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domingo, 16 de enero de 2022

Alonso de Guadalcanal en tierras de Tenochtitlan 2/2

Un magnífico arquero y persona cabal

 Lo primero que me viene a la memoria al evocar aquella dolorosa guerra es el número incontable de los compañeros muertos o desaparecidos en combate, cuyos nombres recitábamos como una letanía todas las tardes al toque de oración para que Dios tuviera piedad de sus almas y la fama esparciera sus nombres sobre la faz de la tierra, para que su recuerdo alimentara nuestro coraje y no olvidáramos la deuda con ellos contraída, porque habían muerto para que nosotros pudiéramos poner término a la jornada y conquistar aquel reino.

No gustaba a los capitanes, particularmente al capitán general, que recitáramos aquella letanía, porque temían que la evocación de los muertos nos lastrase el ánimo. Pero los soldados nos empeñábamos en ello y no había fuerza de capitanes que nos hiciera desistir.

Ya sabe vuesa merced, porque lo habrá escuchado o se lo habrá dicho fray Bernardino, que me llamo Juan Vázquez de Zúñiga, soy hijodalgo de Jerez de los Caballeros, Bachiller por Salamanca y conquistador del Anáhuac. He matado a miles de “indios”, he amado a algunas “indias” y perdido a mis mejores amigos en las puentes de Tenochtitlan y la guerra del Anáhuac: Al Piloto y Candela perdí entonces, a Remedios y Pantaleón.

El Piloto fue mi mejor amigo, mi hermano y mi padre. Era de Sevilla, se llamaba Francisco Sánchez Bermejo, pero le decían Francisco de Triana, porque era de este arrabal de marineros. Navegó con el Almirante, descubrió el Nuevo Mundo y murió en las puentes de Tenochtitlan, en las puentes de la calzada de Tlacopan, junto a otros cientos de compañeros, junto a miles de tlaxcaltecas y mexicas, en una noche de lluvia. Aquella noche también murieron Remedios, mi naboría, que era de Cempoallan y me enseñó el arte amatoria, y Candela, que tenía luminarias en los ojos y música en la voz, y Pantaleón, que era el mejor médico y cirujano que he conocido y siempre me sirvió fielmente, y Alonso Almesta, de Olivares, que decíamos el Adelantado y extendió la mano cuando se lo llevaban, pero no pude llegar a él, y Pedro Tostado, el Viejo, que decía cómo el fornicar mucho y bien es la mayor y única fortuna que pueden tener los mozos pobres, y Antonio Vargas, de Sevilla, que en Cempoallan bailó con María Estrada, la única mujer de Castilla que teníamos, y armaron un alboroto, y Alonso Guadalcanal, que era cazador y parecía el divino Odiseo cuando tensaba el arco, y Gabriel Ortiz, el músico, que lo acompañó a la vihuela cuando cantó en el palacio de Axayácalt, y Alonso Hernández, un buen ballestero que siempre competía con el de Guadalcanal, pero nunca le ganaba. Todos murieron en las puentes mientras llovía y sonaban las trompas y gritos de guerra de los mexicas...

Perdóneme vuesa merced, me he confundido, que el de Guadalcanal y toda su compañía murió en los patios de Axayácatl, sitiados cuando se vieron cortados y hubieron de retroceder... ¡Oh, Dios misericordioso! Tenían los mexicas la costumbre de sacrificar a sus dioses los prisioneros enemigos y a los mejores de éstos ponían adobados como trofeo en el altar del Huitzilipochli. Así pude ver varios cueros de caballos muy bien curtidos, que los tenían por animales fabulosos, y los rostros de algunos soldados, entre los cuales estaba el de Alonso Guadalcanal, que bien lo reconocí por los rizos de la guedeja y el rostro afeitado, que decía nuestro pintor Ribera cómo se parecía al David que Miguel Ángel había puesto en la plaza mayor de Florencia, según una estampa que tenía su maestro. ¡Virgen Santísima! Lo miré con cuidado y era su rostro, la nariz aguileña y labios delgados. Me puse malísimo. No sé lo que sentí, como si el mundo me aplastase o me tragase el infierno. Un sudor frío me subió por la espalda, me mareé y tuve que sentarme un rato en el suelo, luego tomé una tea encendida y prendí fuego a todos aquellos tristes despojos. ¡Tan magnífico arquero y persona cabal! Entonces noté que un sacerdote, aquellos sacerdotes engreñados, sucios y malolientes, me contemplaba en silencio y sin pensarlo, lleno de furia, me fui a él y lo degollé. No hizo nada por evitarlo y se derrumbó como un saco vacío, mientras su negra sangre se derramaba por las losas de piedra. ¿Cómo se puede entender la misericordia divina? ¿Dónde estaba el Dios de la misericordia?

