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domingo, 25 de abril de 2021

La lluvia infinita 7/18

Capítulo 7

Diario de Pedro de Ortega 6 

1 DE FEBRERO.

A mediodía de hoy las dos naos casi se han juntado, y han podido hacernos señas para preguntarnos cómo habíamos salido de la tormenta.

         Tras contestarles que mejor por la ayuda de Dios que por el esfuerzo humano, pese a que éste fue grande, nos han recomendado que andemos con ojo, pues parece que en estas latitudes ha llegado la época de los ciclones, que aquí llaman tifones, y que son tan violentos que parecen que van a enviar los navíos hacia la luna.

Nos hemos dado por enterados, aunque maldita la gracia que nos ha hecho. 

2 DE FEBRERO.

Si digo Isabel, que hoy hemos visto tierra pero que hubiera preferido no verla, no debes pensar que tanta navegación me ha hecho perder el juicio.

Y es que ambas naos han estado a punto de perderse en los arrecifes de los bajos con los que nos hemos topado hoy.

A primeras horas de la tarde, desde la capitana, se dio el grito de tierra hacia el lado de Poniente, a no más de media legua: se trataba de unos bajos, hacia los que, por estar tan cerca, se ha puesto proa, por ver si detrás de ellos había más tierra.

Y cuando estábamos muy cerca de ellos, el viento ha empezado a soplar con tanta violencia a nuestras espaldas que diría que no tocábamos el agua, que volábamos hacia los bajos.

Las dos naos iban sin remedio hacia los bajos, y hemos llegado a ver, las afiladas peñas que los guarnecían, como si el Mar del Sur, por fin, hubiera decidido enseñarnos los dientes, y por más esfuerzos que hemos hecho todos para tratar de desviar los navíos, todo era inútil, y mientras se trabajaba se gemía, se sollozaba, se rezaba, se maldecía y se blasfemaba.

Más de pronto, el viento ha cambiado de dirección con tal fuerza, que creíamos que se volcaban las dos naos, pero, por fortuna, ambas han podido mantener el horizonte y ese terral las ha empujado á mar abierto, fuera de esa Caribdis donde he creído oír, de nuevo, la risa del Diablo.

Hemos abandonado rápido esos bajos, llamados de la Candelaria, por haber sido vistos en el día en que se celebra esta fiesta, que así lo ha dispuesto Mendaña, nos han dicho desde la capitana cuando ambos navíos se han juntado lo suficiente como para hablarnos a gritos, sin necesidad de ninguna seña. 

3 DE FEBRERO.

El viento y el mar descansan.

Gracias a Dios.

Ha sido tanta la fatiga de los últimos días, y tan mal nos hemos visto, que todos los hombres de la almiranta están todavía recuperando el aliento y tentándose la ropa.

Por eso no ha habido lugar a la impaciencia por la esquivez de la tierra. 

6 DE FEBRERO.

El olvido es audaz en los hombres y más cuando se pretende, por eso, una vez que parece que el peligro ha pasado, llevamos tres días de trabajo forzado, con malos modos por parte de todos, y la furia que acecha en cada rincón.

Pero esta tarde, al frente, se han visto nubes bajas, con lo que puede haber tierra, pero estaba lejos y se nos echaría la noche encima antes de llegar a ella, si es que de verdad está allí; por eso ha decidido nuestro piloto mayor, como también han hecho en la almiranta, arriar velas, para que los barcos casi no avancen, no fuera que hubiera más bajos de por medio y no los viéramos, con lo que acabaríamos sin remedio como alimento de peces y demás seres que habitan este Mar del Sur.

Por fortuna, no hay mucho viento, por lo que mañana amaneceremos casi en el mismo lugar.

7 DE FEBRERO.

A1 amanecer se han largado velas, y cuando la luz austral ha iniciado el esplendor de su reinado, hemos comprobado que las nubes se habían disipado un poco y nos han mostrado, de manera clara, la cima afilada de un monte, que ha encendido nuestros corazones de júbilo.

