Capítulo 7
Diario de Pedro de Ortega 6
1 DE FEBRERO.
A mediodía de
hoy las dos naos casi se han juntado, y han podido hacernos señas para
preguntarnos cómo habíamos salido de la tormenta.
Tras
contestarles que mejor por la ayuda de Dios que por el esfuerzo humano, pese a
que éste fue grande, nos han recomendado que andemos con ojo, pues parece que
en estas latitudes ha llegado la época de los ciclones, que aquí llaman
tifones, y que son tan violentos que parecen que van a enviar los navíos hacia
la luna.
Nos hemos dado por enterados, aunque maldita la gracia que nos ha hecho.
2 DE FEBRERO.
Si digo Isabel,
que hoy hemos visto tierra pero que hubiera preferido no verla, no debes pensar
que tanta navegación me ha hecho perder el juicio.
Y es que ambas
naos han estado a punto de perderse en los arrecifes de los bajos con los que
nos hemos topado hoy.
A
primeras horas de la tarde, desde la capitana, se dio el grito de tierra hacia
el lado de Poniente, a no más de media legua: se trataba de unos bajos, hacia
los que, por estar tan cerca, se ha puesto proa, por ver si detrás de ellos
había más tierra.
Y cuando
estábamos muy cerca de ellos, el viento ha empezado a soplar con tanta
violencia a nuestras espaldas que diría que no tocábamos el agua, que volábamos
hacia los bajos.
Las dos naos
iban sin remedio hacia los bajos, y hemos llegado a ver, las afiladas peñas que
los guarnecían, como si el Mar del Sur, por fin, hubiera decidido enseñarnos
los dientes, y por más esfuerzos que hemos hecho todos para tratar de desviar
los navíos, todo era inútil, y mientras se trabajaba se gemía, se sollozaba, se
rezaba, se maldecía y se blasfemaba.
Más de pronto,
el viento ha cambiado de dirección con tal fuerza, que creíamos que se volcaban
las dos naos, pero, por fortuna, ambas han podido mantener el horizonte y ese
terral las ha empujado á mar abierto, fuera de esa Caribdis donde he creído
oír, de nuevo, la risa del Diablo.
Hemos abandonado rápido esos bajos, llamados de la Candelaria, por haber sido vistos en el día en que se celebra esta fiesta, que así lo ha dispuesto Mendaña, nos han dicho desde la capitana cuando ambos navíos se han juntado lo suficiente como para hablarnos a gritos, sin necesidad de ninguna seña.
3 DE FEBRERO.
El viento y el
mar descansan.
Gracias a Dios.
Ha sido tanta la fatiga de los últimos
días, y tan mal nos hemos visto, que todos los hombres de la almiranta están
todavía recuperando el aliento y tentándose la ropa.
Por eso no ha habido lugar a la impaciencia por la esquivez de la tierra.
6 DE FEBRERO.
El olvido es
audaz en los hombres y más cuando se pretende, por eso, una vez que parece que
el peligro ha pasado, llevamos tres días de trabajo forzado, con malos modos
por parte de todos, y la furia que acecha en cada rincón.
Pero esta
tarde, al frente, se han visto nubes bajas, con lo que puede haber tierra, pero
estaba lejos y se nos echaría la noche encima antes de llegar a ella, si es que
de verdad está allí; por eso ha decidido nuestro piloto mayor, como también han
hecho en la almiranta, arriar velas, para que los barcos casi no avancen, no
fuera que hubiera más bajos de por medio y no los viéramos, con lo que
acabaríamos sin remedio como alimento de peces y demás seres que habitan este
Mar del Sur.
Por fortuna, no hay mucho viento, por lo que mañana amaneceremos casi en el mismo lugar.
7 DE FEBRERO.
A1 amanecer se
han largado velas, y cuando la luz austral ha iniciado el esplendor de su
reinado, hemos comprobado que las nubes se habían disipado un poco y nos han
mostrado, de manera clara, la cima afilada de un monte, que
ha encendido nuestros corazones de júbilo.
Con retraso,
pero tierra, por la ruta trazada por Sarmiento. No puedo consignar cual ha sido
la reacción de Gallego, porque desde la almiranta nos han hecho señas
ordenándonos que enfiláramos la proa hacia la costa porque parecía lejana y
había que intentar llegar antes de que oscureciera, ya que el viento no era muy
favorable, con lo que las órdenes y los trabajos se han multiplicado y hemos
estado todos atareados hasta bien entrada la tarde, que es cuando nos hemos
acercado a la tierra, cuyo box no hemos podido certificar, con lo que si es
isla, es muy grande, aunque todos nos inclinamos porque es continente, la Nueva
Guinea, con toda probabilidad, pues no puede ser otra cosa.
Y que hemos
debido llegar a tierra buena se deduce de dos hechos: el viento es suave, con
lo que si hay bajos, no hay peligro de precipitamos sobre ellos, y además, ya
anochecido, y sin saber qué rumbo tomar en busca de un puerto abrigado, ha
aparecido. una estrella fugaz que ha recorrido el cielo hacia el Este, y al
instante se nos ha ordenado que echásemos anclas y que mañana por la mañana, en
cuanto amanezca, sigamos la ruta trazada por el astro, porque allí debe haber
alguna bahía, ya que nadie duda de que la aparición de dicha estrella no es
sino una señal de Dios, que una vez más dispuesto a ayudarnos, la ha enviado
para que sepamos dónde encontrar una bahía, pues por la parte por la qué hemos
llegado no hemos visto nada más que escarpados acantilados, de roca gris y
afilada, y una selva que, desde aquí, a un cuarto de milla de la costa, se nos
presenta impenetrable y hostil.