Oh, perdóneme vuesa merced...

Sesenta años hace ahora de todo eso, que son ya ochenta los que tengo. Ochenta años he cumplido y comienzo a escribir o dictar esta relación de la conquista y destrucción de Tenochtitlan por consejo y encargo de mi amigo fray Bernardino de Sahagún, de la Venerable Orden Tercera del Seráfico San Francisco, estudioso de las cosas y cultura de los antiguos mexicas.

No sé si podré llevar este empeño a buen término, que ya soy demasiado viejo, ochenta años son muchos años para tanto empeño, tal vez sea alguno más y la cabeza se me pierde. En ocasiones la cabeza se me va y me olvido de dónde estoy y qué hago. Por eso ya no salgo, como solía, solo por estos bosques y sierras, que me sucedió un día que anduve extraviado, errante y sin tino por estas quebradas y barrancas. Pero quiso Dios enviarme unos “indios” buenos que me trajeron a casa, que, si no, en el monte habría tenido que pasar la noche con peligro del frío y las fieras. Sin embargo, para las cosas antiguas tengo buena memoria y me precio de acordarme bien de todos los hechos sucedidos en aquella jornada y aún de los nombres de los más de los compañeros, porque, como yo era muy mozo entonces, todo lo guardaba en la memoria o apuntaba en este cuadernillo, no ahora que todo se me escapa.

Como digo, acabo de cumplir ochenta años. Fíjese vuesa merced que tengo la misma edad que nuestro hermano fray Bernardino, que nací a catorce días andados del mes de enero de 1499, en Jerez de los Caballeros, como el bueno de Miguel Lezcano, que tan bravamente peleaba con un montante y por eso llamábamos Galaor, aunque la cabeza se me pierde a veces, mientras él la mantiene aún fresca como si tuviera la mitad de años y tengo para mí que me sobrevivirá muchos más, porque, si no fuera por el amor y cuidado de mi ahijado Francisco, no me sabría valer y acaso ya me habría recogido Dios, que seguramente sería lo mejor, porque no sé qué hago ya en este mundo, si no es contemplar la muerte y ruina lamentable de todo lo que aquí vivió y alentó en otro tiempo. Pero Francisco me quiere y cuida, como es obligado que los hijos cuiden a sus padres, aunque Francisco no es mi hijo, sino mi nieto, que hijos ya no tengo. Tengo nietos, dos nietos legítimos tengo, Gonzalo y Juan, varios biznietos y algunos tataranietos, pero éstos, los nietos legítimos, antes querrían verme muerto que no vivo por mor de la herencia.

Francisco es nieto de una mujer de Cempoallan, que me dejó mi señor don Alonso Hernández de Portocarrero cuando se fue a España por procurador nuestro. Era hija de un cacique y tan hermosa era que no parecía “india”, gitana o morisca parecía, que no “india”. Cuando se bautizó, se le puso por nombre Francisca y tuve once hijos de ella, que tanto me amó y así me dio buenos hijos, que no mi mujer, que sólo uno me dio, porque era estrecha y beata, y no entendía las necesidades que tenemos los hombres, mayormente si hemos sido soldados y hemos estado en grandes peligros, con la muerte al ojo, como yo lo estuve.

Pero dejémoslo, que esto no hace a nuestra historia, y digamos sólo cómo merced a los cuidados de este nieto, Francisco, hoy puedo estar aquí relatando todo lo que vieron mis ojos en los días de la conquista, según me lo pide fray Bernardino de Sahagún.

