Capítulo 3
Diario
de Pedro de Ortega 2
Hoy la nao
capitana, hemos podido saber, ha perdido a un hombre.
Ha sido de
madrugada: andaba un poco revuelto el tiempo y un golpe de mar, conjurado con
la noche, ha debido acabar con él, pues con el fragor de las olas nadie ha
escuchado sus gritos de auxilio.
Para cuando se
le ha echado en falta era demasiado tarde.
En la almiranta
ha cundido el desánimo cuando se ha sabido la noticia, pues entienden los marineros
que si el viento y el tiempo han acompañado y, aun así, ya hay que llorar por
uno de los nuestros, qué será de todos nosotros cuando llegue la época de las
tormentas.
Yo también
tengo miedo.
Pero he de
disfrazarlo, pues una de las tareas de los capitanes, y de las más importantes,
es la de infundir valor a sus hombres; si me vieran apesadumbrados, estaríamos
perdidos: una leve brizna de flaqueza y la revuelta prendería el barco como
una tea.
Pero tengo
miedo, Isabel.
No tanto a la
muerte como a la inmensidad.
2 DE DICIEMBRE.
Según la
derrota trazada por Sarmiento, estamos a unos tres días de llegar a las
primeras islas de Ofir, o de Salomón.
Pero ese nombre
ya no hace brillar los ojos de los hombres de la nao: están preocupados.
Los
temores de Gallego se han propagado entre todos los expedicionarios como el
fuego en la selva y no veo a mi alrededor sino rostros sombríos y fúnebres,
ojos apagados y cierta dejadez en todos sus movimientos.
Rezo porque el
día 5 encontremos tierra, pues si no la gente no va a ser fácil de parar.
Rezo por ello y
porque Dios, si llega el momento, me dé fuerzas para obrar según requiera el
momento, pues aunque no me considero hombre tibio de carácter, Isabel, tú lo
sabes, no sé con cuantas lealtades, aparte de la de los hombres que conozco
desde hace años, puedo contar.
No incluyo a Jerónimo y Francisco, porque sólo la duda ofende.
Y Jerónimo, por cierto, me ha confesado que andan los marinos muy agitados, por obra de Hernán Gallego, que no sé muy bien a qué juega, porque si ahora tiene motivos para desconfiar, como yo mismo hago, no lo niego, no los tenía cuando partimos de Lima.
Sin su trabajo
contra Sarmiento y sus rutas, la gente estaría algo más tranquila, y yo no
pasaría la mitad de las noches en vela esperando un motín.
Sólo Juan de
Torres, el franciscano, anda pidiendo a todos paciencia, que Dios está con
nosotros y si confiamos en él, todo habrá de salir bien.
Tenían razón
aquellos que decían que si ha de embarcarse un religioso, que sea franciscano.
No hemos visto
tierra y por la ruta seguida y el camino navegado ya deberíamos estar en ella.
Hoy hemos
recibido instrucciones de la nao capitana aprovechando que casi se han juntado
las dos naos: virar hacia la ruta Noroeste, algo que Gallego llevaba
diciendo los tres últimos días.
Es la primera
vez que he visto sonreír al piloto mayor.
-Al fin el
intrépido marinero se aviene a razones. El sobrino de don Lope ha sido
iluminado por Dios. Sarmiento equivocó la ruta desde el principio. Por fin
llegaremos a tierra.
He sentido unos
enormes deseos de azotarle, pero si me indispongo con el piloto mayor, ¿qué
puede ser de nosotros? Además, la orden, aunque pudiera ser maquinada por
Gallego, ha llegado de Mendaña, general de la armada, y no tengo nada que
decir.
Y puede ser que
Sarmiento, aunque como cosmógrafo y geógrafo goza de buena reputación, se haya
equivocado, porque aunque marinero experto, puede no serlo tanto como Gallego.
Qué se yo.
Aquí, en el
mar, yo, maestre de campo y capitán de la capitana, soy preso de los marineros,
pero todo cambiará cuando lleguemos a tierra.
Por la ruta
nueva, mudada a media mañana, el viento no parece tan favorable; el viaje va a
alargarse y parece que voy a tener que pensar en ir reduciendo las raciones.
