Mi éxodo involuntario a Madrid
1954
Era el final de la primavera, el 16 de junio de 1954 en una humilde casa en el número 14 de la calle Minas de Guadalcanal en la habitación que llamábamos “la sombría” me pario mi madre, mi padre, me comentaba mi abuelo Frasco que se encontraba de dómia en Valdefuentes arando los olivos y que tuvieron que ir a buscarle para darle la feliz noticia, ya tenía una niña, “nos costó sacarte adelante” me aclaraba mi abuela Araceli, cuando vino a verte Barragán el médico le dijo a tu madre: “has tenido un niño tan chico como un conejillo” .
En Guadalcanal pasé mi infancia y la primera parte de mi niñez, mis primeros recuerdos en nuestro pueblo se remontan a partir del año 59 y los guardo en el registro de mi memoria como muy felices, algunas carencias, pero mucho cariño.
Cuando contaba con cinco años y llegó el invierno, como cada año mi madre se iba a coger aceituna y me llevó a la escuela de doña Paquita, también llamada de “los cagones”, en aquel año tengo el vago recuerdo de las Navidades y los Reyes, era una verdadera fiesta familiar. Aquel día de Noche Buena mi abuelo Pedro mató a Colorete (un pollo que criaban todos los años para la ocasión y que cíclicamente llamaban igual al pollo destinado para la Navidad), lloré mucho aquel día. Colorete era como de la familia, asimismo recuerdo que por la noche mi abuela y mi madre hacían dediles de bellotas para el día siguiente utilizarlos en la aceituna, mi abuela compraba higos secos y los rellenaba con el fruto de la bellota o con dulce de membrillo, esto junto con un kilo de polvorones comprados en la tienda del Serrano de la calle Sevilla, era el suculento postre de aquella maravillosa noche: En la misma tienda mi abuela Araceli me compraba tiempo después vino quina Santa Catalina para darme un vasito con una yema de huevo antes de la comida para que se me abriese el apetito, no sé si era efectiva la pócima, a mí me ponía contento y me quitaba el frio para volver a la escuela por la tarde.
La Noche de Reyes no me faltaban regalos, una pelota a rayas de colores, el carrito de madera tirado por un asno de plástico, la bolsa de bolindres y culebrillas, algo para la escuela, un par zapatos de gorila con su pelotita verde y poco más, tampoco necesitábamos mucho más para ser felices, teníamos la calle para jugar sin peligro, no pasaban coches.
Del año siguiente ya tengo más recuerdos, fue el primer curso que me escolarizaron, en un principio en la escuela de D. Andrés, al siguiente curso cambié de colegio, pasé a aquella escuela de la calle Camacho, los primeros amigos distintos a los de la calle Sevilla o Santa Ana, el Maestro D. Francisco Oliva Calderón, que posteriormente fue alcalde y recibió con honores a la Infantería de Marina española y americana con su impoluta camisa de Jefe Local del Movimiento, aquella leche en polvo proveniente del plan ASA, (Ayuda Social Americana) que tenía un sabor raro y cada mañana venía “Antonia la Artista” desde el bar del Galgo con una gran lechera a repartirla.
Aquel alimento casi comestible que generosamente nos mandaban los americanos junto con un queso amarillento de sabor dulzón, parecido al actual queso de bola y se repartía entre los alumnos de las entonces llamadas “Escuelas Nacionales”. el queso lo probé en mi segunda niñez en el Colegio Onésimo Redondo de Madrid, teníamos que llevar un chusco de pan de casa y era obligado comérselo, ceremoniosamente lo cortaba D. Cirilo en trozos no siempre equivalentes, estos quesos lo recuerdo perfectamente, eran grandes y pringosos y venían en una lata de color dorado que después las utilizábamos los castigados para traer carbón a la estufa de clase o limpiar el patío del recreo de hojas secas de los árboles y resto de basura (yo estuve muchas veces integrado en el pelotón de los carboneros o de limpieza).
El curso 62/63 es el que más recuerdos conservo de mi vida en Guadalcanal y el que más huella me dejó, tal vez por ser el último o por qué los acontecimientos se sucedieron con mayor rapidez, a principio de febrero fue nombrado alcalde de Guadalcanal mi maestro, para sus alumnos un orgullo y a la vez los que con mayor agrado recibimos su nombramiento como edil principal, D. Francisco tenía nuevo compromiso y si apenas lo veríamos por clase, a partir de esa fecha aun menos.
Unos días más tardes pasó un acontecimiento en la pequeña comunidad de la calle Minas y la Cañada (de los Escaloncitos) que marcó las pequeñas vidas de mis amigos y la mía, con apenas doce años murió Joaquina hermana de mi mejor amigo José Trancoso, era la mayor de cuatro hermanos de una familia con muy pocos recursos, la maquinaría solidaría de la necesidad se puso en marcha, varias mujeres, entre ellas mi madre pidieron dinero por el vecindario para el entierro y se llevaron a los pequeños a sus domicilios para quitarlos de la casa del óbito y que pudieran comer ese día, aquella noche José durmió en mi casa.