Con retraso, pero tierra, por la ruta trazada por Sarmiento. No puedo consignar cual ha sido la reacción de Gallego, porque desde la almiranta nos han hecho señas ordenándonos que enfiláramos la proa hacia la costa porque parecía lejana y había que intentar llegar antes de que oscureciera, ya que el viento no era muy favorable, con lo que las órdenes y los trabajos se han multiplicado y hemos estado todos atareados hasta bien entrada la tarde, que es cuando nos hemos acercado a la tierra, cuyo box no hemos podido certificar, con lo que si es isla, es muy grande, aunque todos nos inclinamos porque es continente, la Nueva Guinea, con toda probabilidad, pues no puede ser otra cosa.

Y que hemos debido llegar a tierra buena se deduce de dos hechos: el viento es suave, con lo que si hay bajos, no hay peligro de precipitamos sobre ellos, y además, ya anochecido, y sin saber qué rumbo tomar en busca de un puerto abrigado, ha aparecido. una estrella fugaz que ha recorrido el cielo hacia el Este, y al instante se nos ha ordenado que echásemos anclas y que mañana por la mañana, en cuanto amanezca, sigamos la ruta trazada por el astro, porque allí debe haber alguna bahía, ya que nadie duda de que la aparición de dicha estrella no es sino una señal de Dios, que una vez más dispuesto a ayudarnos, la ha enviado para que sepamos dónde encontrar una bahía, pues por la parte por la qué hemos llegado no hemos visto nada más que escarpados acantilados, de roca gris y afilada, y una selva que, desde aquí, a un cuarto de milla de la costa, se nos presenta impenetrable y hostil.

No han aparecido indios, pero es imposible que esta tie-rra, tan distinta de la isla de Jesús, tan baja y sólo poblada de palmeras de cocos, esté deshabitada.

Pero mañana se sabrá más.

Isabel: seguimos vivos, cada vez más, pues las pruebas a las que la Providencia nos ha sometido han sido a cada día más duras y sin embargo henos aquí, lamentado sólo una muerte y varias enfermedades y con la tierra a la vista.

Antes de cenar hemos rezado, guiados por fray Juan de Torres, una salve y un padrenuestro, y hemos cantado el Te Deum Laudamus.

He visto a Gallego, en ambos oficios, mover la boca, pero puedo jurar que no salía ninguna voz de su garganta.

He ordenado doblar la guardia, pues nunca se sabe. 

8 DE FEBRERO.

Hoy escribo esto en tierra, Isabel.

Y durante otros tres días así debe ser.

Pero iré por partes.

Antes del amanecer, una chalupa nos ha recogido a mí y a Enríquez para llevarnos a la capitana, a la que llegamos casi remando a tientas, pues era tan espesa la lluvia que caía que no se veía nada.

Una vez en la capitana, Mendaña nos ha recibido junto a Sarmiento, quien a su gesto hosco de por sí y talante poco alborotado, unía un silencio que me ha hace pensar que la guerra entre él y su almirante no muestra signos de menguar.

-Don Pedro: más tarde buscaremos un puerto abrigado y usted saltará a tierra con treinta hombres, los que más confianza despierten en usted, porque hemos de saber lo antes posible qué es esta tierra, porque Sarmiento sostiene que ha de ser la costa de la Nueva Guinea, pero eso es algo que debemos comprobar.

Esas son las instrucciones que me ha dado Mendaña, que me ha dado cuatro días para ir y volver con noticias con las que podamos hacernos una composición exacta sobre la tierra a la que hemos arribado.

Hemos vuelto a la almiranta castigados por esta lluvia infinita y con los primeros rosas del amanecer iluminando el velamen de la nao Todos los Santos.

E inmediatamente, se han largo velas y levado anclas en busca del puerto en el que fondear, puerto que se ha encontrado media legua más adelante, hacia el Este, en el punto exacto en el que el cometa visto la noche anterior se fundió con el horizonte, por lo que hemos interpretado que Dios ha decidido que esta tierra es el final de nuestra singladura, porque de otra manera no se explica tamaña casualidad: y en cuanto hemos visto la bahía, muy bien abrigada y con una playa de un blanco inmaculado, un murmullo de asombro ha recorrido toda la nao.

Cuando llegábamos a la playa, hemos podido ver que un buen grupo de indios han salido a nuestro encuentro: son también de piel negra y pelo rizado; he ordenado que estuvieran los arcabuceros prevenidos pues tienen fama los naturales de Nueva Guinea de ser muy belicosos además de caníbales, ya que se han contado crueldades sin número atribuidas a esta gente.