Hay que tener
cuidado para cuando dé la orden: la reacción puede ser impredecible.
Isabel, cada
vez os hecho más de menos a ti y a Pedro.
Jerónimo, también.
Nada nuevo: la
misma ruta y parece que el viento no es ahora más favorable.
Siguen los rostros
serios y las manos crispadas, pero todos obedecen.
No estoy dentro de sus corazones, quién pudiera, pero aunque no discuten, sé que están deseando volver: se sienten engañados, y ni la promesa del oro gusta cuando uno no sabe si volverá a ver su tierra y los rostros amados y conocidos que allí aguardan.
7 DE DICIEMBRE.
A media mañana,
unas nubes bajas, en el horizonte, justo al frente, nos han hecho creer que
llegábamos a tierra.
Gallego no ha
podido ocultar su alborozo:
-Se lo dije,
señor, que esta nueva derrota nos iba a traer la ansiada tierra de Ofir. Allí está,
quizás a unas veinte leguas.
Dios siempre
está con los marineros. Con los marineros.
Ha querido
decir con él y con los suyos, no con los demás.
En otros
momentos, el hecho de que no me consideraran marino, me hubiera halagado, pero
el desprecio que teñían las palabras de Gallego me ha provocado tal ira que he
preferido recluirme en mi camarote para evitar un altercado con el piloto
mayor, hombre al que Isabel, lo digo bien alto, desprecio con toda mi alma.
Dios no está
con gente cuyo doblez espanta y cuyas blasfemias hacen sangrar el cielo.
El
silencio que reinaba en la nao, por la tarde, es lo que me ha hecho salir del
camarote en el que me había recluido desde que viéramos aquellas nubes bajas.
Nubes bajas que
se habían disipado cuando estábamos a punto de alcanzarlas y que han mostrado
todo su secreto.
Y su secreto
era ninguno.
Aunque la
noticia no era grata no he podido dejar de alegrarme, y cuando me he cruzado
con el serio rostro de Gallego he tenido que hacer un esfuerzo grande para no
reírme.
Desde entonces
el silencio reina en la almiranta.
Un silencio sólo roto por el rugido rítmico del mar y por el crujir de la madera, que hasta ella parece lamentarse.
8 DE DICIEMBRE.
Misma ruta.
Mismo
resultado.
Nada.
Sólo la inmensa
mar océana.
Por la tarde, y
por ser el día de Nuestra Señora, casi a horas de vísperas, Juan de Torres ha
dicho misa, que yo, al menos, he escuchado con una devoción que no había
sentido nunca.
Después hemos
rezado una salve.
He escuchado a
un marinero decir que Nuestra Señora, madre de todos nosotros, debía estar a
otras tareas pues no nos ha servido la tierra.
He ordenado que se le azotase y advertido a todos que, a partir de ese momento, se acababan las blasfemias.
14 DE
DICIEMBRE.
Casi una semana
sin anotar nada porque nada hay que anotar.
Mar, mar y más
mar.
A partir de mañana las raciones se van a acortar.
15 DE DICIEMBRE.
La mitad del
agua se nos ha podrido, igual que el pescado.
La carne hace
ya tiempo que se nos echó a perder; cuando he dicho a los hombres que sólo
medio cuartillo de agua en la comida y en la cena, un trozo de mazamorra y unas
almendras para cada uno de ellos, excepto para los enfermos, no han dicho nada,
han aceptado sin rechistar.
Cada día que
pasa me sorprende la condición humana: yo preveía algún intento de revuelta,
hasta el punto de que cuando los he reunido, me encontraba escoltado por
Enríquez y mi hijo Jerónimo, por si había que echar mano de la espada.
Pero no ha sido
así.
Es como si
asumieran su destino, fatal o no, y no dieran importancia a nada.
De todas
formas, saben que es tarde para dar la vuelta: el regreso no les
garantizaría la supervivencia.
Así que supongo
que cada uno, como hago yo, Isabel, reza con humildad para que la Providencia
no nos abandone.
Aunque no descarto que muchos de ellos en realidad a quien se estén encomendando sea al mismísimo Satanás.
