Doña Juana de Mendoza |
También en la corona de Castilla su contribución había sido destacable: sobre las finanzas del reino por medio de préstamos y ayudas, sobre la buena marcha del comercio y en llevar con diligencia y esmero la burocracia real. En la corte y en los medios aristocráticos no había existido antisemitismo en el siglo XIV ni en siglo XV, aunque entre las clases populares eran mirados con rencor y desconfianza, y en diferentes épocas se habían vivido episodios de persecuciones y asesinatos de poblaciones judías en lugares concretos de los dos reinos. Quizás en ese empeño del rey influyera una manera de lavar las raíces judías de su linaje. Según algunos testimonios y documentos a los que vamos a referirnos la madre del rey, Doña Juana Enríquez, hermana del Almirante de Castilla, perteneciente a la más importante nobleza castellana, emparentada con los Trastámara, tenía ascendencia judía por parte de madre, lo que biológicamente afectaba a Doña Juana esa ascendencia era mínimo, pero algo de sangre judía quedaba.
No solo es el caso de doña Juana sino también de su hermana Doña María cuyo hijo era el Duque de Alba, así que también la Casa de Alba recogería esa mancha en su blasón. Según un memorial anónimo de la mitad del siglo XVI, el bisabuelo de la madre del rey Fernando, D. Fadrique, maestre de Santiago, uno de los numerosos hijos bastardos de Alfonso XI y de Doña Leonor de Guzmán (miembros de la futura dinastía reinante de los Trastámara), se casó con Doña Paloma, una mujer judía nacida en la población sevillana de Guadalcanal, cuyos descendientes según testimonios de la época procrearon en abundancia "de manera que en Castilla casi no hay señor que descienda de Doña Paloma" según decía un romance de la época. Uno de ellos sería un tal Martí de Rojas, que solía acompañar al rey Fernando en sus jornadas de caza de altanería. En una de éstas, el halcón soltó una vez una garza que había apresado y se fue tras una paloma: "El rey que vio volver a Martín con las manos vacías, le preguntó por su halcón. Martín de Rojas le contestó: Señor allá va tras nuestra abuela".
Porque
este Martín era también descendiente de la misma Doña Paloma. En 1481, Fadrique
Enríquez, primo del rey Fernando, es protagonista de un suceso acaecido en la
corte. Ante damas principales y bellas, ante nobles y caballeros y ante el
cardenal primado Pedro González de Mendoza, un joven noble Don Ramiro Núñez de
Guzmán entre chanzas e insultos, le recuerda a Fadrique sus antepasados judíos.
La reina Isabel enterada del suceso ordena confinar a ambos en sus dominios. A
Ramiro Núñez, hombres emboscados le dan una soberana paliza, por orden de
Fadrique, la reina indignada pide al padre, el Almirante, que le entregue al
joven rebelde, a lo que este responde: "Señora, no le tengo, ni sé
dónde está". La reina pide que en el acto le sean entregadas las
fortalezas de Simancas y de Rioseco. Fernando de Pulgar, cronista oficial del
reino nos cuenta todos estos sucesos en un manuscrito fechado en 1535 que se
conserva en la Biblioteca Nacional, donde aparece un fragmento del romance que
se cantaba en los reinos sobre estos sucesos (sic): "caballeros de
Castilla, no me lo tengáis a mal, porque hice dar de palos a Ramiro de Guzmán,
porque me llamó judío delante del Cardenal". Fadrique Enríquez dijo en
la discusión a su rival: " ¡Vete, para allá escudero!", y así
insultado respondió:"¡Vete, tú judío!",
aludiendo según el ilustre historiador Menéndez Pidal a una tatarabuela de "casta
hebrea". Con estos datos, elusiones y silencios que preceden hay base
de sobra para afirmar que tanto los Enríquez, como Fernando el Católico eran,
por parte de madre, de ascendencia hispano-judía, y que el hecho era un secreto
a voces en los siglos XV y XVI. Lo que pone de relieve el absurdo de que
existieran estatutos de limpieza de sangre en unos reinos en donde los reyes y
algunos de sus principales nobles: los Almirantes, la Casa de Alba, carecían de
esa limpieza, como bien se encargó de anotar el ilustre historiador Américo
Castro, a quien debo la inspiración de este trabajo. Gonzalo Franco Revilla
La primera Almirante Casada con Alonso Enríquez, tras un singular cortejo y una precipitada boda, tuvo trece hijos y gobernó los dominios de su esposo mientras este guerreaba. Alonso Enríquez fue el primer Almirante de la dinastía y primer señor de Medina de Rioseco. Sevillano, de Guadalcanal, nació en 1354. Su padre era el infante Fadrique, hijo del rey Alfonso XI y Maestre de la orden de Santiago. Su madre, al parecer, era una judía conversa llamada la Paloma, mujer de un mayordomo de Fadrique y que seguramente fue forzada por el infante, que debía de ser bastante golfo. Alonso tuvo que esperar veinte años para ser reconocido como sobrino por el rey Enrique II.
Pero no vamos a hablar de Don Alonso sino de su
esposa, Doña Juana de Mendoza. Parece ser que era una señora de gran belleza,
pero a la vez una hembra de las de armas tomar por su genio y temperamento.
Hasta el punto de decirse que era “la más varonil mujer que hubo en su tiempo”,
lo que entonces era un piropo. Alonso llegó a alcanzar fama como trovador al
estilo provenzal de la época y, con gran ingenio, era capaz de salir de
apretadas situaciones con unos versos. Desde joven dedicó a Juana poesías y
cánticos, pero todas se estrellaron contra el frío corazón y la indiferencia de
su musa. Tanto que en 1380 tuvo que dejar sus galanteos ya que la doncella se
casó con el muy poderoso Diego Gómez Manrique de Lara, Adelantado de Castilla.
Pero para fortuna de nuestro Almirante, en la Batalla de Aljubarrota (1385),
murieron el padre y el marido de su amada, que quedó con un hijo y una ingente
fortuna que la valió el apelativo de “la ricahembra de Guadalajara”, ciudad
donde había nacido allá por 1361. A la
viuda, joven, hermosa y riquísima, le llovieron toda clase de pretendientes que
eran rechazados con la misma velocidad con que llegaban. En estas volvió a
aparecer Alonso, cuyo amor no cesaba y continuaba en su empeño conquistador.
Incluso contó con la intercesión del rey en su favor, pero el mensaje del
monarca fue despachado por la dama con un altivo. “Majestad, un casamiento
no es cosa de autoridad sino de cariño y libre albedrío". Sin darse
por vencido, y disfrazado de paje, se presentó en el palacio de la dama para
intentar convencerla ensalzando a su supuesto señor. Juana, con desdén y
petulancia, contestó que no se casaría con el "hijo de una marrana”
(como llamaban despectivamente a los judíos conversos). Alonso, enfurecido por
el insulto -que hoy hubiera sido tachado de xenófobo- la propinó un
soberano bofetón que la tiró de espaldas. Juana, llena de ira, ordenó a sus
hambres que le detuviesen.
Con la cara enrojecida y el orgullo
tremendamente injuriado mandó llamar a un sacerdote. Todos pensaron que para
que el paje confesara antes de ser ajusticiado, pero al reconocerle como el
propio Enríquez, su soberbia la llevó a ordenar al clérigo que los casara de
inmediato: “Para que no se diga que ningún hombre me ha puesto la mano
encima no siendo mí marido" Tras tan singular boda, que el propio
Almirante relató, seguramente adornada con algo de fantasía, en su obra “Vergel
del pensamiento”, el matrimonio fue bastante feliz y tuvo trece hijos,
criando, además, un hijo ilegítimo del marido. En 1405, Enrique IIII nombró a
Alonso Enríquez como Almirante Mayor de Castilla, dicen que por influencias de
su esposa en cuya familia debía recaer el título.
En 1421, recibió del rey Juan II el
señorío de Medina de Rioseco, de cuyo castillo ya era alcalde y donde había
establecido su familia y fundado mayorazgo a favor de sus hijos. Desde la
fortaleza riosecana gobernaba doña Juana los dominios de su esposo mientras
este guerreaba con moros o cristianos y también aquí hizo gala de su fuerte
personalidad. Así existe otra Leyenda que relata cómo hizo dormir a su marido y
séquito fuera del recinto amurallado por llegar una noche a deshoras de alguna
batalla -no sabemos sí de tipo bélico o erótico-. La razón: "no
deben las castellanas franquear a nadie sus castillos en ausencia de sus
maridos”. También se dice que uno de sus secretarios, prendado de su
belleza, se atrevió a hacerle llegar su declaración de amor entre los
documentos que había de despachar. La respuesta a la osadía fue el apresamiento
inmediato y el que los riosecanos del siglo XV pudieran contemplar la no muy
agradable estampa del funcionario colgando de la horca frente a las ventanas
del alcázar, más o menos en el actual Corro del Asado.
Hasta su testamento, redactado el 22
de enero de 1431, refleja su inmensa fortuna y, de nuevo, su fuerte carácter
hasta el final de sus días. Mandó que “ninguno sea osado de hacer llanto por
mi" y pidió ser enterrada en el Monasterio de Santa Clara en Palencia, al
lado de su señor, el Almirante, fallecido dos años antes. Doña Juana murió en
Palacios de Campos dos días después. Según la “Crónica del Halconero” de
Juan II de Castilla. “Partiendo la dicha Jhoana con su nieta la esposa del
condestable de Torre de Lobatón, para facer las bodas en Calauaçano e vinieron
a Palacios de Meneses; e dióle allí dolor de costado, e fino martes a 24 de
henero, año del señor de 1431. Esta era la más enparentada dueña que auia en
Castilla e más generosa a (que) mayor casae estando traxiese a la saçon en
Castilla e muy buena. Lo qual fino de hedad de setenta años”.