Uno de ellos se ha llevado la mano al pecho y dicho:

-Bile Banhana Otauriqui.

Tras numerosos intentos hemos entendido que ése es su nombre, aunque otauriqui creemos que quiere decir jefe o cacique, pues es una palabra casi idéntica a la que usaban los naturales de la isla de Jesús.

Después, y siempre con gestos, nos hemos entendido, y yo les he dicho que servimos a un tauriqui llamado Felipe. Bile Banhana ha preguntado si el tauriqui llamado Felipe es un poderoso señor; le hemos contestado que así era.

Y yo les he preguntado que si aquella tierra era isla o continente, señalándole el mar y haciendo un círculo con el dedo.

Se lo he tenido que repetir varias veces, y él ha señalado el alto pico que vimos hace dos días y ha dicho:

-Tiarabaso.

He entendido yo, y todos los que han bajado a tierra conmigo, que nos decía que subiéramos allí, pues en su cima hallaríamos la respuesta.

Así lo he ordenado.

Hemos andado poco durante el resto del día, pues aquí la selva es tan densa que parece crecer a medida que nos vamos abriendo camino con nuestras espadas.

Además, la infinita lluvia de estas latitudes convierte el suelo de la isla en un cieno negro que nos hace hundirnos en él, en ocasiones hasta los propios tobillos.

Ya oscurecido, hemos acampado en un claro abierto en una loma; he ordenado a los hombres que durmieran sentados, apoyando las espaldas de unos a las de los otros, pues por más que se ha intentado, nos ha sido imposible encender fuego: aquí la lluvia lo anega todo.

Hasta el ánimo.

No nos hemos encontrado con más naturales, pues sólo se han visto un par de grandes bohíos, todos de palma y vacíos, lo que quiere decir que sus moradores son la gente de Bile o que, por el contrario, son otros y han huido al vernos.

De los árboles y las plantas que hemos visto, sólo he reconocido palmeras y cocoteros, además de jengibre. Escribo, Isabel, en medio de un silencio que provoca tal desasosiego que cuando se oyen los aullidos y chillidos de animales o pájaros, que no reconozco, lo agradezco. 

Jesús Rubio Villaverde. 1999

lunes, 19 de abril de 2021

Mausoleo de Ayala en la Sacramental de San Justo

 


El ataúd estaba cubierto de coronas ya marchitas y deshechas

Uno de los mausoleos más espectaculares del cementerio sacramental de San Justo es el del dramaturgo y político Adelardo López de Ayala.

Este magnífico monumento funerario fue levantado tres años después de la muerte de Ayala y costeado por una suscripción patriótica. El proyecto fue de Miguel Aguado de la Sierra y fue materializado por los Hermanos Vallmitjana. El señor Aguado fue también el arquitecto del edificio de la Real Academia de España.

    Es uno de los mausoleos más importantes de los cementerios madrileños. En la base, un sarcófago con la tapa a dos aguas, está adornado con coronas de laurel. Detrás se levanta un monumento de tres cuerpos con el busto del personaje en el pórtico central, flanqueado por columnas jónicas. La erosión ha borrado las facciones del busto. En la plaza de Guadalcanal, su localidad natal se levanta otro monumento con la réplica exacta de ese busto. Encima solo aparece una palabra: “Ayala”. Y remata el espectacular enterramiento un ángel con las alas desplegadas que enarbola una corona de gloria. En el conjunto se pueden apreciar también algunos símbolos masónicos.

El 25 de junio de 1882 se produjo la exhumación de la tumba primitiva y el entierro en el nuevo mausoleo. No faltó la crónica tétrica del momento, publicada por El Liberal (25-6-1882):