No han
aparecido indios, pero es imposible que esta tie-rra, tan distinta de la isla
de Jesús, tan baja y sólo poblada de palmeras de cocos, esté deshabitada.
Pero mañana se
sabrá más.
Isabel:
seguimos vivos, cada vez más, pues las pruebas a las que la Providencia nos ha
sometido han sido a cada día más duras y sin embargo henos aquí, lamentado sólo
una muerte y varias enfermedades y con la tierra a la vista.
Antes de cenar
hemos rezado, guiados por fray Juan de Torres, una salve y un padrenuestro, y
hemos cantado el Te Deum Laudamus.
He visto a
Gallego, en ambos oficios, mover la boca, pero puedo jurar que no salía ninguna
voz de su garganta.
He ordenado doblar la guardia, pues nunca se sabe.
8 DE FEBRERO.
Hoy escribo
esto en tierra, Isabel.
Y durante otros
tres días así debe ser.
Pero iré por
partes.
Antes del amanecer,
una chalupa nos ha recogido a mí y a Enríquez para llevarnos a la capitana, a
la que llegamos casi remando a tientas, pues era tan espesa la lluvia que caía
que no se veía nada.
Una vez en la
capitana, Mendaña nos ha recibido junto a Sarmiento, quien a su gesto hosco de
por sí y talante poco alborotado, unía un silencio que me ha hace pensar que la
guerra entre él y su almirante no muestra signos de menguar.
-Don Pedro: más
tarde buscaremos un puerto abrigado y usted saltará a tierra con treinta hombres,
los que más confianza despierten en usted, porque hemos de
saber lo antes posible qué es esta tierra, porque Sarmiento sostiene que ha de
ser la costa de la Nueva Guinea, pero eso es algo que debemos comprobar.
Esas son las
instrucciones que me ha dado Mendaña, que me ha dado cuatro días para ir y
volver con noticias con las que podamos hacernos una composición exacta sobre
la tierra a la que hemos arribado.
Hemos vuelto a
la almiranta castigados por esta lluvia infinita y con los primeros rosas del
amanecer iluminando el velamen de la nao Todos los Santos.
E
inmediatamente, se han largo velas y levado anclas en busca del puerto en el
que fondear, puerto que se ha encontrado media legua más adelante, hacia el
Este, en el punto exacto en el que el cometa visto la noche anterior se fundió
con el horizonte, por lo que hemos interpretado que Dios ha decidido que esta
tierra es el final de nuestra singladura, porque de otra manera no se explica
tamaña casualidad: y en cuanto hemos visto la bahía, muy bien abrigada y con
una playa de un blanco inmaculado, un murmullo de asombro ha recorrido toda la
nao.
Cuando
llegábamos a la playa, hemos podido ver que un buen grupo de indios han salido
a nuestro encuentro: son también de piel negra y pelo rizado; he ordenado que
estuvieran los arcabuceros prevenidos pues tienen fama los naturales de Nueva
Guinea de ser muy belicosos además de caníbales, ya que se han contado
crueldades sin número atribuidas a esta gente.
Uno de ellos se
ha llevado la mano al pecho y dicho:
-Bile
Banhana Otauriqui.
Tras
numerosos intentos hemos entendido que ése es su nombre, aunque otauriqui creemos
que quiere decir jefe o cacique, pues es una palabra casi idéntica a la que
usaban los naturales de la isla de Jesús.
Después, y
siempre con gestos, nos hemos entendido, y yo les he dicho que servimos a un tauriqui
llamado Felipe. Bile Banhana ha preguntado si el tauriqui llamado
Felipe es un poderoso señor; le hemos contestado que así era.
Y yo les he
preguntado que si aquella tierra era isla o continente, señalándole el mar y
haciendo un círculo con el dedo.
Se lo he tenido
que repetir varias veces, y él ha señalado el alto pico que vimos hace dos días
y ha dicho:
-Tiarabaso.
He entendido
yo, y todos los que han bajado a tierra conmigo, que nos decía que subiéramos
allí, pues en su cima hallaríamos la respuesta.
Así lo he
ordenado.
Hemos andado
poco durante el resto del día, pues aquí la selva es tan densa que parece
crecer a medida que nos vamos abriendo camino con nuestras espadas.
Además, la
infinita lluvia de estas latitudes convierte el suelo de la isla en un cieno
negro que nos hace hundirnos en él, en ocasiones hasta los propios tobillos.
Ya oscurecido,
hemos acampado en un claro abierto en una loma; he ordenado a los hombres que
durmieran sentados, apoyando las espaldas de unos a las de los otros, pues por
más que se ha intentado, nos ha sido imposible encender fuego: aquí la lluvia
lo anega todo.
No nos hemos
encontrado con más naturales, pues sólo se han visto un par de grandes bohíos,
todos de palma y vacíos, lo que quiere decir que sus moradores son la gente de Bile
o que, por el contrario, son otros y han huido al vernos.
De los árboles y las plantas que hemos visto, sólo he reconocido palmeras y cocoteros, además de jengibre. Escribo, Isabel, en medio de un silencio que provoca tal desasosiego que cuando se oyen los aullidos y chillidos de animales o pájaros, que no reconozco, lo agradezco.
Jesús Rubio Villaverde. 1999