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sábado, 21 de diciembre de 2024

Hijos de la tierra

 

Hoy no me eches la quincana

        En el oscuro rincón de la humilde torruca, extendido sobre el suelo, dormían sobre un cálido jergón la Juana y Miguel. Miguel llevaba demasiados días sin descansar profundamente. Su Juana estaba preñada a punto de parir el que sería el primer hijo dambos y todas las noches temía dañarla al moverse. Mayeaba la primavera y los primeros pensamientos del despertar de Miguel eran para sus ovejas que eran su sustento. Era tiempo de pelarlas antes que el calor apretara.

            Con delicadeza Miguel se levantó vislumbrando por la luz que entraba por la rendija que había junto a la puerta. Pronto amanecería y sus ovejas le aguardaban. Cogió los dos troncos que reservó la noche anterior y los echó a los restos de la candela para avivarla. Su Juana se removió en el jergón. Era la señal de que iniciaba su despertar y Miguel aprovechó para salir de la torruca y sentir en su curtida piel cómo se presentaba la mañana. La puerta gruñó al abrirla con su estridente sonido. De hoy no pasa que les eche sebo a las bisagras, pensó. Rumba, su fiel perra de agua, ya le aguardaba tras la puerta con su acostumbrado júbilo y Miguel le pasó levemente la mano por su lomo.  ,

            La oscuridad se desvanecía mientras tanto en el horizonte y, tras la sierra de Hamapega, asomaban las primeras luces del alba. Hoy va a hacer bien día, le dijo Miguel a Rumba mientras ésta ya nerviosa estaba al acecho de recibir las señales del inicio de sus labo­res de pastoreo. Miguel sacó agua del pozo y antes de echarla en su desconchada palangana que tenía siem­pre junto a la puerta, echó agua a su perra en su cubil para que bebiera. La Juana, dentro, ya se había levan­tado y tras encender el candil había puesto la olla del café en el anafe. Miguel entró al sentirla y le acarició con ternura el vientre con sus recias manos sin decir nada y mirándola a los ojos se cruzó brevemente con los de ella que le miraba con fijeza. Hoy no me eches la quincana, le dijo. Estaré por aquí cerca con las ovejas por si me necesitas y vendré a comer contigo. La Juana asintió con la cabeza mientras le ponía el café con un mendrugo de pan.

            En la majada las ovejas aguardaban nerviosas balando, la llegada del su pastor y, en cuanto vieron salir a Miguel de la torruca atizaron con fuerza sus balidos a medida que este se les acercaba a abrirles las puertas del redil Como cada día, las más próximas a la puerta, salieron con presteza dirigiéndose hacia la caída de la loma en donde más abundaban los pastos. Rumba se ganaba su jornal impidiendo que se desper­digaran. De las últimas en salir fue la oveja negra que esa misma madrugada acababa de parir a su cordero y se quedaba rezagada del resto lamiendo a su hijo. Este, con torpeza, trataba de seguir a su madre dando sus primeros pasos. Miguel no podía, por menos, que pensar en su Juana en esos instantes y ansiar el mo­mento de conocer a su hijo.

            La mañana transcurría sin sobresalto y el Sol se imponía con dificultad a los oscuros nubarrones que amenazaban en el cielo. No está para llover se dijo a sí mismo Miguel. Su fiel perra vino hacia él como anun­ciándole algo. Miguel recordó en ese instante que la noche anterior había dejado puesto dos cepos junto al arroyo y quiso acercarse a ver si había caído algo. Delante, con prisa, corriendo, Rumba se dirigía, guia­da por su olfato, hacia el lugar en donde estaban co­locados los cepos y en cuanto llegó comenzó a ladrar avisando a su amo de que había caído una gran lie­bre. Miguel cogió la liebre y la guardó en el morral. Le pasó la mano por el lomo a su perra y le dio un cacho del mendrugo de pan que llevaba en el bolsillo.

            Cuando Miguel volvió a la torruca para comer su Juana ya le esperaba con los garbanzos que habían estado cociendo toda la mañana en el fuego de la candela. Tan solo con mirarla ya sabía que todo seguía igual. Sacó la liebre del morral y se la entregó a su Juana que la asió sin decir nada y la colgó de un viejo clavo que colgaba del techo. Esta tarde la limpiaré, pensó, y ma­ñana la pondré para comer.

            Juana sirvió los garbanzos con un trozo de tocino a su esposo en el viejo plato de hojalata que formaba parte de su triste y austero ajuar y empezaron a comer sin decir nada con el único trasfondo del canto de las mirlas y los mojinos en sus peleas nupciales. Una vez terminado, Miguel se levantó del taburete y se mar­chó, con parsimonia, de nuevo al cuidado de su ga­nado. No tenía prisa, sabía que las ovejas a esa hora ya sesteaban y, en todo caso, su fiel perra las guardaba con su leal esmero. A su paso, bandadas de gorriatos se cruzaron, ruidosos, en lo alto.

            Como cada tarde, Miguel pasó el tiempo interpretando cada gesto de su entorno. Es tarde voy a coger pericó, se dijo a sí mismo, Las flores estaban por esas fechas en su punto y Miguel era un entusiasta defensor de las plantas medicinales que conocía muy bien. Su Padre, desde muy pequeño le había enseñado a sacar provecho posible de todo lo que la naturaleza le ofrecía en cada momento del año y Miguel continuó esa misma afición con entusiasmo. Mientras recogía el pericó recordó a su padre fallecido demasiado joven. Le apenaba saber que no conocería a su vástago.

            Al amanecer, sin tener que indicarle nada a las ovejas comenzaron su camino al redil bajo la vigilante mirada de Rumba. Apoyándose en su cayado Miguel se levantó, entonces, de la piedra en que había permanecido sentado a la caída de la tarde y acompañó a las ovejas en su lento caminar hacia la majada. En la misma encina de siempre, como cada tarde, el mochuelo observaba con sus ojos vidriados y moviendo la cabeza con gracia.

            Sentada en su taburete de corcho y recostada sobre la pared de su turruca, la Juana esperaba a su Miguel zurciéndole los pantalones. Al acercarse él dejó la costura y entraron ambos en su morada. Pronto preparó la Juana las gachas que serian la cena y, como de costumbre, pasaron el resto del tiempo mirando la cancela y oyendo su crujir.

            Había transcurrido un día más en sus sencillas vidas con sus rutinas y cadencias. Sien embargo, cuando se fueron a acostar no podían imaginar que, al anochecer del día siguiente, sus vidas cambiarían para siempre con la nacida de su hijo. Una nacencia venida con prisas a la vera del camino junto al arroyo y bajo la luz de la luna que la vida quiso que fuese tan pegada a la tierra como había sido sus vidas hasta entonces. Una nacencia inolvidable acaecida sin médico, sin matrona, sin más ayuda que su fe y las rudas manos de un campesino inexperto y asustado.

 

Publicado en el libro homenaje Luis Chamizo el año del centenario Guareña-Guadalcanal 2021/2022

Autor. – Juan Parra Trigos

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