--La Comisión entró en el patio de Santa Cruz y rodeó la tumba provisional del gran poeta. Los sepultureros armados de palanquetas, cuñas y rodillos, hicieron girar la pesada losa y el sepulcro quedó abierto. No había tierra: el ataúd estaba cubierto de coronas ya marchitas y deshechas: las manos de los obreros sacaron puñados de laurel y girones de cintas y coronas: después engancharon los garfios de sus cuerdas a las abrazaderas de la caja y esta fue izada con trabajo: el cuerpo de Avala iba a encontrarse de nuevo y por última vez ante la luz. Hubo un instante de ansiedad: iban a destapar el féretro, íbamos a ver los estragos hechos por la tumba en el noble rostro del autor de Consuelo. ¿Fue una pérdida? ¿Fue olvido? ¿Fue un sentimiento respetable que se oponía a la profanación de aquellos restos venerandos por las miradas impertinentes y curiosas? La llave del ataúd no estaba a mano y la caja no se abrió: la ausencia de emanaciones sepulcrales indicaba que el embalsamamiento había vencido a la corrupción: pero el magnífico ataúd rodeado de ángeles y cubierto por un Cristo de zinc, guardó el secreto.

El cortejo fúnebre de Adelardo pasó por delante del teatro español, en el que había debutado el año 1851 con Un hombre de estado. Allí se detuvo la mañana del 2 de enero de 1880 para recibir el homenaje de los actores. Mientras tanto, en el centro de la plaza de Santa Ana, se esperaba a que pasase el duelo para inaugurar el monumento a Pedro Calderón de la Barca, que todavía se levanta en ese lugar.

Según se comentó en la prensa, don Adelardo tenía pensado contraer matrimonio en breve con la actriz Elisa Mendoza Tenorio y no llegó a celebrase. Ella contraería matrimonio después con el doctor Tolosa Latour.

Adelardo había nacido en Guadalcanal, provincia de Badajoz, el 1 de mayo de 1828. Con catorce años se trasladó a Sevilla para estudiar y allí tuvo una juventud agitada. Allí conoció a Antonio García Gutiérrez, el autor del trovador.

Como bastantes casos, el dramaturgo triunfante acabó centrando su vida en la política, después de haber dado unas quince obras a las tablas. Entre ellas El tanto por ciento, El tejado de vidrio, Un nuevo don Juan o Consuelo, que fue la última que estrenó en 1878.

Desde 1857 se sentó en el Congreso de los diputados, militando en el partido Liberal. Anteriormente se había afiliado a la causa conservadora. Su carrera política también fue bastante agitada. Hasta sufrió el destierro en Portugal por su oposición a Isabel II. Más tarde, con Amadeo de Saboya, sería Ministro de Ultramar, cargo del que dimitió, también por sus ideas políticas. Entretanto, en 1870, había ingresado en la Real Academia pronunciando el discurso Pedro Calderón de la Barca. Volvió a ser diputado y ministro bajo el reinado de Alfonso XII, llegando a alcanzar la presidencia del Congreso en 1878, cargo que ocupaba al morir. Ese mismo año se despidió de la escena. El Rey acudió al estreno de Consuelo en el teatro español. Aunque el monarca llegó a ofrecerle la presidencia del Consejo de Ministros, renunció en favor de Antonio Cánovas. Vaivenes ideológicos: de ayudar a derribar a Isabell II en 1868, a ministro de su hijo y heredero.

Tenía cincuenta y un años cuando murió el 30 de diciembre de 1879. El Ayuntamiento de Madrid le dedico una de las calles importantes del barrio de Salamanca, que conocemos solamente con el apellido de Ayala.

Hemerotecas

domingo, 11 de abril de 2021

La lluvia infinita 6/18

Capítulo 6

 Diario de Pedro de Ortega 5

17 DE ENERO.

El abastecimiento de la capitana no ha sido tan diligente como el de la nuestra, porque parece que en ella van más hombres enfermos, por lo que no se ha zarpado al amanecer, tal y como se estaba previsto.

Y con las primeras luces de la aurora, que en esta isla ha mostrado unos colores nunca vistos, han vuelto los indios. Esta vez eran más canaluchos, y en ellos iban sólo hombres, lo que en principio hemos supuesto como señal de clara hostilidad, y más cuando han comenzado a gritar como poseídos y a agitar una especie de macanas que parecen ser su única arma.

Pero poco después se han callado y han comenzado a señalar a uno de ellos, emplumado como un pavo y con muchos colgantes.

Hemos entendido que era su jefe, al que señalaban mientras gritaban:

-Tauriqui, tauriqui.

Una palabra que se piensa que significa jefe, o capitán. Desde la capitana han señalado todos a Mendaña y han gritado también:

-Tauriqui, tauriqui.

Y han dejado de chillar.

