al menos homenajear su memoria y la de cuantos con ellos pelearon en aquella triste guerra, y darles la prez y honra que su capitán general tan mezquinamente les negó.

Tercer capítulo de la novela inédita sobre la Conquista de México, del profesor Aurelio Mena Hormedo  

sábado, 20 de julio de 2024

Que Dios os ilumine, Señor español

Cartas desde Whuzland/segunda

Whuzland Febreo 2024

Hola Sr. Español:

            Sí, lo sé, os debía carta, señor, recibí la de Vd. en la que agradezco que me haya nombrado corresponsal y consejero en Whuzland de su prospero Estado y por el envío de los periódicos y revistas de su país, varios meses han pasado desde que le envié la anterior y que Vd. amablemente, señor, en su respuesta, trató de desmontar mis críticas con sus argumentos de blanco capitalistas (sin acritud) y en la que me comentaba las oportunidades que en su país se le daban a los migrantes (trabajo, vivienda, sanidad, etc.).

            Mis múltiples tareas como jefe de tribu (alcalde creo que llaman Vds.), me han impedido contestaros con la celeridad debida. Disculpadme señor, quisiera yo hoy hablaros de vuestras obsesiones, las vuestras y la de vuestros españoles por el makeup (maquillaje o colores en luzlandés), os encantan los afeites y buscáis taparlo todo, ocultarlo todo, en un intento por burlar respecto de la realidad vuestro envidiable color blanquecino de piel y multicolor de banderas, ansiando la novedad y el color tostado que da ¿cómo dicen Vds.?, así, caché.   Observo desde la distancia como os atropelláis en la búsqueda de nuevas denominaciones que tan pronto son usadas son rechazadas, señor, por obsoletas. ¿Os dicen algo palabras como practicante, portero, aparejador, España, guardia de la porra, albéitar, guerra de banderas?, ahora que han sido sustituidas por D.U.E. (antes A.T.S.), empleado de fincas urbanas, arquitecto técnico (ahora ingeniero de gestión de la edificación), este país, agente municipal, veterinario y la roja, respectivamente?, imagino que esas nuevas palabras darán más caché a sus congéneres, como reflexión le diré que nuestro dialecto, el luzlandés se transmite de generación en generación integro, sin modificaciones ni aforismos, ¿Dejará señor, en lo esencial, uno de estos profesionales de ser lo que fueron, aún con otra denominación?, ¿tendrán mis paisanos, a los que Vds. llaman generosamente migrantes del tercer mundo la posibilidad de integrarse en alguno de estos trabajos?. Pero os encanta, repito, porque os lo permite vuestra posición y estatus social cambiar todo, mi hija fue a trabajar a uno de sus hogares como chacha, ahora es empleada de hogar (sin contrato claro), pensáis así eludir la realidad, en pos de vuestras quimeras, arremetéis contra molinos de viento una y otra vez, sois, señor, atolondrados quijotes ávidos de ver brotes rojos y amarillos donde no los hay, camufláis la realidad una y otra vez con la obsesiva necesidad de cambiarlo todo, para que todo siga igual, permitís señor, que mentecatos sin juicio os gobiernen y os guíen por caminos que no conducen a parte alguna.

            Soy chovinistas, basta que os hablen del Edén, para tratar de destruirlo y desalojar a sus moradores, en vuestro mundo fantástico hay escoltas que no son sino vulgares guardaespaldas o matones a sueldo, pero creéis que así evitáis la referencia al mundo del hampa; Llamáis, señor, Estado a lo que en los mapas se denomina España, pero habéis convertido a vuestro país en una pura tramoya de administraciones inútiles y banderas coloristas, una ficción, una mera aproximación de partes cada día más inconexas a nuestras tribus y nuestras organizaciones sociales.

            La unión, el nexo, señor, es la ley común, justa e igualitaria para todos, y ya no hay tal ley en su país, vuestros políticos legislan no se sabe ya para quien, ni para qué, ni porqué, pero fingen que actúan como mandatarios del pueblo soberano que los ha elegido con votos en su mayoría comprados, expulsan emigrantes por una puerta y por la otra acogen exiliados cubanos o de otros países de sus ancestrales dominios sin darles ningún estatus, documentos o trabajo prometido por vuestro ministro representante de lo “exterior”, repito, legislan leyes para el pueblo, ¿a qué pueblo se refieren?

            Por último, llevados de este deseo de no llamar a las cosas por su nombre, eludiendo la realidad, leo en uno de sus respetables diarios que a un supuesto caso de cobro irregular de comisiones el político de turno lo denomina "disfunción", bien, vosotros veréis, pero no me extrañaría oíros decir que habéis ido de derrota en derrota hasta la vitoria final e incluso que partiendo de la nada habéis alcanzado las más altas cotas de la miseria.

