Capítulo
6
17 DE ENERO.
El
abastecimiento de la capitana no ha sido tan diligente como el de la nuestra,
porque parece que en ella van más hombres enfermos, por lo que no se ha zarpado
al amanecer, tal y como se estaba previsto.
Y con las
primeras luces de la aurora, que en esta isla ha mostrado unos colores nunca
vistos, han vuelto los indios. Esta vez eran más canaluchos, y en ellos iban
sólo hombres, lo que en principio hemos supuesto como señal de clara
hostilidad, y más cuando han comenzado a gritar como poseídos y a agitar una
especie de macanas que parecen ser su única arma.
Pero poco
después se han callado y han comenzado a señalar a uno de ellos, emplumado como
un pavo y con muchos colgantes.
Hemos entendido
que era su jefe, al que señalaban mientras gritaban:
-Tauriqui,
tauriqui.
Una palabra que
se piensa que significa jefe, o capitán. Desde la capitana han señalado todos a
Mendaña y han gritado también:
-Tauriqui,
tauriqui.
Y han dejado de
chillar.
Un par de
marineros se han lanzado al agua y han empezado a nadar entre ellos, mientras
yo daba orden a los artilleros de que cargaran los arcabuces, por si los
atacaban, pero ellos lo han subido a sus canaluchos y los
han empezado a tocar con ojos perplejos, y señalaban especialmente la barba de
los marineros. Hemos subido a uno de los indios, que son de mediana estatura y
negros como la noche, de grandes y fuertes dientes y gran cabellera rizada, y
le hemos dado a probar un poco de vino en una copa de plata; ha bebido con
deleite, ha cogido la copa y se ha tirado con ella al agua.
No hemos tenido
más remedio que reír, y Alonso Cabezas, uno de los soldados, ha dicho:
-Cristianos,
moros, judíos, negros o indios... El vino iguala a todos.
Y hemos vuelto
a reír.
Poco después
los indios se han marchado a la playa haciendo señas, de nuevo, para que
marcháramos con ellos, pero se ha zarpado a media tarde, cuando la capitana ha
sido abastecida del todo.
Hemos cenado
coco, que en esta isla es sabrosísimo, y todos viajamos ya con muy buen ánimo.
Al poco de
dejar la isla de Jesús, la lluvia, que se había convertido en nuestra
impertinente compañera, nos ha dejado. Seguimos con la ruta del Suroeste, una
cuarta hacia el Sur, dejando la línea Equinoccial, por tanto, a mayor
velocidad.
Buen viento.
Mar serena.
18 DE ENERO.
Poco más que
reseñar, salvo que, a mediodía, hacia el este, nos ha parecido ver una ballena,
y eso es señal de que no debe haber cerca ninguna tierra.
Sigue el buen viento y la mar se muestra amiga.
Algunos de los
hombres que tenemos enfermos parecen mejorar, y dice Juan de Torres, el
franciscano, que los cocos frescos y el agua sana, que ahora abunda, están
obrando el milagro; y yo le he respondido:
-Eso y que Dios parece estar ya
con nosotros. Dos meses, Isabel, desde que partimos de Lima.
Y en dos meses
hemos triunfado, muerto y resucitado, así de mudable es la Fortuna.
El viento casi nos hace volar sobre las aguas.
2O DE ENERO.
Poco después
del amanecer hemos visto, hacia Levante, nubes bajas, que hemos creído que eran
señales de tierra, pero estaban tan lejanas y nos desviaban tanto de la ruta
que no hemos ido a ella.
Gallego sigue
callado, parece que el haber encontrado la isla de Jesús le ha demostrado su
error, y no parece hombre al que le guste decir que ha errado.
Pero así ha
sido.
Yo, Isabel, me
encuentro recuperado, aunque a veces siento un temblor en las manos que es un
viejo regalo de la debilidad que casi me lleva a la muerte.
A veces lamento que Pedro no esté con nosotros para disfrutar de la luz que baña a este Mar del Sur, que parece que es aquí donde Dios decidió que naciera.
21 DE ENERO.
De nuevo ha
brotado la impaciencia entre buena parte de los marineros, pues hoy deberíamos
haber llegado ya a nuevas islas, las que preceden a la Nueva
Guinea, pero no ha sido así.
No se le puede
echar la culpa al viento, porque él ha sido nuestro más fiel aliado.
He
tranquilizado a mis subordinados diciéndoles que cuando se ha hecho caso de los
rumbos marcados por Sarmiento, hemos visto tierra, y que por tanto no ha razón
alguna para desconfiar; y les he dicho, además, que aunque el cosmógrafo es un
marinero experto, que por algo don Lope García de Castro medió por él ante el
Santo Oficio, se basa en informaciones muy antiguas, que aunque correctas,
pueden no ser del todo precisas.
Y por si eso no
era bastante, siempre había posibilidad, si las provisiones escasearan, de
volver hacia la isla de Jesús, para abastecerse y volver a Lima.
Parece que he
conseguido tranquilizarles.
Pero Gallego sigue teniendo mucho ascendiente entre los suyos, que ya empiezan a mirar de lado. Habrá que tener firme la mano de nuevo.