Un par de marineros se han lanzado al agua y han empezado a nadar entre ellos, mientras yo daba orden a los artilleros de que cargaran los arcabuces, por si los atacaban, pero ellos lo han subido a sus canaluchos y los han empezado a tocar con ojos perplejos, y señalaban especialmente la barba de los marineros. Hemos subido a uno de los indios, que son de mediana estatura y negros como la noche, de grandes y fuertes dientes y gran cabellera rizada, y le hemos dado a probar un poco de vino en una copa de plata; ha bebido con deleite, ha cogido la copa y se ha tirado con ella al agua.

No hemos tenido más remedio que reír, y Alonso Cabezas, uno de los soldados, ha dicho:

-Cristianos, moros, judíos, negros o indios... El vino iguala a todos.

Y hemos vuelto a reír.

Poco después los indios se han marchado a la playa haciendo señas, de nuevo, para que marcháramos con ellos, pero se ha zarpado a media tarde, cuando la capitana ha sido abastecida del todo.

Hemos cenado coco, que en esta isla es sabrosísimo, y todos viajamos ya con muy buen ánimo.

Al poco de dejar la isla de Jesús, la lluvia, que se había convertido en nuestra impertinente compañera, nos ha dejado. Seguimos con la ruta del Suroeste, una cuarta hacia el Sur, dejando la línea Equinoccial, por tanto, a mayor velocidad.

Buen viento.

Mar serena.

18 DE ENERO.

Poco más que reseñar, salvo que, a mediodía, hacia el este, nos ha parecido ver una ballena, y eso es señal de que no debe haber cerca ninguna tierra.

Sigue el buen viento y la mar se muestra amiga.

19 DE ENERO.

Algunos de los hombres que tenemos enfermos parecen mejorar, y dice Juan de Torres, el franciscano, que los cocos frescos y el agua sana, que ahora abunda, están obrando el milagro; y yo le he respondido:

-Eso y que Dios parece estar ya con nosotros. Dos meses, Isabel, desde que partimos de Lima.

Y en dos meses hemos triunfado, muerto y resucitado, así de mudable es la Fortuna.

El viento casi nos hace volar sobre las aguas. 

2O DE ENERO.

Poco después del amanecer hemos visto, hacia Levante, nubes bajas, que hemos creído que eran señales de tierra, pero estaban tan lejanas y nos desviaban tanto de la ruta que no hemos ido a ella.

Gallego sigue callado, parece que el haber encontrado la isla de Jesús le ha demostrado su error, y no parece hombre al que le guste decir que ha errado.

Pero así ha sido.

Yo, Isabel, me encuentro recuperado, aunque a veces siento un temblor en las manos que es un viejo regalo de la debilidad que casi me lleva a la muerte.

A veces lamento que Pedro no esté con nosotros para disfrutar de la luz que baña a este Mar del Sur, que parece que es aquí donde Dios decidió que naciera. 

21 DE ENERO.

De nuevo ha brotado la impaciencia entre buena parte de los marineros, pues hoy deberíamos haber llegado ya a nuevas islas, las que preceden a la Nueva Guinea, pero no ha sido así.

No se le puede echar la culpa al viento, porque él ha sido nuestro más fiel aliado.

He tranquilizado a mis subordinados diciéndoles que cuando se ha hecho caso de los rumbos marcados por Sarmiento, hemos visto tierra, y que por tanto no ha razón alguna para desconfiar; y les he dicho, además, que aunque el cosmógrafo es un marinero experto, que por algo don Lope García de Castro medió por él ante el Santo Oficio, se basa en informaciones muy antiguas, que aunque correctas, pueden no ser del todo precisas.

Y por si eso no era bastante, siempre había posibilidad, si las provisiones escasearan, de volver hacia la isla de Jesús, para abastecerse y volver a Lima.

Parece que he conseguido tranquilizarles.

Pero Gallego sigue teniendo mucho ascendiente entre los suyos, que ya empiezan a mirar de lado. Habrá que tener firme la mano de nuevo. 

24 DE ENERO.

Con las nuevas fuerzas y la ausencia de tierra han vuelto las riñas, como es de ley al talante bravucón de los marineros, así que hoy he tenido que dar castigo a uno de estos rufianes, que amenazó con un cuchillo a uno de mis soldados.

