Apuntes de Diego “El Sereno”
Octava parte
El lobo protagonista de mil historias
Legendario, calculador, estratega, siempre perseguidor y siempre perseguido, el Lobo constituye, dentro de nuestra fauna, uno de los singulares y controvertidos depredadores.
No puedo pasar por alto, ni dejar en el olvido a un animal tan bello como el lobo, el que fue en todos los tiempos motivo de historias y cuentos que a todos los niños nos gustaba oír antes de irnos a la cama, por ser protagonista de largos cuentos narrados por los más viejos al amor de la lumbre en las largas y lluviosas noches de invierno, mientras las mujeres daban los últimos toque por la cocina, poniendo a remojar los garbanzos para el día siguiente, a veces contaban hechos verídicos según decían ellos que les pasara cuando iban de un lugar a otro para ver a la novia o cuando volvían de verla. A menudo se contaban historias tétricas y exageradas. Algunos decían que habían visto cuatro o cinco lobos, luego entraba la rebaja y se quedaba en un par de ellos, y si se le apretaba un poco terminaban diciendo que le parecía haber visto un lobo pero que no estaba seguro.
Entonces era normal encontrarse con los lobos en la sierra y más aún por la noche que solían salir a los caminos para darse un paseo y acceder a las majadas por si había algún descuido para poder llenar la barriga. Yo tuve ocasión de verlos varias veces incluso de quitarle alguna res acosada y mal herida por ellos. Los lobos atajan a las reses y las persiguen sin llegar a matarlas hasta llegar al lugar que ellos creen más seguro para devorarlas.
Nosotros teníamos unas yeguas que siempre andaban sueltas, y algunas veces encontrábamos unos picaderos enormes de haber estado toda la noche defendiéndose de los lobos. Según dicen, las yeguas hacen un corro con las cabezas para dentro y ahí meten a las crías para defenderlas de los ataques de las fieras. En las umbrías buscaban un rellano, o una carbonera para hacer el corro y defenderse mejor, (una carbonera es un pequeño rellano donde se hacía el horno para el carbón).
Estas cosas daban tema de conversación y se ponderaban largamente, todo lo referente al lobo siempre se exageraba unas veces como anécdota, otras como verídicas. Era un tema casi obligado entre las gentes del campo preguntarse por los lobos, y siempre había alguno que los había visto, aunque fuera por seguir el tema de la conversación, tan tétrico como misterioso.
El ganado en la sierra era escaso y las reses de caza mayor tampoco abundaban mucho entonces, así que los lobos no tenían las cosas muy claras para llenar la panza y sobrevivir, y más aun tratándose de un animal al que todos, de siempre han querido mantener a raya.
Juan Barahona, era un prestigioso pintor y taxidermista cordobés, y tenía dado el encargo a todo el cuerpo de guardería, de un lobo de los que capturaban en los cepos, para llevárselo vivo a Córdoba y estudiar sus actitudes de fiereza. No tardó el señor Barazona, en recibir el aviso de que ya tenía el encargo, así que partió hacia Hornachuelos decidido a recoger el lobo.
Llegado el momento lo anestesió como pudo, ofreciéndole un algodón empapado en cloroformo y en la punta de un palo largo, y así lo dejó fuera de combate. Pero parece ser que el animal no tomaría lo suficiente, y antes de llegar a Córdoba, la furgoneta se convertía en la sala de despertar, como se dice ahora en los medios hospitalarios.
El hombre tuvo que acelerar al máximo, ya por dentro de Córdoba, para llegar cuanto antes a su casa y quitarse el regalito de encima, porque la convivencia en la furgoneta se hacía peligrosa por momentos.
El corzo creo yo que fue presa fácil para ellos, sobre todo en sus primeros días de vida, y supondría su desaparición en la zona de Hornachuelos, donde nunca fue abundante, pero tampoco era extraño encontrarse con algún ejemplar sobre todo en los cotos, de Navaldurazno, Santa María, y los dos Rincones, y sobre todo en la parte de umbría.
En el año 1962, en una de mis visitas a Navaldurazno, me tropecé con una collera de corzos en la “Fuente de Alcornocoso”, precisamente donde no los había visto nunca, porque esto es parte de solana. Esta sería seguramente la última collera de corzos que se vería por aquella zona. Ya hacía unos años que no se mataba ninguno en montería, incluso estaba prohibido tirarlos como res de montería dada la escasez que presentaba la especie.
Por entonces se hacían muchas labores en el campo, y todo eso era bueno para las reses. Hoy por el contrario no se siembra nada, y todo se quiere arreglar con lo de echar algo en los comederos por las tardes para entretener las reses hasta la hora de montear, y luego que Dios reparta suerte.