Fray Bernardino me lo había pedido ya desde muy antiguo, desde el tiempo en que fuera maestro en el colegio de Santa Cruz de Tlatelolco me lo tenía pedido y luego más tarde, cuando comenzó la investigación de las cosas de estos pueblos, que muchos no aprueban que fray Bernardino ande estudiando las idolatrías de los mexicas, vuesa merced bien lo sabe. Son muchos los que desconfían y temen sus pesquisas, y el Santo Oficio tiene prohibido que se publiquen libros en náhuatl, que es la lengua natural de esta nación, por lo que nuestro hermano se ha visto en la necesidad de traducir su obra al castellano. Pero ni aun en castellano quiere el Santo Oficio que se impriman los textos sagrados de los mexicas y le quitaron sus papeles, le apartaron sus secretarios y no lo dejaron trabajar, que aquello fue una grandísima amargura para nuestro hermano, porque lo acusan de difundir las idolatrías y maldades de los mexicas, de lo que él se defiende argumentando que de igual modo que el médico conoce el cuerpo y la enfermedad para curarla, así el predicador y el misionero deben conocer los vicios de la república para enderezar contra ellos su doctrina. Pero es en vano, que tengo para mí que las razones del Rey y el Santo Oficio son de otra índole que las de fray Bernardino y nunca alcanzarán un acuerdo. El Santo Oficio y el Rey pretenden el poder y dominio de los pueblos, en tanto que fray Bernardino sólo busca la salvación de las almas. Ahora que soy viejo puedo decirlo claramente, que ya nada me importa lo que hagan con mi cuerpo y nada pueden con mi alma.

Fray Bernardino desde siempre ha escuchado con atención a los ancianos que le contaban cosas de los antiguos mexicas, que son los señores que había en el valle del Anáhuac cuando los españoles llegamos, y luego todo lo escribía muy menudo y prolijo en papelones de corteza de amate, que son doce libros los que tiene escritos en cuatro grandes volúmenes con dibujos bellísimos, esos dibujos que tanto admiraban a nuestro pintor Antonio Ribera, que era de Marchena, e influyeron tanto en su pintura. ¡El Ribera era un artista! Puede apreciarlo en el retrato que me hizo, que está en la antesala.

Pero no sé por qué me entretengo en pláticas de cosas que vuesa merced conoce tan bien o mejor que yo. Digo, pues, que hace mucho tiempo que me pidió que escribiera mis recuerdos de la guerra del Anáhuac y sólo ahora me ha persuadido, o por mejor decir, sólo ahora me decido a hacerlo, porque convencido ya lo estaba, que debe ser porque ya siento el hálito de la muerte junto a mí y sé que mis días están contados. Me dijo que Dios Nuestro Señor me ha conservado la vida para que escriba los acontecimientos que tuvieron lugar durante la guerra del Anáhuac.

—Dios ha elegido a vuesa merced para recuperar la memoria de lo que aquí pasó —me dijo Fray Bernardino.

Y yo le dije:

–Pero si ya otros lo han escrito con excelente pluma —le repliqué—. 

Nadie puede escribir nada mejor de lo que Bernal Díaz del Castillo ha escrito. 

¿Qué podría yo añadir de nuevo que no lo hayan dicho el propio Castillo, Hernando Cortés o López de Gómara?

—Todo —me contestó fray Bernardino—. La verdad de las cosas tiene tantas caras como testigos hay de ellas y todas son gratas a los ojos de Dios, aunque a veces nosotros no podamos comprenderlo. En cada corazón alienta una parte de la verdad de Dios, cada criatura es única a la mirada de Dios, y, así como los mexicas vieron y supieron cosas que pasaron entre ellos durante la guerra, las cuales ignoraron los españoles, así también cada soldado sin duda supo, vio y entendió hechos y razones que no alcanzaron o callaron otros soldados y capitanes. Aparte de que vuestra merced sabe perfectamente cómo Díaz del Castillo escribió su historia porque no estaba de acuerdo con la versión del padre López de Gómara, que escribía al dictado de Cortés, ni por supuesto con la del propio capitán general que negaba la honra y prez a sus capitanes y soldados.

Esto me dijo. Pero yo aún insistí:

–Tiene vuesa merced entre sus hermanos algunos buenos frailes, que también fueron conquistadores, como Sindos de Portillo y Francisco de Medina, que sin duda escribirán una estupenda crónica según vuesa merced quiere.