Le he dejado doce horas atado al palo mayor, para que se calmara.

No hacía más que pedir agua y he prohibido que se la dieran.

Casi a medianoche he mandado que fuera desatado y se le diera de comer y beber.

Sé que este tipo de acciones no hacen sino enemistarme más con Gallego y su recua de golfos, pero la disciplina no entiende de piedades. 

27 DE ENERO.

Con el viento que ha soplado y lo que hemos debido de navegar casi no sería extraño que la nueva tierra que viéramos fuera la del cabo de Buena Esperanza, pero este Mar del Sur es más extenso que cuanto han podido imaginar todos los geógrafos, incluido el propio Sarmiento.

Hemos navegado más de mil seiscientas leguas, pero hay que tener en cuenta que antes de que viéramos la isla de Jesús, doce días atrás, hemos estado surcando la mar a una parte y otra, con lo que hay que descontar, por lo menos, trescientas leguas.

Pero no puedo por menos que sentir impaciencia yo también.

Y no tengo ya casi argumentos para apaciguar las sospechas que se han apoderado de todos, incluidos mi propio hijo Jerónimo y mi paisano Francisco Jiménez Rico.

Eso sin contar con las continuas conspiraciones de Gallego, de quien Enríquez me ha informado que, nada más tocarse la próxima isla o continente tiene intenciones de exponerle todas sus quejas y dudas a Álvaro de Mendaña.

He ido a hablar con él y se lo he prohibido de manera enérgica.

El sólo ha sonreído

         Como sonríe el lobo que sabe que la presa no puede huir. Se muestra muy seguro de sí. 

29 DE ENERO.

Dos días sin ninguna novedad: ni tierra, ni nubes bajas, ni ballenas, ni riñas, ni conspiraciones.

Sólo tu recuerdo, Isabel. 

30 DE ENERO.

Esta mañana, de manera brusca, el tiempo ha cambiado, y cuando escribo esto, todavía lo hago, Isabel, en medio de un mar ofuscado; esta tarde, hemos visto olas enormes, que se diría que se alzan sobre los cielos para engullirlos.

Todos hemos temido por nuestras vidas, y hemos rezado, aunque he de decir, porque no quiero salirme un punto de la verdad, que los marineros han trabajado con ardor, porque en ocasiones el viento era tan fuerte, que pensábamos que se nos venía abajo toda la arboladura del navío.

Y el primero en trabajar ha sido Juan de Torres, el franciscano, cuya silueta, recortada por los truenos que castigan con fiereza la inmensidad de este Mar del Sur, me ha parecido la más gallarda y valiente que jamás he visto; y eso que he conocido a hombres notables, como Hernán Santillán, o el mismísimo Hernández Girón, que no por su ruindad y deslealtad he de negarle su valentía.

Cuando la tormenta ha arreciado, a eso del ocaso, la madera crujía de tal manera que parecía que se iba a descuartizar el barco; y ha entrado tanta agua que, por unos momentos, no andábamos sobre cubierta, sino que nadábamos; y algunos hombres se asían a los cabos, colgando de los palos, y eran volteados por el aire como peleles, que temíamos que fueran a caer al mar, de donde nos hubiera sido imposible rescatarlos.

Ya a medianoche, los cielos nos han dado algo de tregua, aunque el viento sigue siendo fuerte y navegamos con marejada.

Juan de Torres ha rezado una salve.

Y todos con él.

Era lo único que no habíamos tenido hasta el momento: ciclones, pero te juro, Isabel, que me hubiera gustado no conocerlos.

Jamás he visto tormentas como las de estas latitudes.

Y eso que en Panamá, cuando el cielo ruge, parece escucharse la mismísima risa del diablo. 

31 DE ENERO.

Mar caprichosa y a veces enfadada, como si estuviera harta de llevarnos sobre su lomo, pero, por fortuna, no tan furiosa como ayer.

El viento ha sido también fuerte, pero los hombres no han tenido que dejarse el alma para garantizar el buen gobierno del barco.

La nao capitana, mucho más grande y pesada, no parece haber sufrido tanto como la nuestra, en la que se han soltado cabos y palos, y algunas velas se han rajado.