            Así las cosas, no os extrañe que me frotara los ojos al ver a España campeona del mundo y a tantos españoles alborozados y abrazados a la bandera roja y amarilla, ¿Será verdad? ¿Existe aún el pueblo español arropado por esa bandera, vuestro pueblo, el que abraza diecisiete banderas diferentes a veces y sólo futbolísticamente es de la roja, señor? ¿Era pues otra falacia interesada aquello de los diferentes pueblos de España, con distintas culturas, idiomas y banderas?

Que Dios os guarde, señor español.

Un amigo Luzlandés.

Rafael Candelario Repisa

La fragua del pensamiento. 

sábado, 13 de julio de 2024

Nuestra Historia 3

Los enterramientos en la iglesia de Santa Ana
Morada de sus vecinos desde el siglo XIII al XIX


         Era costumbre desde muy antiguo que los fallecidos cristianos se enterrasen en las iglesias, y así vino sucediendo en Guadalcanal, donde desde 1241 se haría en la única iglesia existente entonces, que era la mezquita bendecida, con la advocación de Nuestra Señora de Santa Ana. Posteriormente, al dividirse el pueblo en tres collaciones o barrios parroquiales, se hacía en cada una de las tres iglesias correspondientes.

         En ocasiones, bien por saturación o por voluntad del difunto, se recurría a las iglesias del Espíritu Santo, la Concepción, los Milagros, San Francisco y quizás algún convento u hospital más. Hay evidencia de restos humanos hallados en la explanada que circunda a Santa Ana, lo que demuestra que antiguamente también se usó aquel terreno.

         El barrio de Santa Ana comprendía las calles de Juan Pérez, Fox, Granillos, Santa Ana, Berrocal Grande o Espíritu Santo, Berrocal Chico o calle Alta, Larga de San José, llamada antes calle del Arco y Sevilla fuera, Calleja de Miera, Calleja de la Jara, Cotorrillo, Calle del Triángulo o Altozano Bazán, San Bartolomé, Valencia, Carretas, Tres Cruces, llamada antes Bodegas, Cuesta de Santa Ana y Plazuela de Santa Ana, y todos los vecinos fallecidos en ellas eran sepultados en dicha parroquial.

         Entre las personas ilustres que descansan en ella, se encuentra el Vicario don Juan Pérez, que fue cura de esta iglesia a finales del siglo XVI y principio del XVII, que tenía sus casas de morada en la calle que tomó su nombre y todavía es conocida como calle Juan Pérez. También yace en ella don Cristóbal Gordón, caballero de la Orden de Santiago, Vicario y Juez eclesiástico de Guadalcanal, fallecido a mediados del siglo XVIII, habiendo sido cura de Santa Ana durante cuarenta años.

         Existían varias clases de enterramientos en las bóvedas, con precios que iban de tres a veinticuatros reales; muchos se sepultaban en las capillas, como la de la Virgen del Carmen, Cristo del Buen Socorro, altar de San Marcos, San Isidro, etc., existiendo algunas lápidas en el suelo y en las paredes, algunas de ellas legibles y rotas, como la situada en la puerta de la iglesia con el nombre de Antón Martín, muy antigua. También en el altar mayor, aparece una lápida donde reposan los restos de la familia Castilla.

         En febrero de 1849 se saturó de cadáveres y se convirtió la capilla del convento del Espíritu Santo en cementerio destinado para los fallecidos de Santa Ana hasta julio del mismo año.

         En julio de 1855 se inauguró el cementerio común en los llanos de San Francisco, quedando así hasta nuestros días, por lo que, los que no habían cumplido diez años en ese fecha quedaron para siempre en Santa Ana, y según los libros de defunciones he contabilizado 195 párvulos y 161 adultos, que hacen un total de 356 difuntos los que se encuentran bajo las losas de Santa Ana, además de miles de restos.

        Después de la última restauración de esta iglesia, todos los restos fueron depositados en la zona del altar mayor

 

Antonio Gordón Bernabé.