Sonrió fray Bernardino y dijo:

–Precisamente son ellos quienes me han aconsejado que encargue este trabajo a vuesa merced, que ellos no tienen tantas letras y además saben que vuesa merced llevaba un minucioso diario con todo lo que acontecía.

Aquello me desarmó. Se me ocurrió visitar a Sindos Portillo.

–¿Cómo se te ocurre meterme en este embrollo? –le dije–. Yo no sé escribir.

–¡Qué tonterías dices! –sonrió–. Nadie mejor que tú para mostrar la trama y urdimbre del hermoso tapiz tejido por nuestro capitán general, que es justamente lo que fray Bernardino pretende. Piénsalo, reúne tus apuntes, que yo sé que los tienes, y haz lo que te pide nuestro hermano.

–La trama y urdimbre... –reflexioné–. Ésa tan sólo la pueden conocer los guerreros mexicas que estuvieron en aquella guerra. Ya me habría gustado a mí conocer a un chollolteca o mexicano que me las contara...

Otro día lo comenté con el compañero Gaspar Díez, que se fue de ermitaño a los pinares de Huexotzinco, y también me aconsejó que escribiera.

–Todo lo que ayude a establecer la verdad –así dijo– en sus distintos colores y matices será grato a los ojos de Dios. Que aquí no se oye más que la propaganda vocinglera de los vencedores, de los apologetas de Cortés o del Emperador.

Por lo cual ahora me pongo a dictar lo que entonces pasó y mi versión de los hechos, que bien me gustaría escribirlo por mi mano, pero mi mano y mi vista no andan ya para tales menesteres, ni mi nieto Gonzalo, el español, dejaría salir de esta casa ningún papel en que yo hubiese puesto la mano y la pluma. Aunque el muy necio no sabe que yo tengo hecho testamento, con arreglo a lo dispuesto por las Leyes Nuevas, desde antes que él naciera, cuando murió su abuela hice testamento. En fin, no sé si Dios Nuestro Señor me ha conservado la vida con este propósito, que los designios de Dios son inalcanzables, pero sí creo necesario que se conozca de qué manera comenzó el fin y destrucción de la nación mexícalt, ahora que algunos pretenden silenciarlo e ignorarlo.

Como ya he dicho, me llamo Juan Vázquez de Zúñiga, soy caballero jerezano, Bachiller por Salamanca y conquistador del Anáhuac. También he sido regidor de Veracruz y de Ciudad de México. La gente sin embargo me conoce por Juan de Zúñiga y en otro tiempo me apellidaban Zúñiga de Las Dos Espadas o Zúñiga Dos Espadas, porque, como era membrudo y ambidextro, siempre llevaba en el tahalí dos tizonas, la una de mi abuelo y de mi suegro la otra, toledana la una e italiana la otra, la “Galana” y la “Florida”... Mírelas vuesa merced, las tiene en esa panoplia que está a su espalda. La “Florida” es la de gavilanes de lazo y hoja más estrecha, la “Galana” es la de hoja ancha y guarda simple... No se imagina vuesa merced cuánta sangre han vertido. Más sangre que el Huitzilipochli han vertido. En Chollolan la “Galana” chorreaba sangre como un odre de vino roto...

Soy el tercero de los hijos que don Gonzalo Vázquez, hijodalgo y veterano de las guerras de Granada e Italia, hubo en doña Inés de Zúñiga, sobrina del conde de Plasencia, el cual quiso dedicarme a la Iglesia, a lo que yo respetuosamente me negué, porque no me consideraba nacido para llevar haldas como las mujeres. Así que, cuando volví de Salamanca, me entregó una espada y un caballo, que mi padre se holgaba de tener buena cuadra de caballos, aunque no hubiese carne ni manteles para la mesa, de lo que mi madre se lamentaba de continuo, una carta de recomendación y una bolsa con treinta pesos, y me dijo que, pues ya era bachiller, debía salir a buscar la vida y ganar honra y hacienda, porque su honra y su hacienda no eran ya mi hacienda y mi honra. Aunque supongo que esta retórica la dijo por galanura y gentileza, que la hacienda de mi padre cabía toda en el sobrado de la casa. A la espada, que era de mi abuelo, había entrado victoriosa en Granada y era de ancha y fuerte hoja, en la que se leía: "Alonso de Sahagún me fizo", la llamé “Galana” y “Beltenebros” al caballo, sin duda por gentileza y galanura. La carta la guardé en el coleto y con la bolsa me fui a Sevilla y obtuve pasaje para las Indias.

