Capítulo 8
Diario de Pedro de Ortega 7
9 DE FEBRERO.
Esta lluvia infinita.
Tenemos las ropas tan caladas -las celadas, petos y morriones son aquí
ociosos- que parecen armaduras, y el aire, por la humedad, es tan pesado,
que más de una vez parece que nos va a aplastar el pecho.
Antes de llegar a la falda de Tiarabaso, hemos cruzado un río, tan
cenagoso y fétido que crecen unos mosquitos de largos como la mitad de la palma
de mi mano. Su zumbido es aterrador.
También nos ha parecido ver caimanes, pero tan grandes que tan sólo
recuerdan a los que hay en el Perú.
Aunque esto último es algo que no puedo certificar como cierto pues el río
fluye en medio de una selva tan espesa y fiera que ni la luz, casi, se atreve a
entrar.
Cuando hemos llegado a las primeras estribaciones de Tiarabaso nos
ha atacado, porque así hay que decirlo, una niebla tal, que he ordenado a los
hombres que se asieran todos a una cuerda porque me parece que hubiera sido muy
sencillo perderse; pero al poco de empezar la ascensión, niebla y selva parecen
haber huido ante la hierba que nos ha acometido.
Es de un verde que nunca había visto y tan alta que casi siempre nos tapa
los ojos.
El lugar natural para una emboscada que, gracias a Dios, no ha llegado.
La hierba, y el barro negro que nace en esta isla de volcanes, nos han
obligado a andar muy despacio.
Tiarabaso es de una altura
considerable, pero de fácil escalada, pues su naturaleza volcánica la dota de
numerosas grietas y escalones que facilitan el apoyo. No es necesario emplear casi las manos para
ascenderla.
Con toda la fatiga que nos ha producido la subida, ha sido lo más agradable
de cuanto hemos tenido que realizar en esta primera entrada en Santa Isabel.
10 DE FEBRERO.
Es isla.
Esta tierra es isla y no continente.
Sarmiento se equivoca: esta tierra no es la Nueva Guinea. Desde la cima de Tiarabaso,
gracias a Dios menos escarpada de lo que en principio parecía pues también es
de justicia que esta tierra, hasta ahora hostil, también nos favorezca, y
aprovechando que la lluvia ha sido algo más tibia, porque desaparecer no lo
hace nunca, hemos visto mar por todas partes, y, hacia la parte del Sureste,
muchas más islas y nubes bajas, con lo que ésta isla es la primera, o la
última, de un gran archipiélago.
¿Serán las que andábamos buscando, esas tierras a las que iban las naves
del rey Salomón para cargarse de riquezas?
He de decirte, Isabel, que no me han parecido estas tierras, por lo visto
hasta ahora, ricas en nada que no sean penurias.
Algunos hombres han debido de leerme el pensamiento, pues cuando hemos
parado a descansar y a comer en el mismo lugar en el que pasamos ayer la noche,
uno de ellos, Alonso Cabezas, me ha dicho:
-Podrán ser estas islas muy ricas, pero desde luego que no son el paraíso,
excelencia.
Este Alonso Cabezas, arcabucero notable, es de esos hombres, tan poco
abundantes; que hablan poco pero que cuando lo hacen, son certeros como el
águila. Me he limitado a asentir con la cabeza.
Como ya conocemos el camino andado y las provisiones escasean y no nos
atrevemos a tomar nada de lo que esta isla nos ofrece por temor a ponernos
malos he ordenado apurar el paso.
Además, esta lluvia infinita nos ha mojado toda la pólvora, por lo que nos
son inútiles los arcabuces; y si los naturales nos preparasen una emboscada,
pues aunque la gente de Bile se ha mostrado pacífica, no sabemos si
todos lo son, ni sabemos cuales son sus habilidades, no sé cómo podríamos
manejarnos en una lucha cuerpo a cuerpo contra ellos.
Por eso, cuando nos hemos detenido, he ordenado doblar la guardia, decisión
que no ha gustado a los soldados, que están muy fatigados.
Pero más vale velar una noche que dormir para siempre. Al menos, Isabel,
eso es lo que yo entiendo, pero no es fácil exigir sacrificios a cambio de
nada.
Por la mañana, íbamos a salir del claro cuando han llegado unos indios, que
no parecían, en principio, los de Bile.
Portaban macanas con filo de piedra, eran, también amulatados y de la misma
altura, pero uno de ellos, con la cara teñida de blanco, que creo que era su
jefe, ha empezado a agitar los brazos, a saltar y a hacernos señas diciéndonos
que diéramos la vuelta.
Como no hemos respondido, todos a una señal de su jefe, han comenzado a
agitar las macanas sobre sus cabezas y a aullar como si les hubiera poseído el
mismísimo Satanás.