Meses más tardes, se aproximaba la fecha de mi comunión y mi abuela Beatriz me llevó a la Plaza de Santa Ana a una modista, creo que le llamaban “Manuela la Zapatona” para probarme el traje de comunión, yo aburrido de tanta charla y tanta prueba decidí escaparme por la ventana, no contaba con la reja y al hacer el intento se me quedó aprisionada la cabeza entre dos barrotes y las pobres mujeres que allí se encontraban en animosa charla no daban crédito a lo que veían, intentaron por todos los medios tirar de mi cuerpo hacía dentro, me dieron jabón en la cabeza para que resbalara, no lo consiguieron, mi llanto y gritos debieron alertar al resto de las vecinas. Finalmente, decidieron llamar “Matarriñas, el herrero” y este con gran paciencia y cuidado cortó un barrote para poder liberarme.
Finalmente, el día 31 de mayo de 1962 hice la primera y última comunión, así lo atestiguan unas fotos de Santi en las que aparece D. Manuel de cura y José Antonio de monaguillo. Aquel año coincidimos en al acontecimiento bastantes niños y niñas de la calles Santa Ana, Minas y la Cañada (los Escaloncitos), se organizó una fiesta en una sala del cuartel viejo y las madres prepararon una chocolatada con bizcochos, magdalenas y otros dulces que ellas mismas hicieron, toda iba transcurriendo con normalidad, hasta que Manolo Gallego (el tortolo) me tiró un vaso de chocolate liquido en mi traje impoluto de marinero, por la tarde llegó el Sanito para hacernos fotos, en la del grupo (desgraciadamente la he perdido) me colocó de tal manera que no se me veían las abundantes manchas, en la individual, ésta si la conservo, la madre de Manolo le quitó el traje y me lo dejó para salir limpio, él era más bajo que yo y me quedaba el pantalón un poco pesquero según refleja la foto.
En aquel mes de mayo, celebré mi último día de la Cruz de Mayo en Guadalcanal, fue un gran día, después de nuestra particular “procesión”, repartimos el botín, una gaseosa blanca La Paisana para cada uno, otra negra para dos y unas tres pesetas por cofrade. Mi tío Antonio “Repisa” nos hizo la Cruz con peana y bastones de apoyo, la madre de Manolo Gallego y la mía la adornaron cuidadosamente con flores, cuatro grandes velas y trozos de tela blanca de sábanas.
Aquel día creo recordar que no tuvimos escuela, el Mosco era el mayordomo de la Cofradía de la Alcazaílla, organizó la procesión, los costaleros fuimos Manolo Gallego, José Trancoso, Manolo Cabeza Rico (Q.P.D.) y yo, Juan Cantero era el que pedía y Bautista Rodríguez encargado de las velas y el recorrido. Salimos de la Alcazaílla, recorriendo las calles Camacho, Valencia, la Cañada (Los Escaloncitos) y Minas, regresando a la puerta del cuartel antiguo; Al final de la tarde, nos reunimos en la trastienda de la tienda del Mosco, organizando nuestra particular fiesta, nos compramos una gaseosa blanca y tres negras de La Paisana, (aquella que hacía José María “el de las bicicletas” en la calle Santa Clara), con las que El Tuerto nos hacía polos que le ponía un palillo de dientes para agarrarlos y valían tres un real, merendamos y creo recordar que nos sobró unas quince pesetas, que repartimos a partes iguales como AMIGOS que éramos.
De aquel verano recuerdo dos hechos extraordinarios, vi por primera vez la Televisión, mi abuelo Frasco me llevó al bar de “Los Pepes” a ver una corrida de toros, en agosto monté por primera vez en el tren, mi tío Rafael García “Palote” nos llevó a mi prima Fali Muñoz y a mí a Sevilla a ver unos familiares que tenía en el Cerro del Águila.
El día de los difuntos había una tradición, nuestras madres nos daban los tiestos rotos y las macetas que llenábamos de objetos varios (agua, barro y otros no descriptibles), llamábamos a las puertas y al abrirnos los tirábamos al zaguán manchándolo todo, a mitad de la calle Carretas (hoy Costaleros), vivía una señora mayor sola, tenía muy mal genio y era objeto de muchas bromas pesadas cuando pasábamos por su puerta para ir o venir de la escuela, aquella tarde de difuntos nos esperaba, cuando llamamos al gran aldabón que tenía la puerta nos esperaba con dos cubos de agua en la ventana del piso de arriba, naturalmente esa fue su particular venganza del día de los tiestos rotos, nos puso empapados de agua.
