Con
delicadeza Miguel se levantó vislumbrando por la luz que entraba por la rendija
que había junto a la puerta. Pronto amanecería y sus ovejas le aguardaban.
Cogió los dos troncos que reservó la noche anterior y los echó a los restos de
la candela para avivarla. Su Juana se removió en el jergón. Era la señal de que
iniciaba su despertar y Miguel aprovechó para salir de la torruca y sentir en
su curtida piel cómo se presentaba la mañana. La puerta gruñó al abrirla con su
estridente sonido. De hoy no pasa que les eche sebo a las bisagras, pensó.
Rumba, su fiel perra de agua, ya le aguardaba tras la puerta con su
acostumbrado júbilo y Miguel le pasó levemente la mano por su lomo. ,
La
oscuridad se desvanecía mientras tanto en el horizonte y, tras la sierra de
Hamapega, asomaban las primeras luces del alba. Hoy va a hacer bien día, le
dijo Miguel a Rumba mientras ésta ya nerviosa estaba al acecho de recibir las
señales del inicio de sus labores de pastoreo. Miguel sacó agua del pozo y
antes de echarla en su desconchada palangana que tenía siempre junto a la
puerta, echó agua a su perra en su cubil para que bebiera. La Juana, dentro, ya
se había levantado y tras encender el candil había puesto la olla del café en
el anafe. Miguel entró al sentirla y le acarició con ternura el vientre con sus
recias manos sin decir nada y mirándola a los ojos se cruzó brevemente con los
de ella que le miraba con fijeza. Hoy no me eches la quincana, le dijo. Estaré
por aquí cerca con las ovejas por si me necesitas y vendré a comer contigo. La
Juana asintió con la cabeza mientras le ponía el café con un mendrugo de pan.
En la
majada las ovejas aguardaban nerviosas balando, la llegada del su pastor y, en
cuanto vieron salir a Miguel de la torruca atizaron con fuerza sus balidos a
medida que este se les acercaba a abrirles las puertas del redil Como cada día,
las más próximas a la puerta, salieron con presteza dirigiéndose hacia la caída
de la loma en donde más abundaban los pastos. Rumba se ganaba su jornal
impidiendo que se desperdigaran. De las últimas en salir fue la oveja negra
que esa misma madrugada acababa de parir a su cordero y se quedaba rezagada del
resto lamiendo a su hijo. Este, con torpeza, trataba de seguir a su madre dando
sus primeros pasos. Miguel no podía, por menos, que pensar en su Juana en esos
instantes y ansiar el momento de conocer a su hijo.
La mañana
transcurría sin sobresalto y el Sol se imponía con dificultad a los oscuros
nubarrones que amenazaban en el cielo. No está para llover se dijo a sí mismo
Miguel. Su fiel perra vino hacia él como anunciándole algo. Miguel recordó en
ese instante que la noche anterior había dejado puesto dos cepos junto al
arroyo y quiso acercarse a ver si había caído algo. Delante, con prisa,
corriendo, Rumba se dirigía, guiada por su olfato, hacia el lugar en donde
estaban colocados los cepos y en cuanto llegó comenzó a ladrar avisando a su
amo de que había caído una gran liebre. Miguel cogió la liebre y la guardó en
el morral. Le pasó la mano por el lomo a su perra y le dio un cacho del
mendrugo de pan que llevaba en el bolsillo.
Cuando
Miguel volvió a la torruca para comer su Juana ya le esperaba con los garbanzos
que habían estado cociendo toda la mañana en el fuego de la candela. Tan solo
con mirarla ya sabía que todo seguía igual. Sacó la liebre del morral y se la
entregó a su Juana que la asió sin decir nada y la colgó de un viejo clavo que
colgaba del techo. Esta tarde la limpiaré, pensó, y mañana la pondré para
comer.
Juana
sirvió los garbanzos con un trozo de tocino a su esposo en el viejo plato de
hojalata que formaba parte de su triste y austero ajuar y empezaron a comer sin
decir nada con el único trasfondo del canto de las mirlas y los mojinos en sus
peleas nupciales. Una vez terminado, Miguel se levantó del taburete y se marchó,
con parsimonia, de nuevo al cuidado de su ganado. No tenía prisa, sabía que
las ovejas a esa hora ya sesteaban y, en todo caso, su fiel perra las guardaba
con su leal esmero. A su paso, bandadas de gorriatos se cruzaron, ruidosos, en
lo alto.
Como cada
tarde, Miguel pasó el tiempo interpretando cada gesto de su entorno. Es tarde
voy a coger pericó, se dijo a sí mismo, Las flores estaban por esas fechas en
su punto y Miguel era un entusiasta defensor de las plantas medicinales que
conocía muy bien. Su Padre, desde muy pequeño le había enseñado a sacar
provecho posible de todo lo que la naturaleza le ofrecía en cada momento del
año y Miguel continuó esa misma afición con entusiasmo. Mientras recogía el
pericó recordó a su padre fallecido demasiado joven. Le apenaba saber que no
conocería a su vástago.
Al
amanecer, sin tener que indicarle nada a las ovejas comenzaron su camino al
redil bajo la vigilante mirada de Rumba. Apoyándose en su cayado Miguel se
levantó, entonces, de la piedra en que había permanecido sentado a la caída de
la tarde y acompañó a las ovejas en su lento caminar hacia la majada. En la
misma encina de siempre, como cada tarde, el mochuelo observaba con sus ojos
vidriados y moviendo la cabeza con gracia.
Sentada en
su taburete de corcho y recostada sobre la pared de su turruca, la Juana esperaba
a su Miguel zurciéndole los pantalones. Al acercarse él dejó la costura y
entraron ambos en su morada. Pronto preparó la Juana las gachas que serian la
cena y, como de costumbre, pasaron el resto del tiempo mirando la cancela y
oyendo su crujir.
Había
transcurrido un día más en sus sencillas vidas con sus rutinas y cadencias.
Sien embargo, cuando se fueron a acostar no podían imaginar que, al anochecer
del día siguiente, sus vidas cambiarían para siempre con la nacida de su hijo.
Una nacencia venida con prisas a la vera del camino junto al arroyo y bajo la
luz de la luna que la vida quiso que fuese tan pegada a la tierra como había
sido sus vidas hasta entonces. Una nacencia inolvidable acaecida sin médico,
sin matrona, sin más ayuda que su fe y las rudas manos de un campesino
inexperto y asustado.
Publicado en el libro homenaje Luis Chamizo el año del
centenario Guareña-Guadalcanal 2021/2022
Autor. – Juan Parra Trigos
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