La virginidad de nuestra alma
Sentado en una piedra y en el ocaso
de su vida, un anciano le dijo a su hijo: “Ni celeste ni terrestre te
hicimos, ni mortal, ni inmortal, para que tú mismo, como modelador y escultor
de ti mismo, más a tu gusto y hora, te forjes la forma que prefieras para ti
(...) ¡Altísima y admirable dicha del hombre!... Al que le fue dado tener lo
que desea, ser lo que quisiere.” (Oración acerca de la dignidad del hombre.
- Giovanni Pico della Mirandola (1484).
Tocados con un exceso de
inteligencia, los humanos somos los únicos mamíferos que saben que van a morir
poco después de nacer, que conocen su propio final cuando aún no han terminado
de escribir el prólogo de su vida, y que desde hace milenios albergan una común
y viva fantasía: “burlar a la muerte con falsas triquiñuelas”.
Con este fin inventamos hace
milenios las religiones y el pecado mortal, la literatura y el espiritismo, con
este fin diseñamos filosofías inmortales y construimos imperios caducos,
exploramos nuevos mundos y los colonizamos destruyendo sus creencias y culturas,
o ingenuamente hacemos el amor para volver a nacer o para dejar de morir, o
simplemente para creer que así seguiremos viviendo para siempre perpetuando
nuestra especie.
Desde hace apenas un par de siglos
los occidentales nos instalamos en la llamada era moderna y hemos desterrado la
idea de la reencarnación que proclamaban las diferentes culturas y religiones y
hemos depositado nuestra confianza sobre todo en la ciencia, abandonando la
idea de la vida eterna y la persecución de la piedra filosofal y la fuente de
la eterna juventud, esperamos que nuestros sesudos congéneres desentrañen las
causas físicas de la vejez y la muerte con el fin de contrarrestarlas, para que
los ricos puedan invertir en su futuro y los pobres nos tengamos que hipotecar
en el presente y así entre todos encontrar el elixir mágico que pueda derrotar
de una vez para siempre al enemigo común y final, la muerte.
Claro que todo esto me suena a
vanidad humana, tan sólo vanidad de alcanzar mediante nuestro ingenio lo que al
mundo natural le está vedado: la vida eterna, durar para siempre, y así poder
seguir destruyendo día a día nuestro hábitat, programar guerras a más largo
plazo, seguir pisando a nuestros semejantes, pero eso sí, todo esto,
eternamente, en definitiva, ser quienes somos pero sin fecha alguna de
caducidad, sin capacidad para seguir respetando la ley física del resto de los
mamíferos, vivir, reproducirse y morir dignamente.
Nuestra arrogancia sin límites sólo
se ve superada por nuestra infinita ignorancia, pero seguimos intentándolo,
todos los credos y dogmas se basan en la promesa abierta de la inmortalidad,
una eternidad invisible a nuestros ojos e incrustada en nuestra mente, una
impalpable vida eterna que continúa después de la muerte sin interrupción y sin
maldad, lo cual exige perpetuar una porción de nosotros que, a diferencia de
este cuerpo de carne, sangre y hueso, no muere jamás y que las diferentes
doctrinas laman: el alma.
Los creyentes creen que la muerte
deja de ser el final para pasar a ser la liberación de nuestra pequeña inmortal
porción de parte buena del ser humano del resto, y su viaje a un plano diferente
de la existencia donde nos espera la eternidad, ¿pero nos han preguntado si
queremos ser eternos?, o será simplemente un castigo si no hemos cumplido con
las exigencias del dios de cada cual, o tal vez sería una recompensa por ser
imperfectos, si hemos llevado a cabo los adecuados rituales de no ser piadosos
de manera dictada y prescrita con los demás humanos, pero repito, si esto es la
vida eterna, tendrían que consultarnos antes de enviarnos para allá.
Yo no me quiero desprender de mi
cuerpo, sus indignidades, amores, buenas acciones y debilidades, el ser humano
no puede ser igual que una crisálida, utilizar nuestro cuerpo como un
contenedor temporal, creo que nuestro verdadero “yo” vive para siempre, según
dice un proverbio árabe “la muerte no me asusta, porque cuando yo estoy ella
no viene y cuando ella venga yo ya no estaré” o algo parecido.
Finalmente, no debería extrañarnos
la obsesión humana por la muerte, el instinto de supervivencia es básico en
todos los animales e igual que ellos sentimos el impulso visceral y brutal para
esquivar a la muerte, el frenético deseo de vivir estaba ahí mucho antes de que
nuestro redondeado y prominente cerebro cayera en la cuenta de que a uno mismo
le toca morir, nacemos con ese don, los animales matan y mueren, pero no saben qué
les va a ocurrir a ellos; no tienen el impulso de vivir eternamente, dado que
en cierto sentido todos ellos viven en una eternidad, un tiempo sin futuro ni
pasado, un tiempo sin muerte programada.
Hoy, me gustaría tener esperanza en
la otra vida, pero lamentablemente nadie jamás ha vuelto del otro lado de la
muerte para confirmarlo; aunque muchos hayan alegado haberlo hecho,
reencarnados en seres más humanos, buenos y honrados, las pruebas indican lo
contrario, la vida es el principio de un ciclo y la muerte el final de un
instante, así que solo nos queda… La virginidad de nuestra alma.
RAFAEL SPÍNOLA RODRÍGUEZ
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