Las navidades fueron más tristes que años anteriores, mi padre había emigrado a Madrid y faltaba en nuestra mesa, mi madre estaba cogiendo aceituna y ya tenía una decisión tomada, yo intuía a pesar de mi corta edad que todo estaba cambiando en mi familia, las caras de mis abuelos y los comentarios así lo presagiaban.
No obstante, si tengo un recuerdo divertido de mis últimos Reyes en Guadalcanal, mis tíos me compraron un bonito caballo de cartón de gran tamaño, mi madre y mi tío Pedro me llamaron aquella mañana cuando aun no era de día antes de irse a la aceituna para ver mi cara de sorpresa, la sorpresa se la llevaron ellos cuando regresaron por la noche del tajo, el caballo estaba sin cabeza, primero le recorté las crines con la tijera de coser de mi abuela Beatriz y después le di agua para beber y la cabeza se deshizo.
Mi segunda niñez no existió, o tal vez quedó interrumpida y cambió de forma traumática el día 12 de febrero del 64, cumpleaños de mí hermana, cuando contaba con tan solo 9 años, iniciamos el éxodo a Madrid mi madre y yo en aquel tren de vía estrecha destino a los Rosales para enlazar con el de Madrid, mi hermana se quedó en el pueblo con mi abuela Araceli, mi padre ya nos había precedido seis meses antes, mismo tren, misma ruta.
Y cuando llegué a Madrid con mí habla rústica y mis trazas y maneras pueblerinas, comprendí que ya todo había cambiado en mi corta vida, nueva escuela, nuevo sistema, aquel maestro (D. Cirilo), que me hizo repetir una y mil veces la cantinela de “Jozé zaca el zaco al zor que ze zeque”. que equivocado estaba, intentaba quitarme el seseo de Guadalcanal y tardó dos cursos en conseguirlo, yo con mi rebeldía e ignoraría infantil le decía que en mi pueblo y en mi casa se habla así. Aquel pasillo interminable en el que diariamente formábamos para entonar el Cara al Sol, aquel padrenuestro antes de comenzar las clases, aquellas primeras desilusiones en una enorme escuela que en tiempos de la guerra fue hospital, aquel viejo maestro que nos hablaba de los próximos faustos de los XXV años de paz y de una guerra que ganó y de las siete maravillas del mundo. Empezaba rutinariamente a enumerarlas, las pirámides de Egipto, el Coloso de Rodas, los jardines de Semíramis…, y cada vez que iba a decir una nueva, yo pensaba, ahora, en este momento viene la Iglesia de Santa Ana o de la Concepción de mi pueblo.
Aquella fue otra de las experiencias esenciales de mi nueva vida, nunca se acordaba de mencionarlas, ¿un descuido?, la incredulidad al principio y la lenta y penosa evidencia después de que allí nadie tenía noticias de los edificios de mi anterior hábitat que me saludaban cada mañana antes de ir a la escuela de la calle Camacho, ni de la plaza de mi pueblo, ni de ese hombre tan importante que tenía una estatua en ella, ni de la Piedra de Santiago, y ni siquiera de mi pueblo en su conjunto y sus gentes importantes para mí. Todo un mundo de héroes y de mitos se vino abajo en un instante, aquello era otro mundo.
Yo hasta febrero del 63 creía que vivía en el centro del universo, no existía otro pensaba, como es de suponer que les ocurriría a todos los niños de todos los lugares, y especialmente a tantos y tantos niños que abandonábamos las escuelas de Guadalcanal en aquella época para insertarnos en otras culturas por culpa de la emigración, y más en los tiempos en los que no se viajaba a la capital si no era por enfermedad.
En mi pueblo, en aquella época las cosas se escribían todas con mayúsculas: el Padre, el Abuelo, el Maestro, el Libro, el Médico, el Municipal, el Cura, el Pueblo, la Alcazailla, mi barrio Santanero…, porque todas eran únicas e incomparables para mí.
¿Quién reinaba en la Alcazailla, mejor que Bautista, El Mosco y el resto de mis amigos?
¿Quién me protegía mejor que mis Abuelos o mi Padre, que era llegar a sus casas, dármelo todo y enseñarme a respetar al resto nuestro pequeño cosmos?
¿Había en el universo gente más rica que los ricos de mi pueblo, mejor médico que don Pepe Luis Barragán, mejor músico que mi tío Vázquez, mejor cura que D. Manuel que daba capones “con cariño paternal”, o mejor autoridad que el bueno de Esteban el Municipal?
¿Cómo pensar que existiera otro mundo?, imposible ni siquiera imaginarlo...
¿Y el Pilarito de Santa Ana, que era utilizado para saciar la sed de aquellos juegos con pelotas de rayas de colores, piolas o billardas y lugar de encuentro para echar lurias a los de El Berrocal Chico?