Si yo pudiera contarle a mi abuelo la cantidad de maíz que se encuentra uno cuando abre el vientre de una res. Es todo un episodio ver por las tardes como las gallinas de la casera dan buena cuenta de todo aquello, en lo que se dado en llamar junta de la carne.
Pero todo esto se ve tan normal que ya lo extraño es encontrar tallos de lentisco y bellotas en el bandullo de los ciervos. Es difícil imaginar el comentario que de todo esto haría mi abuelo Diego, según su manera de ver todo lo referente a la caza como buen conocedor de ella, pero sí que me gustaría conocer su opinión. No cabe duda de que para aquellos hombres que vivieron y amaron la caza como algo suyo, les resultaría muy desagradable ver la transformación que ha sufrido en todos estos aspectos.
Había mucha gente en el campo entonces, sobre todo rancheros que tomaban las leñas por cuenta para hacer carbón y sembrar después pequeñas parcelas de las que tenían que pagar el terrazgo a la hora de la recolección. Era este un impuesto o renta que pagaban al propietario en especie por la utilización del terreno que ocupaban con la siembra.
Las mujeres eran las encargadas de ir al pueblo más cercano a lomos de una burra para recoger los comestibles y demás enseres que hacían falta para subsistir.
Por los intrincados caminos de la sierra estas mujeres eran las únicas recaderas que llevaban y traían de todo dos veces al mes. El serón de la burra se convertía en una especie de trastienda donde cabía toda la compra, herramientas, cacharros, botijos, medicamentos y había que dejar un hueco para el crío lactante que tenían que llevar consigo para darle el pecho cuando le llegara la hora.
Los niños nacían en cualquier lugar, sin ninguna asistencia si es que no era la de una mujer mayor que se encontrara por aquellos alrededores.
En una fría madrugada, cuando buscaba las yeguas para ir al pueblo, me sorprendió oír llorar a un niño en plena oscuridad de la sierra. Yo no sabía que pensar, ni a que sería debido el llanto de un crío en aquel lugar y a aquellas horas.
Cuando me acerqué, tomando mis precauciones comprendí todo cuanto vi. Que sus padres rendidos por el duro trabajo de toda la jornada dormían profundamente, en un camastro que habían improvisado para vigilar el carbón, sacado de la tarde anterior, para que no se le quemara.
Aquel niño semidesnudo y helado de frío seguía llorando desesperadamente. Clareaba el día cuando pude observar que la madre se daba la vuelta y lo tomaba en su regazo.
Yo seguía buscando las yeguas, mientras guardaba aquella historia, para contarla aquí muchos años después, para que puedan leerla, si a alguien le interesa conocer estos hechos que tuvieron lugar un lejano día en un inhóspito rincón de la hermosa Sierra Morena.
Estas faenas de rancherías eran realizadas siempre en la temporada de otoño e invierno, por evitar incendios a consecuencia de quemar los desbroces, por lo que estas mujeres tenían que soportar grandes aguaceros a lo largo de las caminatas de dos y tres horas que les costaba llegar al pueblo, y siempre tras la burra con una vara en la mano para avivar el paso del jumento.
Cuando llegaban al pueblo, ataban la burra a la reja de una ventana, y tomaban al pequeño en los brazos para seguir andando de tienda en tienda y hacer sus recados, y los de los demás que le habían hecho por el camino al pasar por otros ranchos.
Luego cuando terminaban se despedían de los familiares y conocidos y se disponían a regresar, siempre andando detrás de la burra ahora cargada hasta los topes. Cuando llegaban a su destino cansada y agotada, pero siempre con una sonrisa a flor de labios, y con unos caramelillos como único obsequio para el resto de la prole que esperaban pacientes todo el día en la puerta de la humilde morada
Que felicidad se podía ver en el rostro de aquella gente sin tener nada. Solo tenían trabajo, trabajo muy duro sin descanso, no había sábado ni domingo, y los días de lluvia los aprovechaban para preparar las herramientas o la techumbre de la vivienda o cosas por el estilo.
De Hornachuelos subían casi a diario las recuas de burros, para trasportar el carbón hasta la estación de RENFE de Hornachuelos unas veces, y otras lo sacaban a cargadero para los camiones. Los camiones siempre se demoraban mucho, unas veces por averías y otras por el mal tiempo, que hacía imposible entrar por los carriles a cargar.
Eran cacharros muy viejos y siempre tenían problemas mecánicos, cuando no eran los neumáticos mil veces recauchutados, que reventaban cuando menos lo esperabas. Estos medios de trasporte también se aprovechaban para traer pan, aceite, legumbres, y artículos de primera necesidad, Había veces que se esperaba el camión como agua de mayo porque ya se habían agotado todas las existencias.
La sierra de Hornachuelos hoy parque natural, fue de siempre un paraíso de la caza mayor y muy deseado por nobles y aristócratas, para celebrar sus cacerías.