Revista de Guadalcanal 1981

sábado, 6 de julio de 2024

Indianos en Guadalcanal

 


“Acá tienen algunos a setenta indias; syno es algún pobre no ay quien baje de cinco o de seys; la mayor parte de quinze y veynte, e no de treynta e quarenta…”(sic)

    El sur de la Provincia de Extremadura fue una de las regiones que más conquistadores aportaron a América. Guadalcanal, que pertenecía a ella, se distinguió con un gran número de emigrantes, y así figura entre los treinta y dos pueblos y ciudades que más gente envió. Más que Ciudad Real, Ávila, Guadalajara, Jaén, y Málaga; Más que Écija y Sanlúcar de Barrameda; Más que Plasencia, Mérida, Llerena y Jerez de los Caballeros: O más que Fregenal, Azuaga y Fuente de Cantos y sigue a Medellín, patria de Hernán Cortés, con poca diferencia.
    ¿Por qué se produjo la emigración? La causa de la emigración ha sido siempre el buscar remedio a las necesidades que no se encuentran en el territorio de origen. En esa época vuelven al hogar tantos y tantos brazos que habían empuñado armas en las luchas sucesorias y en la guerra de Granada y ahora se encuentran sin meta. Toda la población, hidalgos y gente común, tendrían que dedicarse a las faenas agrícolas y ganaderas, de no ser porque el descubrimiento de las Indias abría una nueva salida para ellos.
    Las etapas de la emigración, son las siguientes:
    >Etapa antillana, del 1506 al 1526, con salidas esporádicas individuales.
   >Etapa novohispana, del 1527 al 1540. El 70% se va a México, el 11% a las Antillas, 6,5% al Perú, 6% a Tierra Firme, dos individuos al Plata, uno a la Florida y otro a Guatemala. 
    >Segunda etapa novohispana, del 1554 a 1561: 33% a México, 21% a Perú, 20% a Antillas, 6,5% a Tierra Firme, 12%Nicaragua, uno a Florida y otro a Venezuela.
    >Etapa Peruana, del 1566 a 1577; el 475 A Perú, 28% México y a Tierra Firme el 19%.
    En el siglo siguiente marchan sobre todo a México, que era llamado Nueva España, al que sigue Perú. En estos países hay muchos descendientes de Guadalcanal. La mayoría de los emigrantes que pasan solos son solteros y los acompañados son padres de mediana edad. Los primeros son jóvenes reclutados que buscan aventuras. A mediados del siglo XVI baja el número de aventureros y aumentan las mujeres y los niños para reunirse con sus maridos.
    Una oleada de artesanos, mineros, tenderos, abogados, médicos, funcionarios reales y eclesiásticos, marchan para disfrutar de mejores oportunidades. A los jóvenes sin oficio ya no les dejan pasar, porque hay muchos ociosos. Los casados ya no emigran sin sus esposas, y si están en Indias, las reclaman, pues la mayoría de los colonizadores habían tomado concubinas indígenas. En una carta de un capellán al rey en 1545 se dice: “Acá tienen algunos a setenta indias; syno es algún pobre no ay quien baje de cinco o de seys; la mayor parte de quinze y veynte, e no de treynta e quarenta…” En el archivo de Indias, hecho un recuento de guadalcanalenses en América, se ha hallado que entre 1493 y 1579 emigraron 352, desde el último año a 1600 fueron 38 y a lo largo del siglo XVII, setenta y cuatro, que hacen un total de 464 emigrantes, Si a esto añadimos los que se pudieron colocar de polizones, podrían llegar a los quinientos. Tenemos noticias de que en 1527 ya se había ido catorce y que la emigración fuerte fue entre 1527 y 1565.
    Guadalcanal en esa época aparece como una de las villas más pobladas de la Baja Extremadura, con unas cinco mil almas.
    Las minas de plata descubiertas en 1555 no fueron obstáculos para la emigración, y aunque emigró mucha gente, hay que considerar las que vinieron a trabajar en las minas, que fueron muchas.
    Aunque Guadalcanal pertenecía a la región extremeña y formaba parte del triángulo formado por ella, Azuaga y Llerena, muy vinculados entre sí geográficamente y económicamente, se le relacionaba, como toda la sierra norte, con Sevilla, y de esta sierra eran los vinos que se exportaron a América desde el Descubrimiento mismo.
    Los vinos claretes, mostos y tintos añejos eran famosos, hasta el punto de llevar los odres el nombre de Guadalcanal y, extendiéndolos los conquistadores por los nuevos territorios. El trasiego de gentes de un lado a otro del mar, llenaba el pueblo de noticias de ultramar, observándose qué tras salir varios individuos de diversas familias en los primeros viajes, vemos salir familiares más tarde al mismo sitio.
