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sábado, 12 de agosto de 2023

Gobierno del Concejo de Guadalcanal 2/3

Bajo la jurisdicción de la Orden de Santiago

 (Segunda parte)

 2.- LAS ORDENANZAS MUNICIPALES.

Con independencia de las peculiaridades descritas en el nombramiento de oficiales, el gobierno del concejo se llevaba a cabo de acuerdo con lo dispuesto en sus ordenanzas municipales. No obstante, su contenido quedaba sometido a lo estipulado en las Leyes Capitulares y Establecimientos de la Orden de Santiago y, por supuesto, a las leyes de rango general; es decir, el Derecho Local -con peculiaridades que variaban ligeramente de unos pueblos a otros-, recogiendo los privilegios específicos de cada uno de ellos debía quedar supeditado al Derecho General y al consentimiento de la Corona.

Aunque no tenemos referencias concretas, hemos de entender que las primeras ordenanzas de Guadalcanal debieron redactarse en tiempos del maestre don Enrique de Aragón, porque así se dispuso en el Capítulo General de 1440. Más tarde, este ordenamiento quedaría anticuado especialmente tras la incorporación de los maestrazgos a la Corona (1493), surgiendo la necesidad de adaptarlo a los nuevos tiempos. Así ocurrió en Valverde de Llerena (1554), Llerena (1566), Berlanga (1577) y en Reina, Casas de Reina, Fuente del Arco y Trasierra (1591), guardándose en sus respectivos archivos municipales los testimonios correspondientes. En Guadalcanal también redactaron sus ordenanzas específicas, incluso adelantándose a las fechas contempladas en los pueblos referidos, si hacemos caso a la justificación presentada por su cabildo en 1674 cuando, argumentando la necesidad del nuevo ordenamiento, indicaban que las ordenanzas en vigor tenían más de ciento cuarenta años. No se conservan las ordenanzas del XVI, por lo que utilizaremos como referencia el contenido de las aprobadas en 1674, en las que, como también indicaban los oficiales del cabildo, fundamentalmente las modificaciones estaban orientadas en el sentido de aumentar las penas o multas por su incumplimiento, dado que por efecto de la inflación resultaba más beneficioso incumplirlas, pagando la pena correspondiente, que cumplirla.

3.- LAS ORDENANZAS DE 1674.

Aparecen encuadernadas en un voluminoso libro de 230 folios manuscrito por ambas caras. La letra, más propia del XVIII que del XVII, destaca por su buena caligrafía y tamaño, aunque en algunos de sus folios aparece algo difuminada. Encabezando el documento se encuentra, como era preceptivo, una Real Provisión de Carlos II autorizándola. A continuación, se suceden consecutivamente y sin titular sus 294 capítulos, considerando, bajo un orden alfabético muy particular, desde la regulación de los derechos y deberes de los alcaldes hasta las disposiciones tomadas sobre el cultivo del zumaque (se subrayan los distintos oficios y asuntos que se van tratando, siguiendo el orden alfabético establecido).

Los seis primeros capítulos están dedicados a regular los derechos (exenciones fiscales, salarios y dietas) y obligaciones (asistir a los plenos, impartir justicia ordinaria, vigilar las mojoneras del término y de las tierras concejiles, controlar las mercaderías, etc.) de los alcaldes ordinarios, contemplando forzosamente en su desarrollo las obligaciones que colegiadamente compartían con los regidores y otros oficiales del concejo. Nada de particular respecto al ordenamiento de otros pueblos santiaguistas vecinos, salvo la peculiaridad de que en Guadalcanal algunas de las causas por incumplimiento de lo dispuesto en ciertos capítulos quedaban bajo la responsabilidad del mayordomo del concejo, quien también asumía el oficio de síndico procurador.

En los capítulos 7 al 13 se estipulan las funciones de los alguaciles mayores y ordinarios, indicando las circunstancias que debían concurrir para prender a los condenados a cárcel y el régimen que debían aplicarles. Se completa este asunto con los capítulos 224 y 225, que tratan sobre el régimen de prisión.

Las funciones del almotacén vienen contempladas en los capítulos 14 al 21. Se trataba de un oficio de extraordinaria importancia en la época considerada, pues a su cargo quedaba la fidelidad y validez de los pesos, pesas y otras unidades de medida empleadas en las mercaderías locales. En realidad, era un oficio anexo al monarca de turno, como fiel medidor de sus reinos, que solía darse en arrendamiento por un tanto anual a cada concejo. A su vez, los concejos, tras pública subasta, lo subarrendaba a uno o varios vecinos, quienes se resarcían del desembolso cobrando un tanto cada vez que intervenían, en función del producto pesado o medido, de su cantidad y del mayor o menor desplazamiento que tuviesen que realizar. En nuestra villa concurrían dos peculiaridades: en primer lugar, el almotacenazgo llevaba anexo el oficio de sesmero, cuyas funciones naturales consistían en evitar la invasión de sesmos, veredas y cañadas; además, el oficio de fiel medidor no estaba arrendado a la Corona, sino comprado.