¿Cómo no hablar de la calle Sevilla, mi otro barrio?
¿Podía haber en el universo un lugar más bonito que mi pueblo?
Y eso por no hablar del Palacio, del Coso, de la hondura escalofriante de los pozos en las calles, de la atracción desmesura de las lagartijas, de las culebras, de los pájaros, de los lagartos y otras fieras imaginarias que habitaban en lo bravío de nuestras sierras, la del Agua y la del Viento o en el “Huerto de los Gitanos”.
Y hasta era único el tonto de mi pueblo, que en aquella época ejercían varios, era sin duda la mejor vida y respeto que un tonto pudiera exigir.
Todos estos acontecimientos que acabo de exponer se resumen en una redacción que escribí cuando tenía once años para un trabajo de una asignatura de segundo de bachiller que curiosamente se llamaba “Política” y oficialmente F.E.N. (Formación del Espíritu Nacional) y que consistía en leer y hacer semanalmente un trabajo de un capítulo del libro de Doncel titulado “Vela y Ancla” con poemas del Cantar del Mío Cid, José María Pemán o Pio Baroja y otras escrituras de nuestra propia “cosecha”, esta fue la mía:
“Aquel año 62. no fue bueno, hacía meses que pasaba por su cabeza la idea de huir adelante, cuando llegó el verano vinieron al pueblo familiares y amigos que ya habían dado el “paso”, habían emigrado hacia cualquier ciudad hostil y extraña en busca de trabajo y una vida mejor para la familia.
Aquel Hombre cuando llegó la feria vendió la burra y algunos enseres del campo y el tercer día, llenó su maleta de cartón y madera con poca ropa y muchas ilusiones, en su bolsillo 1.000 Ptas. y cogiendo el primer tren empezó su “huida”.
Llegó a la gran ciudad, le esperaba un trabajo de peón, jornada de 14 a 16 horas diarias de lunes a sábado y alguna chapuza los domingos.
Aquel febrero del 63, fue frío, muy frío, las familias estaban terminando la recogida de la aceituna y los niños que aun no tenían edad para ayudar, seguían en la escuela.
Aquel niño con tan solo 9 años, no entendía lo que estaba pasando en su entorno, fue por última vez a la escuela de la calle Camacho, se despidió de su maestro D. Francisco Oliva y de sus compañeros, no hubo fiesta de despedida, por aquella época todos los meses se repetía esta historia.
Aquella mujer terminó el “destajo” de la aceituna, cogió a su hijo, nuevamente un destartalado tren, un vagón de tercera sin separaciones de compartimentos, asientos de madera, veinte horas de frío, olor a carbonilla y humanidad, y ante sus ojos la gran ciudad, con sus edificios altos, humos, ruidos y el sentimiento en sus mentes de estar fuera de su mundo.
Aquella familia, después de siete meses se volvió a unir, pero aquel niño, seguía sin entender nada, ya no vivían en una casa grande de la calle Minas con corral, de un pueblo pequeño, ahora vivían en una pequeña habitación con derecho a cocina para toda la familia de una gran ciudad, sin su escuela, el Palacio, el Coso…, sin sus amigos de Santa Ana, sus lurias con los del Berrocal Chico.
Así podía empezar cualquier ensayo de Juan Ramón Jiménez , pero esta historia no es ficción, es mi historia, la de mi familia y la de muchas otras familias que un día dejamos Guadalcanal para vivir en un mundo mejor, pero… ¿Cuántos lo hemos alcanzado?, ¿Cuántos hemos conseguido ahogar nuestra desilusión en las lagrimas de la añoranza?, El Puerto es testigo mudo de nuestras lágrimas, las que después de cada Feria, Semana Santa o Romería dejamos los emigrantes cada año, cuando partimos nuevamente, cuando “huimos” hacia delante.
Esto es parte de nuestras pequeñas historias, vivencias de mi generación que no debemos olvidar, porque… "BORRAR EL PASADO, ES MORIR LENTAMENTE".
Ahora que me encuentro en la último ciclo de mi vida, la de la madurez, comprendo bien el sentimiento y la nostalgia por aquellos años que la emigración nos arrebataron a tantos y tantos niños de tantos y tantos pueblos de Andalucía o Extremadura, nos cambiaron el ciclo de nuestra niñez con la diáspora y la emigración, acontecimientos que fueron capaces de inculcarnos el sentimiento sublimar a nuestros pueblos, hasta convertirlos en el centro del orbe oculto de nuestros sentimientos, y sus recuerdos en reales y absolutos.
Rafael Spínola Rodríguez
Publicado en el libro Guadalcanal Siglo XX (1941-1955), de Ignacio Gómez Galván
Real y autentico como la vida misma
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