Una Tarde...
Desde el fondo de los jardines del
Palacio, como desde un mirador, se divisa la Sierra del Agua con toda su
grandeza. Al frente, domina el paraje un monte alto, redondo, duro, encrespado
de olivos, apenas suavizado por la mancha clara de eucaliptos que bordea la
hilera blanca de casitas de las erillas.
Celestes por la distancia, se pueden
ver hacia la parte de Cazalla, las ondulaciones de la serranía recortándose en
el horizonte. La yerbabuena y el tomillo perfuman el aire que nos llega como
una bendición desde las huertas del gran valle que circunda la parte baja del
pueblo.
Si, está bien, durante las tardes de
verano, allá al fondo, en los jardines del Palacio. Y hacia allí iba un hombre
que subía con dificultad con dificultad la escalerilla que construyeron frente
a la Biblioteca Publica. Luego se acercó a “la
poza” y se quedó allí de pie mirando la lejanía. El viento fresco, le revolvió
los pocos pelos pajizos que nimbaban su cabeza. Era un anciano alto, aún fuerte,
surcado de arrugas el noble rostro, las manos grandes, ásperas, de hombre que
ha trabajado siempre con ellas.
Empezó a
filosofar: “esta es mi tierra. Aquí nací y aquí he vivido hasta hoy, aquí están
enterrados mis padres, mi mujer… He vivido muchas cosas a lo largo de tantos
años que llevo ya clavado a este pedazo de tierra… ¿y para qué?, ¿Por qué me tiene Dios todavía vivo? Yo ya hice todo
lo que tenía que hacer. Sí, de niño corría por las calles de mi pueblo como un
meteoro, el pedazo de pan en la mano, el trompo y la honda en el bolsillo, los
ojos limpios estrenando vida.
Pronto fue
preciso arrimar el hombro, arrimar unas pesetas… Y luego, la Dolores, ¿Qué nos
dijo el señor cura cuando nos casamos? “Para
siempre en el dolor y en la dicha…”
Ahora, dicen
algunos que eso ya no se lleva. ¡Cómo si
las cosas del buen Dios pudiesen los hombres mejorarlas¡ ¿Qué sabrán ellos,
egoístas ignorantes que presumen de sabios?”
Al viejo se le van soltando los
pensamientos. Uno detrás de otro, como las cuentas del rosario, va engarzando
los recuerdos, mientras los ojos miran a lo alto, hacia el azul purísimo del
cielo y los pulmones se llenan de un aire fino que corta y acaricia a un mismo
tiempo.
Ø
Hola Jeromo.
El que llega,
viene renqueando, una pierna se le corva y tiene que sostenerse en un bastón.
Ø
Hola Bastián y ¿esa pierna
cómo va?
Ø
Ya lo ves me duele, me
duele, es “la reuma” que me la tiene más
torcida que en cáncamo. Hasta que un día
la estire y me saque de mi casa con los pies por delante.
Ø
Todavía no Bastián, todavía no.
Jerónimo no calla. Ha dicho un cumplido
y no hay más que añadir, desde hace rato, le ronda en la cabeza.
Ø
Oye… ¿tu sabes lo que
hacemos aquí?
Ø
¿En el palacio? –preguntó a
su vez el otro-
Ø
En la vida, Bastián en la
vida, ¿Cuántos años tienes tú ya?
Ø
¿Y yo que sé?, ¡Si no me
acuerdo ni de la quinta que soy¡
Ø
Pues yo voy con el año.
Ochenta y tres cumpliré en la feria, y la verdad no sé que hago todavía aquí.
Ø
¡Toma pues yo si se lo que
hago¡ Y mira lo que te voy a decir: ¿Te acuerdas de la Cruz de Mayo que levantó
este año el cura en la puerta de la puerta de la iglesia. Pues una tarde fui a
verla de cerca… y entré. Si entré en la iglesia Jeromo y me puse a rezar.
El otro le miraba sin pestañear, con
atención. Batián habla poco, pero cuando lo hace gustaba escucharle. Su voz era recia, pausada, como la voz
de los viejos que escogen las palabras para no decir ni una de más, ni una de
menos, como conocedores que son de la vida y de los hombres.
Ø
Todo está muy bien pensado
Jeromo. Nos enseñan a rezar de niño y siempre queda algo. Hay que ser un mal
bicho para dejar crecer a un niño sin enseñarle a rezar. Mi mujer enseñó a mis
hijos y mis hijos a mis nietos. Es bueno eso, créeme. Así que yo, ahora, he
vuelto a lo que nunca debí dejar. Hay que prepararse para el viaje porque… es
muy serio eso de morirse, ¿comprendes?
Ø
Y… que rezas, si puede
saberse ¿Que le dices tú a Dios, Bastián?
Ø
Mira, no te rías. Yo le doy
las gracias porque me ha permitido llegar a viejo. Otros mueren a mitad del
camino y, quien sabe si todos están preparados o si no lo están preparados, o
si no lo están, ¡Allá ellos¡
Ø
Por mi parte, le agradezco a Dios esta oportunidad y no
pienso perderla. ¡No me la juego, Jeromo, no estoy loco¡ la vejez es un regalo,
¡el {ultimo, Jeromo, el último¡ El primero es la vida y ahora quieren poder
quitársela a algunos no sé con que pretextos muy bien explicados…
Iba cayendo la tarde. Desde lo alto de
la Iglesia, una campana dejó oír su tañido. Fue un único toque, hondo,
profundo, como una llamada de atención o una reverencia, como un dolor o como
un homenaje, En ese momento, a mitad de la Santa Misa, los brazos del sacerdote
descendían, lentamente, hasta el altar, con la hostia consagrada, entre sus
manos.
Allá al fondo del Palacio, Sebastián
echó a andar, renqueándole la pierna del reuma, mientras Jeromo le miraba muy
serio, pensativo, con cariño en los ojos, entrevelados de respeto.
-¡Esa pierna…- le gritó¡
Bastián paró un momento,
volvió el cuerpo con esfuerzo.
Ø La
pierna me duele, sí. ¿Y qué?
Adiós, voy un momento a
saludar a la Patrona
Plácido de la Hera
Revista de feria 1983
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