Siguen varios capítulos regulando correlativamente el uso de albercas y enriaderos para el cultivo del lino (del 22 al 24), la fabricación segura de apriscos para el ganado (del 25 y 26) y la protección de árboles (27).

Los capítulos 28 al 32 versan sobre los arrendadores, tanto de las dehesas concejiles como de los abastos municipales y de las rentas o tributos reales. Se aprovecha la ocasión para regular de forma improcedente, pues no era este un asunto municipal o, al menos, no se ha encontrado situación equivalente en otras ordenanzas consultadas- la actividad de los arrendadores de bienes inmuebles en general (casas y tierras) y la de los administradores y cogedores de los diezmos de la encomienda y del Hospital de la Sangre.

Los dos capítulos siguientes (33 y 34) contemplan la altura y otras características que debían reunir las (albardas o muros) de los cercados de viñas, huertas y tierras de labor que utilizaban este sistema de protección para requerir penas más elevadas cuando eran invadidos por los ganados.

         En los siguientes (35 al 38), completando lo referido en la nota anterior, se prohibía expresamente hacer barbasco en las aguas, es decir, contaminarlas para adormecer a los peces o como resultado de cualquier otra actividad (lavar lanas, cocer linos, etc.). Se hacían especiales consideraciones en el caso de los ríos limítrofes (Benalija, Sotillo, Viar), en los que existían comunidad de agua con los pueblos vecinos.

El 39 y 40 se introducen para regular el blancaje, un impuesto del concejo que consistía en cobrar una determinada cantidad por cada res que se matase y pesase en el matadero municipal, una dependencia propia del concejo.

El 41 trata sobre el cabildo, indicando que los oficiales debían estar presentes en el pueblo los lunes y viernes de cada semana, por si fuese necesario juntarse para resolver los asuntos propios de sus responsabilidades.

          La caza quedaba regulada por los capítulos 42 43.

El mayor número de capítulos (del 43 al 70) se introdujeron para controlar a los carniceros, estableciendo el proceso que debía seguirse en la subasta del puesto de carnes, la fianza que debían depositar al hacerse con el monopolio de venta, el tipo de carne que debían proveer en cada época del año, las unidades de peso, el precio y las mínimas medidas higiénicas que debían seguir. En el desarrollo de tantas disposiciones salen a relucir otras funciones de los alcaldes, almotacenes, mayordomos y regidores, así como las penas aplicadas en caso de incumplimiento de lo pactado en el pliego de condiciones que los carniceros se comprometieron a cumplir.

El orden en el alineamiento de las calles y la conservación de los caminos venía estipulado en los capítulos 71 al 73.

Por el 74 se prohibía hacer casca en las encinas, es decir, descortezarla para obtener los taninos necesarios en el curtido de pieles. La regulación que afectaba a los curtidores, venía recogida en los capítulos 75 al 95. Subsidiariamente comprometían a otros artesanos relacionados con la manufacturación de los cueros, como chapineros, zapateros y zurradores. Contenían multitud de instrucciones orientadas para obtener curtidos de calidad, que proporcionaría buena materia prima para los otros artesanos de la piel, a quienes, por otra parte, se les imponían una serie de normas en el desarrollo de sus artes.

El 96 y el 97 regulaban las funciones de los corredores, o intermediarios en las transacciones comerciales efectuadas en la villa, contemplándolos como una de las derivaciones del almotacenazgo.

Bajo el epígrafe de cotos (caps. 98 al 105) se entendían aquellas zonas del término en donde nunca, o sólo en determinadas épocas del año, se podían efectuar actividades agropecuarias. Así, las viñas y zumacales sólo podían plantarse en zonas concretas del término, siempre acotadas a todo tipo de ganado, para los cuales, a su vez, quedaba prohibido entrar en otras zonas del término durante ciertas épocas del año.

Para el buen uso y disfrute comunal de las dehesas concejiles se recogieron 30 capítulos (del 106 al 136): unos, del 106 al 113 y del 119 al 123, eran de general aplicación; otros, del 114 al 118, se centraban en la dehesa de Benalija, es decir, la parte del término que agrupaba a la zona adehesada comunal; del 124 al 127 se contemplaba este mismo aspecto en los baldíos interconcejiles, describiendo sus peculiaridades como tierras abiertas a los ganados de los pueblos de la encomienda de Reina; finalmente, del 128 al 136, se particularizaba en la dehesa del Encinal, especialmente en lo relativo al disfrute comunal de la bellota.