Eso nos hace ir más lentos que la capitana, que a lo largo del día ha sido un leve punto sobre el horizonte, pero Gallego confía en que se den cuenta de que la distancia que nos separa es demasiada y poco aconsejable y decidan arriar velas y esperarnos.

Los hombres están muy fatigados y Gallego me ha pedido reducir la guardia y los turnos para que descansen más. He accedido, Isabel, porque me ha parecido una medida sensata, aunque no les habrá parecido lo mismo a los que hayan tenido que pasar la noche en vela.                                              

Pero mañana descansarán ellos.

 

Jesús Rubio Villaverde. 1999

domingo, 4 de abril de 2021

Viernes Santo, día 5 de abril 1504

TERREMOTO EN NUESTRA PROVINCIA


Nuestro gran amigo Rafael, «Electrovira» (que es como cariñosamente llamamos los a Rafael Rodríguez Márquez sus buenos amigos), en una carta, escrita esa sinceridad y grandeza de corazón que le caracteriza, nos pide que a ver manera de contribuir en la Revista de Ferias con unos datos históricos sobre tan entrañable pueblo suyo (también lo es nuestro), y que, a ser posible, in poco conocidos.

Y yo, que ni a Guadalcanal ni a nuestro buen amigo Ra­fael puedo negar nada, no me lo pensé dos veces seguidas y, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, me transformé en mis horas libres en un auténtico ratón de biblioteca. Hubo suertecilla, menos mal, y ahí van los resultados. Se trata de unos nimios datos históricos que, aunque nimios, los creo muy curiosos y hasta interesantes para todos los hijos de ese luminoso pueblo, enclavado el incomparable marco de la bellísima Sierra Norte.
En los Anales de Don Diego Ortiz de Zúñiga, caballero de la Orden de San-o, di con la descripción que se hace de un terremoto, que en 1504 afectara a y su provincia, y cuya sinopsis es la siguiente:

“En Sevilla, en el año del Señor del 1504, Viernes Santo, día 5 de abril, como a la hora de Tercia, siendo Sumo Pontifico Julio II y Arzobispo de Sevilla D. Juan de Zúñiga, y reinando en Aragón, Castilla, Sicilia y Cerdeña los cristianísimos Reyes Don Fernando y Doña Isabel, mientras el Clero y el pueblo estaban juntos en la Catedral para celebrar los Santos Oficios, un repentino terremoto estremeció con horrible y cruel estruendo todas las iglesias y casas, de modo que amenazaban caerse. Todos los hombres, mujeres y niños daban tan grandes voces como si hubieran perdido el juicio, y se hirían el pecho temeroso de la ira de Dios, invocando el favor y auxilio del Señor y la Beatísima Virgen. Los caballos, los jumentos, los bueyes y los perros aterraban con sus ahullidos. el Guadalquivir, elevado su nivel por tres o cuatro veces y sobremanera alterado, se desbordó, y parecía haber llegado el día del Juicio Final.
Los que estaban en los campos aseguraban haber visto obscurecerse el sol y caer grandes granizos y que se abrían grandes pozos arrojando abundante agua por sus bocas, y los montes abiertos exhalando vientos con cenizas. En los pueblos de Carmona, Cantillana, Villanueva y Lora se cayeron los edificios, oprimiendo a muchas personas. Y hay quien afirma haber visto fuentes, cuyas aguas eran del color de la sangre, en los pue­blos de Almadén, Cazalla, GUADALCANAL y otros, que fueron casi ente­ramente destruidos”.
Casualmente (y la cosa va de terremotos) pude dar con otro legajo, tan ranció y matusalénico como el anterior, en el que se dice:
“El día de Todos los Santos de 1755 hubo una gran terremoto en la Sierra Norte de Sevilla. En acción de gracias, por no haber recibido dañe ni en sus personas ni inmuebles ni en ganados, la Comunidad de la Parroquia de Santa María de Guadalcanal, presidida por el párroco don Juan de Ortega, acordó celebrar perpetuamente una Misa seguida de Procesión con el Santísimo por la Plaza Mayor, en la que habrá dos altares, replete de flores, para sendas Estaciones de su Divina Majestad. Los gastos i cera y flores, por un importe de 16 reales de vellón, serán sufragados por el Consejo de la Villa”.

José Titos Alfaro

Revista de feria 1980