Me embarqué luego, participé en la conquista del Anáhuac y gané hacienda y honra a costa de sangre y sudores sin cuento. En mi casa, empero, mi padre y mis hermanos se mofaron de la una y la otra, por lo que pronto me volví a las Indias donde me gozo con una rica estancia y buena encomienda de “indios”, que me dan para vivir con holgura y rumiar mis recuerdos.

Esto dicho, no por vanidad, sino porque me parecía obligado darme a conocer y que el público lector supiera quién y con qué autoridad hablaba, es hora ya de dar principio y comienzo a este relato que fray Bernardino me tiene encargado, aunque a fe mía que no atino a encontrar el modo de hacerlo, tantos son los recuerdos y consideraciones que se me vienen a la cabeza al evocar aquellos días y hechos aquellos, que lo mismo me acuerdo de la desgraciada noche en que salimos de Tenochtitlan, que de los espantables sacrificios que hacían los mexicas y otras naciones anahuacas, y del pavor que aquellas crueldades ponían en nuestros pechos, y bien quisiera tener el verbo de Julio César cuando escribió la guerra de las Galias o de Jenofonte cuando relató la retirada de los Diez Mil, aunque aquella épica jornada mejor se merece el estilo sonoro y bien medido de Homero o Virgilio. No obstante tengo para mí que ninguna pluma podría dar una imagen completa de esta guerra del Anáhuac, ni de los trabajos y sufrimientos que arrostramos los tristes soldados que en ella estuvimos. Porque aquella guerra se hizo quebrantando la ley y forzando la voluntad de los más de los hombres que en ella anduvieron, que muchos fueron engañados y tuvo Cortés que usar fuerza y astucia para llegar al final del empeño, que el miedo en unos y los negocios y familia abandonados en otros, eran freno que de continuo entorpecía nuestro avance y a más de uno costó la vida este deseo de volverse. Como un Fulano Pinedo, que se marchó con Narváez para tornarse a Cuba, porque tenía sus padres muy viejos, y en el camino lo mataron los mexicas, pero hubo sospechas de que Cortés lo había mandado matar.

Dije antes que el número incontable de los que murieron, pero también el miedo es otro recuerdo imborrable, el tambor sagrado redoblando a muerto cuando sacrificaban a los compañeros, el grito de guerra de los mexicas la noche que escapamos de Tenochtitlan, el bramido de las trompas que marcaban las horas nocturnas en Chollolan, el grito espantable de los tristes soldados que inmolaron tras el desbarate del 30 de junio. El miedo nos perseguía y acompañaba como una sombra, nos precedía en los caminos, lo advertíamos emboscado en las sierras y nos aguardaba en las ciudades. Nada podía superarlo, sólo la imaginación y cálculo de nuestra fortuna lo superaba, que entre soñar y temer se nos iban los días y los meses. Porque tan grande como el miedo eran las fantasías que cada cual alimentaba y guardaba en su corazón, que sin ellas nunca se habría conquistado y ganado la Nueva España, tantos fueron los trabajos y fatigas que hubimos de afrontar y tan menguada la recompensa, porque los muertos ninguna recompensa tuvieron y sus familias quedaron pobres, según denunció el cazador de Guadalcanal, que cuando fui regidor llegaban muchas viudas y huérfanas pidiendo socorro al Cabildo.

El miedo fue lo peor de todo, que nos íbamos del vientre de miedo que teníamos. Cada día que avanzábamos aumentaba el miedo y, sin embargo, no dejábamos de avanzar: unos por ganar riquezas, otros por alcanzar honra, algunos por la curiosidad de conocer aquel mundo nunca visto, los más porque no podían volverse sin perder la vida y la honra. Pero todos teníamos miedo. Nadie hablaba de él, pero todos lo padecíamos, singularmente desde que los de Tlaxcallan nos aconsejaron sosegar y detenernos, y nos hablaron de los muchos poderes de Moctezuma.