El 137 se insertó para determinar las zonas del término donde se podían establecer esterqueros, como una medida higiénica primordial. Más adelante, del 165 al 169, se insiste sobre este mismo aspecto, al contemplar otras disposiciones para evitar la acumulación de inmundicias.

La ejecución de las penas o multas por infracciones al contenido de las ordenanzas correspondía al ejecutor, cuyo oficio se regulaba en los capítulos 138 al 140.

Los ejidos, tierras concejiles próximas al pueblo, también quedaban sometidos a regulación (caps. 141 al 144).

En defensa de la riqueza forestal, a sabiendas de su importancia en la economía de la villa, se insertaron siete capítulos, del 145 al 152, especialmente prohibiendo hacer fuegos en los campos durante épocas peligrosas.

Las fuentes y manantiales más importante del término también tenían carácter comunal, regulando su uso en los capítulos 153 al 157.

Siguen otros capítulos sobre el pastoraje de los ganados (158 y 159) y la función de los guardas de campo (160 al 162) o montaraces (185). Por el 163 se regulaban las funciones de los gomernos, o capataces, en su trato con dueños y jornaleros.

Las huertas quedaban afectadas por multitud de normas diseminadas bajo distintos epígrafes. Así, aparte del específico de su orden alfabético, el 164, ya en el 152 se tocaba este asunto en relación a la fruta.

Tras tratar sobre las inmundicias (165 al 169), se da paso al capítulo 172, en el que se consideran los premios por matar lobos y otras alimañas (falta el folio correspondiente a los capítulos 170 y 171).

Con bastante detenimiento se contemplaban las funciones del mayordomo del concejo (caps. 173 al 179), quien, como ya se indicó, en Guadalcanal tenían la peculiaridad de ser juez en la mayor parte de las penas de ordenanzas. Las funciones del mayordomo de la fábrica de la Iglesia Mayor quedaron recogidas en el 180.

Siguen otros capítulos considerando sucesivamente las actividades y funciones de los medidores de las heredades (181), de los mesoneros (182 y 183), el control de las mojoneras del término (184), las funciones de los montaraces o guardas (185) y la de los mojoneros (186 al 189) o almotacenes responsables de la medida del vino en la villa (mojina), así como otros insistiendo sobre los muladares o esterqueros (190 y 191), el cultivo de nabos y zanahorias en huertas (192) y la plantación de olivos. (193), para detenerse en amplias consideraciones sobre la protección de los panes o cultivos de cereales (193 al 198) y sobre las normas que debían observar las panaderas en la elaboración, en el peso y en el precio del pan (199 y 201).

El incumplimiento de cada uno de los capítulos de las ordenanzas implicaba una pena monetaria y, en algunos asuntos de más trascendencia o en las reiteraciones, penas de cárcel. Por esta circunstancia, en cada uno de ellos se establece la pena correspondiente, con sus atenuantes y agravantes; no obstante, siguiendo el orden alfabético impuesto por la propia redacción de las ordenanzas, se generaliza sobre este particular en los capítulos 202 al 207 y, sobre su prescripción, en el214 y 215.

El 212 y 213 tratan sobre los perros o canes, el 216 regula la pesca en los ríos y arroyos del término, el 217 las funciones del pregonero del concejo y el 218 sobre las circunstancias bajo las cuales se podían tomar en prenda determinados bienes.

Las pesas y pesos oficiales de la villa, aspecto muy relacionado con las funciones del almotacén, se recogen en los capítulos 219 al 223. En estos, y en otros dispersos, se especifica también las medidas oficiales de los ladrillos y tejas empleados en el término, y las unidades usuales en la medida de la tierra, de los lienzos de telas o de los tapiales.

En los siguientes once capítulos se hacían consideraciones sobre el régimen de presión (224 y 225); las medidas especiales tomadas para los puercos  (226 al 230), precisamente por el carácter más dañino de esta especie ganadera; los pesos y precios que debían regir en la fabricación y venta de quesos (231); las funciones específicas de los rastreros (232 y 233) o sirvientes de los administradores y cogedores de la encomienda y del Hospital, en su oficio de averiguar las producciones sujetas a impuestos señoriales; por último, en el 234 se contemplaba el régimen al que debían atenerse los rebuscadores de espigas, uvas y aceitunas (234).

En los que siguen se regulaban las mercaderías locales, especialmente contemplando las trajinerías de recatones (235 al 239) y las de los recueros, que así se llamaban a los pescaderos (240 al 244).

Manuel Maldonado Fernández.
Revista de Feria de Guadalcanal año 2001 

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