De esa manera preparan ellos los ataques, pues al instante han comenzado u
lanzarnos piedras, y como no había macla que tratar va con ellos, hemos
arremetido.
Ante la furia de nuestro ataque y lo afilado de nuestras espadas han huido,
quedando al menos seis de ellos muertos o heridos sobre el negro fango en el
que crece esta isla.
A media tarde hemos llegado a la playa, donde había más indios y algunos de
los nuestros, entre ellos, Pedro Sarmiento, que intercambiaba gestos y señas
con ellos, y escribía todo lo que ellos le iban diciendo.
Sin pararme a más, he ordenado a dos marineros que me llevaran en la
chalupa a la capitana para referirle a Mendaña todo lo visto en estos días.
Cuando le he certificado al almirante que estábamos en una isla, me ha
ordenado que mañana salga a la playa con toda la gente, dejando en la almiranta
sólo a la guardia imprescindible, pues tenía intención de celebrar la primera
Misa en estas latitudes y de tornar posesión de la isla, que se va a llamar
Santa Isabel de la Estrella.
Santa Isabel porque era la fiesta que se celebraba cuando salimos de Lima,
y de la Estrella gracias al cometa que nos ha señalado este puerto tan seguro
en el que han fondeado los dos navíos.
He marchado a la almiranta, donde me esperaba ansioso Jerónimo, que
enseguida me mostró su alegría porque la primera entrada en la isla había
salido bien.
Y no ha podido ocultar su gozo cuando le he dicho que esta isla va a llevar
tu nombre, Isabel.
Le he contado todo lo que hemos visto, y se ha indignado con la actitud de
los indios con los que nos hemos enfrentado en el claro.
También se ha acercado hasta mí Gallego, quien, con la ansiedad nublando
sus ojos, me ha interrogado sobre todo lo visto, pero ha mostrado un muy
especial interés en que le contara si hemos percibido señales de las riquezas
que debe haber en esta isla, pues dice que Mendaña, y todos los demás, menos
Sarmiento, creen que ésta es una de las que conforman el archipiélago de las
Salomón, y cuando le he dicho que no, ha hecho un gesto extraño, como si mis
palabras sólo le certificaran algo que él ya sabía.
12 DE FEBRERO.
Bajo la infinita lluvia, al amanecer, y tras alzar entre varios marinos y
soldados una gran cruz hecha con troncos de palmera, hemos cantado todos el Vexilla
regis prodeunt.
Después, y ante el silencio asustado, que no respetuoso, entiendo, de un
buen número de indios, el padre Francisco Gálvez ha cantado la primera misa que
se escucha en esta parte del mundo.
A mitad del oficio, la tormenta ha arreciado y han surgido del cielo tales
rayos y truenos como nunca he visto, Isabel, que parecía que se iba a
resquebrajar el cielo.
Aún así, la misa ha continuado.
Al término de ésta, Mendaña se ha acercado a los indios y ha pedido a uno
de ellos, que parecía que los mandaba y no era Bile, que acompañaran al
alférez Enríquez, que iba a realizar otra entrada al interior de Santa Isabel,
que en su lengua ellos llaman Samba.
Han accedido tras prometerle al jefe que le llevaríamos, con algunos de los
suyos, a los navíos, que parece que les llaman mucho la atención.
Mientras, Juan de Torres ha empezado a enseriarle a uno de ellos a rezar el
Credo: y el franciscano ha dicho que esta gente es buena y de excelente
disposición, pues ha aprendido a decir parte de la oración con sólo repetírsela
dos veces.
Y es que son gente de adoraciones,
pues le rezan al sol, a la mar, a la selva, a las culebras, que aquí hay muchas
aunque no parecen peligrosas, y a los peces.
13 DE
FEBRERO
Enríquez ha salido hoy con dieciocho hombres; Sarmiento sigue anotando
palabras.
El resto tiernos comenzado a construir el bergantín que nos llevará a más
descubrimientos, pues las naos son demasiado pesadas, y con mucho calado, como
para navegar cerca de las costas de estas islas, tan pródigas en bajos y
arrecifes.
Y la lluvia, te recuerdo, Isabel, sigue
14 DE FEBRERO.
Con este tiempo, el trabajo en el bergantín, que debe estar acabado en
quince días, ha dicho Mendaña, se retrasa, y no se puede
decir que nuestros hombres son torpes, que no lo son.
Hoy, los franciscanos han conseguido hacer pan con la ralladura de un
tubérculo que los naturales llaman ñame, y que yo, ni nadie de los que estamos
aquí, habíamos visto nunca.
Era basto al paladar, pero de buen sabor, que recuerda algo a la yuca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario