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sábado, 27 de enero de 2024

Sobre el supuesto linaje judaico de los Enríquez

 

Doña Juana de Mendoza

¡Vete, tú judío!

              La expulsión de judíos de los reinos hispánicos fue ordenada por los Reyes Católicos en un edicto publicado en Granada el 31 de marzo de 1.492. La medida fue acogida en toda Europa corno un evidente signo de modernidad, e incluso existe una carta a los reyes enviada por la Universidad de la Soborna, la de máximo prestigio de la época, felicitando a la corona por haber tomado la medida. Aunque en el mismo Edicto de Granada, que indica la amplitud de la orden que incluyó los reinos de Castilla y Aragón y sus dominios y territorios, como los italianos (Sicilia), pertenecientes a la corona de Aragón, para el reino de Nápoles, conquistado en idas, existirá un edicto posterior de Fernando II. Durante mucho tiempo la bibliografía ha incidido en la importancia de la reina sobre el rey en la toma de la decisión, influida por algunos de sus principales consejeros como el padre Hernando de Talavera que estuvo a su lado durante 29 años. Estudios recientes han dado la vuelta a esta teoría e indican que fue el Rey Fernando quien más interés puso en la expulsión, aun cuando los judíos habían prestado muchos y buenos servicios a la corona de Aragón durante el reinado de su padre Juan II.   

           También en la corona de Castilla su contribución había sido destacable: sobre las finanzas del reino por medio de préstamos y ayudas, sobre la buena marcha del comercio y en llevar con diligencia y esmero la burocracia real. En la corte y en los medios aristocráticos no había existido antisemitismo en el siglo XIV ni en siglo XV, aunque entre las clases populares eran mirados con rencor y desconfianza, y en diferentes épocas se habían vivido episodios de persecuciones y asesinatos de poblaciones judías en lugares concretos de los dos reinos. Quizás en ese empeño del rey influyera una manera de lavar las raíces judías de su linaje. Según algunos testimonios y documentos a los que vamos a referirnos la madre del rey, Doña Juana Enríquez, hermana del Almirante de Castilla, perteneciente a la más importante nobleza castellana, emparentada con los Trastámara, tenía ascendencia judía por parte de madre, lo que biológicamente afectaba a Doña Juana esa ascendencia era mínimo, pero algo de sangre judía quedaba.                                                                            

            No solo es el caso de doña Juana sino también de su hermana Doña María cuyo hijo era el Duque de Alba, así que también la Casa de Alba recogería esa mancha en su blasón. Según un memorial anónimo de la mitad del siglo XVI, el bisabuelo de la madre del rey Fernando, D. Fadrique, maestre de Santiago, uno de los numerosos hijos bastardos de Alfonso XI y de Doña Leonor de Guzmán (miembros de la futura dinastía reinante de los Trastámara), se casó con Doña Paloma, una mujer judía nacida en la población sevillana de Guadalcanal, cuyos descendientes según testimonios de la época procrearon en abundancia "de manera que en Castilla casi no hay señor que descienda de Doña Paloma" según decía un romance de la época. Uno de ellos sería un tal Martí de Rojas, que solía acompañar al rey Fernando en sus jornadas de caza de altanería. En una de éstas, el halcón soltó una vez una garza que había apresado y se fue tras una paloma: "El rey que vio volver a Martín con las manos vacías, le preguntó por su halcón. Martín de Rojas le contestó: Señor allá va tras nuestra abuela".               

        Porque este Martín era también descendiente de la misma Doña Paloma. En 1481, Fadrique Enríquez, primo del rey Fernando, es protagonista de un suceso acaecido en la corte. Ante damas principales y bellas, ante nobles y caballeros y ante el cardenal primado Pedro González de Mendoza, un joven noble Don Ramiro Núñez de Guzmán entre chanzas e insultos, le recuerda a Fadrique sus antepasados judíos. La reina Isabel enterada del suceso ordena confinar a ambos en sus dominios. A Ramiro Núñez, hombres emboscados le dan una soberana paliza, por orden de Fadrique, la reina indignada pide al padre, el Almirante, que le entregue al joven rebelde, a lo que este responde: "Señora, no le tengo, ni sé dónde está". La reina pide que en el acto le sean entregadas las fortalezas de Simancas y de Rioseco. Fernando de Pulgar, cronista oficial del reino nos cuenta todos estos sucesos en un manuscrito fechado en 1535 que se conserva en la Biblioteca Nacional, donde aparece un fragmento del romance que se cantaba en los reinos sobre estos sucesos (sic): "caballeros de Castilla, no me lo tengáis a mal, porque hice dar de palos a Ramiro de Guzmán, porque me llamó judío delante del Cardenal". Fadrique Enríquez dijo en la discusión a su rival: " ¡Vete, para allá escudero!", y así insultado respondió:"¡Vete, tú judío!", aludiendo según el ilustre historiador Menéndez Pidal a una tatarabuela de "casta hebrea". Con estos datos, elusiones y silencios que preceden hay base de sobra para afirmar que tanto los Enríquez, como Fernando el Católico eran, por parte de madre, de ascendencia hispano-judía, y que el hecho era un secreto a voces en los siglos XV y XVI. Lo que pone de relieve el absurdo de que existieran estatutos de limpieza de sangre en unos reinos en donde los reyes y algunos de sus principales nobles: los Almirantes, la Casa de Alba, carecían de esa limpieza, como bien se encargó de anotar el ilustre historiador Américo Castro, a quien debo la inspiración de este trabajo. Gonzalo Franco Revilla

 Doña Juana de Mendoza.

            La primera Almirante Casada con Alonso Enríquez, tras un singular cortejo y una precipitada boda, tuvo trece hijos y gobernó los dominios de su esposo mientras este guerreaba. Alonso Enríquez fue el primer Almirante de la dinastía y primer señor de Medina de Rioseco. Sevillano, de Guadalcanal, nació en 1354. Su padre era el infante Fadrique, hijo del rey Alfonso XI y Maestre de la orden de Santiago. Su madre, al parecer, era una judía conversa llamada la Paloma, mujer de un mayordomo de Fadrique y que seguramente fue forzada por el infante, que debía de ser bastante golfo. Alonso tuvo que esperar veinte años para ser reconocido como sobrino por el rey Enrique II. 

            Pero no vamos a hablar de Don Alonso sino de su esposa, Doña Juana de Mendoza. Parece ser que era una señora de gran belleza, pero a la vez una hembra de las de armas tomar por su genio y temperamento. Hasta el punto de decirse que era “la más varonil mujer que hubo en su tiempo”, lo que entonces era un piropo. Alonso llegó a alcanzar fama como trovador al estilo provenzal de la época y, con gran ingenio, era capaz de salir de apretadas situaciones con unos versos. Desde joven dedicó a Juana poesías y cánticos, pero todas se estrellaron contra el frío corazón y la indiferencia de su musa. Tanto que en 1380 tuvo que dejar sus galanteos ya que la doncella se casó con el muy poderoso Diego Gómez Manrique de Lara, Adelantado de Castilla. Pero para fortuna de nuestro Almirante, en la Batalla de Aljubarrota (1385), murieron el padre y el marido de su amada, que quedó con un hijo y una ingente fortuna que la valió el apelativo de “la ricahembra de Guadalajara”, ciudad donde había nacido allá por 1361. A la viuda, joven, hermosa y riquísima, le llovieron toda clase de pretendientes que eran rechazados con la misma velocidad con que llegaban. En estas volvió a aparecer Alonso, cuyo amor no cesaba y continuaba en su empeño conquistador. Incluso contó con la intercesión del rey en su favor, pero el mensaje del monarca fue despachado por la dama con un altivo. “Majestad, un casamiento no es cosa de autoridad sino de cariño y libre albedrío". Sin darse por vencido, y disfrazado de paje, se presentó en el palacio de la dama para intentar convencerla ensalzando a su supuesto señor. Juana, con desdén y petulancia, contestó que no se casaría con el "hijo de una marrana” (como llamaban despectivamente a los judíos conversos). Alonso, enfurecido por el insulto -que hoy hubiera sido tachado de xenófobo- la propinó un soberano bofetón que la tiró de espaldas. Juana, llena de ira, ordenó a sus hambres que le detuviesen.

            Con la cara enrojecida y el orgullo tremendamente injuriado mandó llamar a un sacerdote. Todos pensaron que para que el paje confesara antes de ser ajusticiado, pero al reconocerle como el propio Enríquez, su soberbia la llevó a ordenar al clérigo que los casara de inmediato: “Para que no se diga que ningún hombre me ha puesto la mano encima no siendo mí marido" Tras tan singular boda, que el propio Almirante relató, seguramente adornada con algo de fantasía, en su obra “Vergel del pensamiento”, el matrimonio fue bastante feliz y tuvo trece hijos, criando, además, un hijo ilegítimo del marido. En 1405, Enrique IIII nombró a Alonso Enríquez como Almirante Mayor de Castilla, dicen que por influencias de su esposa en cuya familia debía recaer el título.

            En 1421, recibió del rey Juan II el señorío de Medina de Rioseco, de cuyo castillo ya era alcalde y donde había establecido su familia y fundado mayorazgo a favor de sus hijos. Desde la fortaleza riosecana gobernaba doña Juana los dominios de su esposo mientras este guerreaba con moros o cristianos y también aquí hizo gala de su fuerte personalidad. Así existe otra Leyenda que relata cómo hizo dormir a su marido y séquito fuera del recinto amurallado por llegar una noche a deshoras de alguna batalla -no sabemos sí de tipo bélico o erótico-. La razón: "no deben las castellanas franquear a nadie sus castillos en ausencia de sus maridos”. También se dice que uno de sus secretarios, prendado de su belleza, se atrevió a hacerle llegar su declaración de amor entre los documentos que había de despachar. La respuesta a la osadía fue el apresamiento inmediato y el que los riosecanos del siglo XV pudieran contemplar la no muy agradable estampa del funcionario colgando de la horca frente a las ventanas del alcázar, más o menos en el actual Corro del Asado.

            Hasta su testamento, redactado el 22 de enero de 1431, refleja su inmensa fortuna y, de nuevo, su fuerte carácter hasta el final de sus días. Mandó que “ninguno sea osado de hacer llanto por mi" y pidió ser enterrada en el Monasterio de Santa Clara en Palencia, al lado de su señor, el Almirante, fallecido dos años antes. Doña Juana murió en Palacios de Campos dos días después. Según la “Crónica del Halconero” de Juan II de Castilla. “Partiendo la dicha Jhoana con su nieta la esposa del condestable de Torre de Lobatón, para facer las bodas en Calauaçano e vinieron a Palacios de Meneses; e dióle allí dolor de costado, e fino martes a 24 de henero, año del señor de 1431. Esta era la más enparentada dueña que auia en Castilla e más generosa a (que) mayor casae estando traxiese a la saçon en Castilla e muy buena. Lo qual fino de hedad de setenta años”.

 Autor. - Ángel Gallego Rubio

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