A varios reyes de España, no les faltaron motivos para visitar alguno de estos pintorescos rincones de la sierra de Hornachuelos, bien por motivos religiosos o cinegéticos, dándose la paradoja el caso del Monasterio de los Ángeles, su bello entorno campestre, entre los que se pueden encontrar, el “Salto del Fraile”, o la “Cueva de la Mujer Penitente”.
La mujer penitente, fue según el libro, la Montaña de los Ángeles, una doncella de Felipe, II que después de la visita del monarca al Monasterio, decidió quedarse allí escondida en una cueva, para hacer penitencia el resto de sus días. Falleció el año mil quinientos nueve.
Esta mujer cambió todo el esplendor de su belleza y juventud, por la paz y soledades de aquel inhóspito lugar de rocas enmantadas, al paso del angosto río Bembézar.
La carta de la reina Doña Isabel la católica, que, teniendo noticias de la perfección evangélica del Monasterio, y la de virtud y santidad de su fundador, consultaban con él los sucesos del reino y tenían fe en sus oraciones rogadas con repetidas cartas para que pidiese a Dios la total victoria contra los moros.
Así es que, tomada la ciudad de Granada, la Reina envió una carta a Fray Juan de la Puebla, fundador del Monasterio que decía así.
“La Reina. Devoto padre Fray Juan de la Puebla, ya sabéis, como vos fize saber muchas vezes la entrada del Rey mi señor a conquistar el reino de Granada; porque rogasedes a nuestro Señor le dieses de aquellos enemigos de nuestra Santa Fe Católica. Ahora vos fago saber, como ya vendito nuestro Señor le plugo dar al Rey mi Señor esta victoria; que hoy dos días de enero se entregó la ciudad de Granada con todas sus fuercas, y de sus tierras".
Lo cual os escribo, porque fugáis gracias a nuestro Señor, que tuvo por bien de vos en esto el fin deseado.
De la ciudad de Granada a dos de enero de mil cuatrocientos y noventa y dos años.”
El rey D. Alfonso XIII, hizo un total de veinte visitas a Hornachuelos, para celebrar otras tantas monterías por todo su término.
Entre las más notables expediciones venatorias realizadas a las Mezquetillas de los Sres. Calvo de León, de Palma del Río, hay una descrita por el propio rey, que está fechada el 9 de marzo de 1882.
El autor, dice de sí mismo que condenado por su oficio a saber de todo un poco, nunca tuvo tiempo bastante para perfeccionarse en nada en particular. Describe la montería en forma llana y a veces con descuidos de redacción.
El Rey dirige a cada de sus acompañantes una frase intencionada, de buen género; llamándolos a todos verdaderos toreros de invierno, para cuya montería se prepararon muchos batidores y ciento catorce perros, y agrega que tal vez había tantos perros por merecerlos (ello) según (se portaron) en la lidia. Estuvieron tan desacertados los tiradores, que debieron haberse suprimido las balas en sus cartuchos, pues, dada la mala puntería, (el sitio más seguro era montarse en un venado). Tal fue la cacería que el mismo descriptor intituló: Montería de los chambones.
El Gobernador Civil de Córdoba, era un montero asiduo al noventa por ciento de las monterías que se celebran en el término de Hornachuelos.
En una ocasión, monteando la mancha de las escobas, de la finca Navas de los Corchos, el Gobernador mató una cochina hermosísima, y todos los monteros le daban la enhorabuena y tal, hasta que llegó la hora de recoger las reses, pero la cochina del Gobernador no aparecía por ninguna parte, y como es de suponer allí andaban todos de cabeza, para encontrar la ya famosa cochina.
El guarda volvía muy preocupado, para preguntar al señor Gobernador, por donde había tirado la cochina. Pero hombre si la han cargado dos muchachos en un burro delante de mí, -respondió el Gobernador-, y hasta les he hecho unas fotos y todo.
A esto que llegaba mi hermano Antonio, que conocía al Gobernador, y fue el primero en comunicarle que, para aquellas horas, la cochina ya habría sufrido los necesarios quebrantos para aplacar el hambre de alguna familia meloja. (Melojas son los de Hornachuelos). La Guardia Civil se puso en marcha para hacer las primeras pesquisas, pero el Gobernador que ya sabía por mi hermano de qué se trataba, ordenó a la Guardia Civil, que no se preocuparan y que se olvidaran de aquel asunto.
Todo esto se comentó largamente durante mucho tiempo, y siempre se tomó como anécdota, para contar cada vez que salía la conversación.
En algunos casos el furtivo ha sido comprendido y considerado, pero eso fue antaño cuando cazaba para poder sobrevivir, él y los suyos en el medio hostil como entonces eran las zonas rurales, sobre todo para los que sobrevivían alejados allá en los confines de la sierra.
Isidro Escote Gallego.
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