Nos dijeron los tlaxcaltecas:

"Mira, Malinche" —avisaron a Cortés–, que nosotros somos tus amigos y puedes quedarte aquí con los tuyos, pero los mexicas son pérfidos y traidores y buscarán la ocasión de mataros, que Tenochtitlan es una muy gran ciudad que está sobre una laguna y una vez dentro de ella no se puede salir, que está toda rodeada de agua, y allí os darán guerra y en un solo día Moctezuma puede reunir hasta cien mil guerreros y luego otros cien mil que acabarán con vosotros porque sois pocos".

Y desde que lo supimos, que los soldados conocíamos todo, aunque Cortés nos lo quisiese ocultar, no hubo noche que al dormirme no rememorase este aviso prudente, que fue el mismo que nos dieron luego en Huexotzinco y en Tlalmanalco, y aun nos habían dicho en Cempoallan. Pero nuestro comandante, con promesas, halagos y amenazas, nos arrastraba siempre adelante, y avanzábamos temerosos de encontrar cada día los ejércitos innumerables de los mexicas.

Nadie hablaba de él, del miedo digo, pero siempre estaba presente, nos seguía y acompañaba, como nos acompañaban y seguían nuestros amigos tlaxcaltecas, como antes nos siguieron y acompañaron los totonacas, los cuales se habían vuelto de miedo que tenían de los mexicas, como nos seguían buitres, cuervos y coyotes, que seguramente ya olíamos a sangre y muerte antes de entrar en combate, el sudor nos olía a sangre.

Temíamos la muerte, pero temíamos sobre todo el modo y escenario de la muerte, la piedra sacrificial temíamos, la téchcatl, donde tumbaban a los tristes soldados que sacrificaban, les partían el pecho con un navajón de pedernal y sacaban el corazón aún bullente, que así vimos desde nuestros parapetos que hacían con los compañeros apresados durante los días del sitio de Tenochtitlan y mucho antes vimos otros naturales con el corazón ya arrancado. Porque en las batallas no buscaban matar, sino apresar vivos para sacrificar, y así por dos veces atraparon a nuestro capitán general, Hernando Cortés, pero las dos veces lo rescató Cristóbal de Olea, el Bueno, y pagó con su vida por ello, que sustituyó en la piedra al general.

El miedo nos hacía orinar dos y tres veces antes de la batalla durante los noventa días interminables que duró el sitio de Tenochtitlan, nos desacordó e hizo ver fantasmas cuando los mexicas nos sitiaron en los patios de Axayácalt y se convirtió en pánico durante la noche aquella, que luego todos llamaron Triste, porque en ella murieron la mitad de los compañeros y la mayor parte de nuestros aliados.

Aquella desgraciada noche murió el piloto Francisco de Triana y mis naborías Remedios, que era totonaca, Pantaleón, el sanador tlaxcalteca, y Candela, una esclava que me dio Moctezumatzin y expiró en mis brazos. El Piloto fue la persona más cabal y el mejor amigo que he tenido, y Remedios, su amiga y amante, prefirió morir a su lado y así los dos quedaron en las puentes junto a muchos españoles y aliados de Tlaxcallan. El Piloto me enseñó el valor de la vida y las cosas y la mujer me instruyó en el arte amatoria que yo desconocía, como era muy mozo. Aunque no debo ni quiero olvidar a Guadalupe, hermana de Pantaleón, cuyo culo caliente me enardecía, que me dio siete hijos, ni a Francisca, que no parecía nativa de tan hermosa como era y me dio once. También Lirio de la Montaña era bellísima y me amó aquella desgraciada noche, nos amamos con un frenesí loco, no sé si del contento de haber sobrevivido o del miedo de morir. Guadalupe tenía buenas tetas de anchas aureolas, tiene mejores tetas que La Capitana decía el Piloto, el culo caliente y una mirada turbadora. Siempre tenía el culo caliente y en cuanto se lo tocaba se me levantaba el palo mayor, que sólo tocarle el culo ya era un gozo, no como mi pequeña Olvido que siempre lo tenía enfajado y tal vez frío, ciertamente por mor de la honra, que las castellanas eran muy miradas en cuestiones de honra. No sé yo quién le enseñaría a mi pequeña Olvido, que era napolitana de madre siciliana, estas cosas de honra al modo y usanza de Castilla, que no sirven sino para fastidiar la vida, y con ella, aunque mucho la quería, nunca puede tener el gozo que tuve con Guadalupe, Remedios y Candela. Por eso me apenó tanto su muerte, de Remedios digo... De Candela, que tenía dieciséis años y era dulce como una brisa de mayo, una flor delicada era, tenía luminarias en los ojos y música en la voz. Sonrió cuando se vio entre mis brazos y expiró, aún sonreía cuando se le apagaron los ojos...