16 DE
DICIEMBRE.
Hernán Gallego
me ha contado el asunto del Santo Oficio.
Parece que el
obispo de Guadalajara ha abierto un proceso contra Pedro Sarmiento por unos
anillos y abalorios que cuentan que nuestro cosmógrafo ha vendido como
proveedores de fortuna.
Me ha hecho
pensar.
Puede que
Sarmiento no sea un ejemplo de piedad, pero don Lope ha confiado en él.
Y antes que don
Lope, el conde de Nieva, el virrey de la muerte oscura.
Puede que no
sea un hombre pío, pero es el único, en esta armada, que sabe.
Sólo él puede
salvarnos pues la derrota descrita por Gallego no deja de estar equivocada: no
sólo no se ve tierra, sino que los vientos cada vez se acuerdan menos de
nosotros.
Y Francisco
Jiménez me ha dicho que ya hay marineros que desconfían del rumbo de Gallego;
así son las cosas: hoy salvas, mañana condenas.
El hombre muda
más rápido de parecer que las serpientes de pellejo.
Si don Lope confía en Sarmiento, quien esto escribe confía en Sarmiento, y si no, que venga aquí el obispo de Guadalajara a marcarnos la derrota correcta.
17 DE
DICIEMBRE.
La paz no debe
ser tripulante de la capitana, pues en menos de dos horas nos han dado órdenes
contradictorias: la primera, al alba, nos dictaba que
virásemos de nuevo al Suroeste, y así lo hemos hecho, pese a la desgana de
Gallego en dar las instrucciones a la tripulación: la segunda, que mudáramos
de nuevo al Noroeste, como estos últimos días, resolución que tampoco ha
gustado a Gallego.
-Sin hombres
de mar al mando, en el fondo hemos de acabar antes del nuevo año.
Si bien no
niego mis deseos de fulminar a este hombre en cuanto pueda, he de reconocer que
tanto vaivén en las órdenes produce más cansancio que el propio navegar.
Se diría que más que navegar, los navíos bailan.
18 DE
DICIEMBRE.
Navegar a un
lado y al otro, prácticamente volviendo una y otra vez sobre la misma ruta,
sólo que unas cuantas leguas más allá, y así, con una ruta que sobre la carta
parece una culebra, hemos de dar con las tierras que andamos buscando.
Hemos recorrido ya más de 1.300 leguas, con lo que, si alguna tierra habíamos de ver, ha debido quedar atrás. O fue tragada por las olas antes de que llegáramos. Gracias a Dios, no hemos topado con ninguna tormenta, porque con lo fatigados que van hombres y navíos, ya estaríamos haciendo compañía a los peces.
Y tal es la
dejadez de la tripulación que he tenido que requisar todos los juegos de naipes
y dados, pues sólo ponen ardor en el juego, como si quisieran probar todas las
variantes de perder las pestañas antes de entregar su alma al Creador: las
tablas de Borgoña, la primera de Alemania, el alquerque inglés, el pasar
genovés, el flux catalán, la figurilla gallega, el triunfo francés, la
calabrida morisca, la
ganapierde romana y el tres y as boloñés, no hay juego en el que estos
marineros sean más astutos que el mismísimo Ulises.
Como el juego
es el padre de las riñas, y como les sorbe el seso hasta el punto de hacer sus
tareas a toda prisa para volver a jugar, he decidido quitarles las cartas y los
dados y devolvérselos cuando lleguemos a tierra, pese a que he visto a Satanás
en sus ojos.
No me importa.
Si no debo
volver, Isabel, tanto da ahogado que acuchillado por la espalda.
Pero el capitán
lo es por algo.
Si he dicho que
el juego es el padre de las peleas he de añadir que la madre es la chicha, ese
licor funesto que parece quemarles el alma.
Pero la chicha
va la prohibí cuando embarcarnos.
Tras de
nosotros, a últimas horas de la tarde han aparecido nubes tan negras como los
cimarrones de Panamá, lo que hizo preocuparnos a todos. Pero no siguieron
nuestro rumbo.
Jesús Rubio
Villaverde. 1999