    Todos dejaron hermanos en el pueblo. Muchísimos eran parientes y es que antiguamente las familias de nuestro pueblo estaban unidas por lazos de consanguinidad. El éxito de un indiano influía sobre los paisanos para marcharse, aunque todos no consiguieron éxito y fortuna. Los años de máximas emigración son 1536, con ochenta y nueve personas, con predominio de familias a México, y 1561 con cuarenta y siete, entre ellos muchas familias labradoras, a Nicaragua y Santo Domingo. De todo lo cual se deduce que la emigración de Guadalcanal es fundamentalmente en el siglo XVI.
    El cronista Fernández de Oviedo, señala la fiebre que en todos los niveles despertaron las Indias cuando dice: “Hubo muchos que vendieron los patrimonios, rentas y haciendas que tenían y heredaron de sus padres, y otros, algo menos locos, las empeñaron por algunos años, dejando lo cierto por lo dudoso…, no temiendo en nada lo que tenían en comparación de lo que habían de adquirir y ganar en este camino.”
    El conquistador era por lo general individuo joven. Partían bastantes en pos de aventura, mejora económica y ascenso social. Querían servir a Dios y al rey, pero buscando también posición y riquezas.
    Según las leyes de Indias, el indiano debía ser gente limpia de toda raza de moro, judío, hereje o penitenciado por el Santo Oficio de la Inquisición. Para emigrar era necesario registrarse en la Casa de Contratación de Sevilla con un informe favorable de testigos del pueblo y ponerse en contacto con los dueños de naos o bien con mercaderes acordando el pago. En el Archivo de Indias existe un registro de la familia Bonilla cómo sigue: “Juan de Bonilla e Alonso de Bonilla, hijos de Alonso de Bonilla e Teresa Sánchez su mujer, vecinos de Guadalcanal, pasaron en la nao de Sancho Prieto al Perú, pasajeros de licencia del capitán Francisco Pizarro; juraron Antonio de Ortega y Francisco Muñoz García, vecinos de Guadalcanal, que conocen e que saben que no son de los prohibidos. Año 1534”.
    Del primero que se tiene noticia que emigró en 1509, es Pedro Gómez, artesano, que cambió su oficio por la espada. En 1515, Hernán González Remusgo de la Torre marchó para la conquista de Perú. Su sobrino Fernán González de la Torre, también se halló en dicha conquista. Francisco de Guadalcanal –su verdadero nombre era Francisco González de Bonilla- se asentó en Panamá, donde fue regidor. Mariana Veles de Ortega, una de las primeras que llegaron a Nueva España. Diego Gavilán, en la conquista del Perú, encomendero y fundador de Huamanga.
    El caso de los Bonilla es el más representativo de una familia con éxito. Tras su tío Francisco de Guadalcanal, que marchó en 1517, pasó Rodrigo Núñez de Bonilla, que destacó en La Española y Tierra Firme, donde guerreó con sus armas y caballos, perdiendo muchos esclavos. De la conquista de Panamá pasó al Perú. Fue Tesorero de la Real Hacienda de Quito, recibiendo de Francisco Pizarro varias encomiendas, siendo de los más ricos de allí, pues se calculan en unos cien mil pesos de oro de la época. Más tarde fue nombrado gobernador de los Quijos. Su hijo Rodrigo reedificó la ciudad de Archidona, llamándola Santiago de Guadalcanal. En Quito encontramos también a Alonso de Bastida, que fue Tesorero Real. Pedro Martín Montanero y Juan Gutiérrez de Medina, fueron conquistadores y encomenderos.
    Miembros de la familia Ortega, Antonio y Pedro de Ortega Valencia, parientes de los Bonilla, que salieron de Guadalcanal en 1540, con rumbo a Nueva España, figurando en la Audiencia de Quito, y encontrándose Pedro como Alguacil Mayor de la provincia de Panamá en 1561. En el mismo registro de pasajeros encontramos a Bartolomé de la Parra, hijo del doctor Juan de la Parra. Sebastián del Toro y Rodrigo López, hijo de Pedro López el cerrajero. Otros miembros fueron Gonzalo Yanes de Ortega, su hermano, el mercader Alonso de Ortega; Rodrigo de Ortega y Jerónimo de Ortega Fuentes.