Perdóneme vuesa merced, pero no me puedo aguantar las lágrimas cuando recuerdo la triste muerte de Candela.

Candela era esclava de Moctezuma, robada a sus padres cuando era niña, como Lirio de la Montaña, que el señorío e imperio de Moctezumatzin y los mexicas se alzaba sobre la esclavitud de las personas y opresión de los pueblos, como todos... Lirio de la Montaña fue una camarera de Moctezuma que me pagó con sus favores la ayuda para huir de su cárcel, aunque yo quiero pensar que de verdad me amó.

Dejémoslo y vayamos a nuestra historia, que ya no sé por dónde me andaba.

Sí, eso es, hablaba del miedo que todos arrastrábamos en aquella jornada, que decía el Piloto que aquella jornada no podía terminar con bien porque había mucho miedo de una y otra parte, y nada bueno podía salir de dos miedos que se tropiezan.

—Si ellos nos tienen miedo —decía—, más miedo tenemos nosotros, y nada bueno puede suceder de dos miedos que se topan.

Sin embargo, día a día nos lo tragábamos y peleábamos como si no lo hubiéramos, aunque, cuando yo aporté en las Indias con mis dos espadas al cinto, mi Amadís y el Alejandro en el petate, dispuesto a emular las hazañas de uno y otro, este sentimiento me era totalmente ajeno.

Llegué a Sevilla en el otoño de 1517, justo por las mismas fechas en que el Emperador arribaba a los puertos de España, y aún me acuerdo de aquel río inmenso al atardecer, brillante y quieto como un espejo, lleno de barcos enormes, carabelas, naos y galeones oceánicos, y otros menores, como polacras, jabeques y pataches, cuyos palos, jarcias y velas se enredaban en el cielo, y de un sinfín de barcas que iban y venían, y del Arenal, desde la torre del Oro hasta la Puerta Real, cubierto con el número infinito de los fardajes que habían salido o debían ser trasladados a sus bodegas. Jamás había visto yo nada semejante y pensé que como aquel debieron ser los puertos de Alejandría o Constantinopla. A pesar de cuanto había escuchado y leído, pensé que difícilmente se encontraría en el mundo una ciudad tan grande y populosa como Sevilla, bajo cuya iglesia catedral de altas bóvedas aun cabía otra ciudad, aunque la torre morisca de sus campanas todavía la superaba en altura y arañaba los cielos, y aquella multitud abigarrada que llenaba las Gradas en derredor, en las que se podía encontrar mercaderías de todo el mundo, y las plazas de San Francisco, la Alfalfa o el Salvador, donde las parlas de genoveses, florentinos y catalanes, se confundía con las de flamencos, franceses y alemanes. Luego, sin embargo, la experiencia me enseñó que hay ciudades más grandes, fábricas tan altas y multitudes mayores. Todo lo cual me ha llevado a considerar si no serán equivocadas muchas de nuestras certezas y éstas fruto tan sólo de la ignorancia y un orgullo insensato.

En aquella época yo tenía una idea del mundo amasada con los relatos de mi padre y mi abuelo, que habían estado en las guerras de Granada e Italia, con las hazañas de Amadís de Gaula, cuya lectura me proporcionaba el mayor deleite, y con las Vidas de Plutarco, en particular la de Alejandro, que se me representaba como el más grande capitán de todos los tiempos y el modelo que yo había de seguir... En Salamanca sin embargo tuve un profesor que nos hablaba de Clístenes y Efialtes... Pero pronto, muy pronto, mi mundo soñado de héroes y caballeros se iba a dar de bruces con el mundo real por donde discurría la vida.