24 DE ENERO.
Con las nuevas
fuerzas y la ausencia de tierra han vuelto las riñas, como es de ley al talante
bravucón de los marineros, así que hoy he tenido que dar castigo a uno de estos
rufianes, que amenazó con un cuchillo a uno de mis soldados.
Le he dejado
doce horas atado al palo mayor, para que se calmara.
No
hacía más que pedir agua y he prohibido que se la dieran.
Casi a
medianoche he mandado que fuera desatado y se le diera de comer y beber.
Sé que este tipo de acciones no hacen sino enemistarme más con Gallego y su recua de golfos, pero la disciplina no entiende de piedades.
27 DE ENERO.
Con el viento
que ha soplado y lo que hemos debido de navegar casi no sería extraño que la
nueva tierra que viéramos fuera la del cabo de Buena Esperanza, pero este Mar
del Sur es más extenso que cuanto han podido imaginar todos los geógrafos,
incluido el propio Sarmiento.
Hemos navegado
más de mil seiscientas leguas, pero hay que tener en cuenta que antes de que
viéramos la isla de Jesús, doce días atrás, hemos estado surcando la mar a una
parte y otra, con lo que hay que descontar, por lo menos, trescientas leguas.
Pero no puedo
por menos que sentir impaciencia yo también.
Y no tengo ya
casi argumentos para apaciguar las sospechas que se han apoderado de todos,
incluidos mi propio hijo Jerónimo y mi paisano Francisco Jiménez Rico.
Eso sin contar
con las continuas conspiraciones de Gallego, de quien Enríquez me ha informado
que, nada más tocarse la próxima isla o continente tiene intenciones de
exponerle todas sus quejas y dudas a Álvaro de Mendaña.
He ido a hablar
con él y se lo he prohibido de manera enérgica.
Como sonríe el lobo que sabe que la presa no puede huir. Se muestra muy seguro de sí.
29 DE ENERO.
Dos días sin
ninguna novedad: ni tierra, ni nubes bajas, ni ballenas, ni riñas, ni
conspiraciones.
Sólo tu recuerdo, Isabel.
30 DE ENERO.
Esta mañana, de
manera brusca, el tiempo ha cambiado, y cuando escribo esto, todavía lo hago,
Isabel, en medio de un mar ofuscado; esta tarde, hemos visto olas enormes, que
se diría que se alzan sobre los cielos para engullirlos.
Todos hemos temido por nuestras vidas,
y hemos rezado, aunque he de decir, porque no quiero salirme un punto de la
verdad, que los marineros han trabajado con ardor, porque en ocasiones el
viento era tan fuerte, que pensábamos que se nos venía abajo toda la arboladura
del navío.
Y el primero en
trabajar ha sido Juan de Torres, el franciscano, cuya silueta, recortada por
los truenos que castigan con fiereza la inmensidad de este Mar del Sur, me ha
parecido la más gallarda y valiente que jamás he visto; y eso que he conocido a
hombres notables, como Hernán Santillán, o el mismísimo Hernández Girón, que no
por su ruindad y deslealtad he de negarle su valentía.
Cuando la
tormenta ha arreciado, a eso del ocaso, la madera crujía de tal manera que
parecía que se iba a descuartizar el barco; y ha entrado tanta agua que, por unos momentos, no andábamos sobre cubierta, sino que nadábamos;
y algunos hombres se asían a los cabos, colgando de los palos, y eran volteados
por el aire como peleles, que temíamos que fueran a caer al mar, de donde nos
hubiera sido imposible rescatarlos.
Ya a
medianoche, los cielos nos han dado algo de tregua, aunque el viento sigue
siendo fuerte y navegamos con marejada.
Juan de Torres
ha rezado una salve.
Y todos con él.
Era lo único que
no habíamos tenido hasta el momento: ciclones, pero te juro, Isabel, que me
hubiera gustado no conocerlos.
Jamás he visto
tormentas como las de estas latitudes.
Y eso que en Panamá, cuando el cielo ruge, parece escucharse la mismísima risa del diablo.
31 DE ENERO.
Mar caprichosa
y a veces enfadada, como si estuviera harta de llevarnos sobre su lomo, pero,
por fortuna, no tan furiosa como ayer.
El viento ha
sido también fuerte, pero los hombres no han tenido que dejarse el alma para
garantizar el buen gobierno del barco.
La nao
capitana, mucho más grande y pesada, no parece haber sufrido tanto como la
nuestra, en la que se han soltado cabos y palos, y algunas velas se han rajado.
Eso nos hace ir
más lentos que la capitana, que a lo largo del día ha sido un leve punto sobre
el horizonte, pero Gallego confía en que se den cuenta de que la distancia que nos separa es demasiada y poco aconsejable y
decidan arriar velas y esperarnos.
Los hombres están muy fatigados y Gallego me ha pedido reducir la guardia y los turnos para que descansen más. He accedido, Isabel, porque me ha parecido una medida sensata, aunque no les habrá parecido lo mismo a los que hayan tenido que pasar la noche en vela.
Pero
mañana descansarán ellos.
Jesús Rubio
Villaverde. 1999
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