    Otros indianos fueron: Cristóbal de Arcos, mercader de ropa en Lima; Pedro de Arcos, Luis de Funes Bonilla, Juan de Bonilla Mexía, que mandó una barra de plata a su hermana María de Bonilla, y cuando llegó ya había fallecido; Francisco Rodríguez Hidalgo; Alonso y Francisco González de la Espada, dueños de recuas en Arica. Alonso y Juan González de Sancha, en Tucumán; el capitán Francisco de la Cava, en Potosí; Cristóbal López de la Torre, Álvaro García de la Parra, Juan Garzón, Alonso del Toro, Luis Camacho, Martín de Valencia y Ortega, Hernán Sánchez, el bachiller Pedro de Adrada, Gonzalo Pérez, Francisco Muñoz de la Rica y Esteban García, hijo de Diego Alonso Quintero.
    En México nos encontramos a Diego Ramos Gavilán y Antonio de Bastidas y su hermano Cristóbal de Bonilla Bastida, Hernando y Rodrigo Ramos, comerciantes y mineros; García Núñez de la Torre, en Taxco, minero. En Guanajuato, a Álvaro de Castilla Calderón, que destinó cincuenta mil ducados a erigir el Convento de la Concepción, y a su hermano Juan, ambos mercaderes y mineros, y a Gonzalo de Bonilla Barba, propietario de minas, igual que los anteriores. También se encontraban allí Hernán y García Ramos Caballero, Cristóbal Martín Zorro, Luis de Castilla Chaves, Alguacil Mayor de Minas; Pedro Ramos y Alonso de Castilla, que forman una colonia de Guadalcanal en Guanajuato. No podemos dejar de mencionar algunos más, como Pedro Sánchez de Gálvez, los Yanes, Rodrigo, Juan, Pedro, Gonzalo y Francisco, Miguel y Luis Ortega, Diego Ramos, el Rico y Martín Delgado, que marchó en 1535 y que tiene el mismo nombre que el descubridor de las minas de Pozo Rico.
    Sin olvidar María Ramos, la guadalcanalense mas relevante y que su vida merece un capítulo aparte.
    Se llamaban “peruleros” a los que habían estado en Perú y volvían a Guadalcanal con riquezas. Parece ser que el nombre se extendió a los indianos de cualquier parte que volvieran a su tierra.
    Entre los peruleros que había en nuestro pueblo se han encontrado los siguientes: Benito Carranco, en 1624 aparece en la collación de San Sebastián. Había sido socio con los González de Espada y con Arcos en Lima. Juan Bonilla Mejías, Jerónimo Ortega de la Fuente,
    Luis de Bastida, Pedro Sánchez Holgado, Diego Gutiérrez, sastre en Guadalcanal; Francisco de Torres, Rodrigo de Ortega, que estuvo veinte años en México y regresó en 1608; Agustín de Sotomayor, que 1613 ya llevaba cuarenta años en el pueblo desde que volvió.
    Los cinco últimos testificaron en un pleito que hubo sobre Álvaro de Castilla y la Concepción. También hallamos a Jerónimo González dela Espada, hermano de Pedro Martínez de la Pava, cura de Cajatambo, en Perú. Éste al morir, dejó por heredera a su sobrina Ana de Bonilla, de Guadalcanal, en 1615. Bartolomé de la Parra, el hijo del doctor de la Parra, regresó a Santo Domingo, seguramente para ver a sus padres y en 1565 marchó a Nueva Granada.
    Jerónimo de Ortega Valencia, que se fue a Tierra Firme en 1570, lo encontramos en Guadalcanal en 1570, regresando ese mismo año a Indias. Gonzalo Yanes de Ortega, que había venido del Perú, lo vemos marcharse en 1556. Diego Alonso Larios, emigró en1536 a México, volvió al pueblo en 1561, marcha otra vez acompañado de una esclava. También se ha encontrado a la perulera de Santiago en 1565 que tenía un esclavo. El nombre puede referirse a la calle Santiago o a su hospital. En 1577 María González.
    El más famoso perulero de Guadalcanal fue Alonso González de la Pava, que fundó el Convento del Espíritu Santo y un hospital anejo.
    Había hecho un gran capital en Potosí, en las minas de plata del Cerro, que estaban situadas en una montaña. Allí se relacionó con Francisco de la Cava y con Alonso González de la Espada. En 1615 ya estaba en Guadalcanal y en esa fecha se empieza a construir el Convento, figurando en 1619 en la iglesia de Santa Ana, como padrino de bautizo de una sobrina nieta, pues él no tuvo descendencia. Se sabe que poseía minas en la provincia de León en Extremadura. En la escritura de donación manda se digan misas por la conversión de los indios y por las ánimas de los indios muertos en las minas de Potosí, falleciendo en 1620 y siendo sepultado en el Convento del Espíritu Santo, donde se puede ver su retrato en el retablo.
    Su sobrino Juan González de la Pava quiso imitarle y marchó al Perú, siendo desheredado por su tío. Sin embargo, años más tarde aparece su nombre como patrono del Convento.

Dr. Antonio Gordón Bernabé.

Revista de Guadalcanal 1992