Pero no es mi historia la que quiero contar, ni siquiera la historia de la conquista del Anáhuac, que ya han hecho otros, sino la historia más humilde y desconocida de mis amigos los soldados que pelearon y murieron en aquella guerra, que sufrieron, gozaron y soñaron en aquella guerra. La historia, entre otras, del piloto Francisco de Triana, que navegó con el Almirante y descubrió el Nuevo Mundo; de Carlos Baena, que murió enamorado y partido entre dos amores; de Alonso Guadalcanal, que era cazador, semejaba al divino Odiseo en el manejo del arco y murió en la piedra sacrificial abandonado por su capitán; de Juan Lerma, que era bravo y esforzado, a quien Cortés deshonró y por ello se fue a Nueva Galicia, entre los anahuacas caxcanes, donde murió; de Alonso Almesta, que decíamos el Adelantado, cuya mano tendida no pude alcanzar; de Santos Hernández de Coria, que llamábamos el Buen Viejo y había venido a las Indias por buscar una hija y vengar una afrenta; de Antonio Ribera, el único pintor de la manera italiana que retrató a Moctezuma; del barbero de Arahal, tan buen cabo de cañón como era; de Benito Montero, que murió ahorcado porque se unió a los caxcanes rebeldes de Diego Zacatecas; de Gaspar Díez, que se hizo rico con las guerras y todo lo entregó por Dios, se fue a los pinares de Huexotzinco, se puso de ermitaño y tuvo fama de santo; de Sindos Portillo, a cuya sugerencia debemos estos trabajos, que era piadoso, se metió fraile y fue buen religioso.

Siempre me intrigó cómo algunos compañeros, que ya he nombrado y otros que aún nombraré, incluso siendo ricos, abandonaron el mundo y se metieron en religión. Hablé con alguno de ellos y lo que me dijeron fue que la guerra les había mostrado el horror de la condición humana y tan espantados habían quedado que no encontraron mejor modo de redimirse. Tiempo tendremos de volver sobre ello, si Dios me lo concede.

Decía los amigos a quienes deseo rendir homenaje y no quiero ni debo olvidar a Juan García, un convecino rico de Sancti Spiritus, así nombrado por su honor, que vino por ambición y codicia, siguió por expiar una culpa y murió luego en los peñoles de Chimalhuacan.

Porque, si memorable fue aquella empresa de la conquista y enorme fue el mérito de Hernán Cortés, no menor y aún mayor fue la virtud y esfuerzo de quienes lo acompañaron y secundaron hasta la victoria, capitanes y soldados, incluso de los que no aspiraban a la victoria, ni a la gloria de la fama, ni a ganar botín y estados, sino que tan sólo se afanaban por alcanzar lo suficiente para envejecer en paz en su tierra al lado de los suyos, que tal fue el caso de no pocos, acaso de la mayoría. El de Guadalcanal dijo en el paso de los volcanes, cuando vimos el valle de Tenochtitlan la primera vez, que él se sentía pagado con todas las experiencias y hermosuras vividas durante el último año, porque tenía una sabiduría natural que sólo el Piloto igualaba, aunque la del Piloto nacía de la experiencia.

Con el compañero Castillo comenté alguna vez esta idea y el hombre se encendía cuando recordaba cómo nuestro capitán general pretendía atribuirse todo el mérito de la conquista y dejaba en blanco el nombre de los valientes capitanes y fuertes soldados que lo secundaban, que ni siquiera al bravo Cristóbal de Olea, que por dos veces le salvó la vida, nombra.

Vuesa merced seguramente sabe cómo Clitos reivindicó ante Alejandro, no ya el valor y esfuerzo del general, sino muy particularmente el de los capitanes y soldados que obedecen y callan, atacan y resisten el empuje enemigo. Porque al primero le llegan riqueza y gloria con que compensar las fatigas, pero los segundos sólo fatigas alcanzan. Así, ya que no puedo darles la riqueza que soñaron ni la vida que algunos perdieron, sí quiero al menos homenajear su memoria y la de cuantos con ellos pelearon en aquella triste guerra, y darles la prez y honra que su capitán general tan mezquinamente les negó.

Capítulo de la novela " Mascaron de proa", del profesor Aurelío Mena Hormedo. 

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