Diario de Pedro de Ortega 1
Capítulo 2
1567. 19 DE NOVIEMBRE.
La armada no ha
zarpado hoy, finalmente.
Según el piloto
mayor, Hernán Gallego, los hombres han holgazaneado mucho; y por eso la noche
se ha echado encima, aunque hemos llegado a largar velas.
Mejor por la
mañana: zarpar con la aurora es siempre buen presagio, dicen los hombres de mar
y así será si ellos lo dicen.
Escribo esto
para ir descontando días, que aquí, con tanta luz, no parecen tener fin.
Soy, en esta
armada, capitán de la nao almiranta, llamada Todos los Santos, y maestre
de campo; y conmigo irá Hernán Gallego, piloto mayor, hombre que no me mira
cuando me habla.
En
la capitana, de nombre Los Reyes, irán embarcados el cosmógrafo Pedro
Sarmiento de Gamboa, inspirador de este viaje a las islas de Ofir, o de
Salomón, como ya las conocemos todos, y el almirante Álvaro de Mendaña,
joven sobrino del gobernador del Perú,
don Lope García de Castro, hombre de tanta valía como ambición y al que conocí
en Panamá, hace cuatro años, cuando llegó allí para restaurar la Audiencia.
A Panamá llegué
hace veintitrés años y de allí soy Alguacil Mayor.
Desde allí
partí para combatir a Gonzalo Pizarro y sus rebeldes.
Y a los
hermanos Contreras y sus bandidos.
Y a Francisco
Hernández Girón y sus encomenderos: Allí queda mi mujer, Isabel y uno de mis
hijos, Pedro. Allí está mi hacienda, ganada con sudor y con sangre. Allí queda,
al cabo, todo cuanto amo y que un día espero volver a ver, si Dios y esta mar
Austral, de la que dicen los marinos que tiene memoria, así lo quieren.
Isabel: cada
día que pasa te echo más de menos, pero están aquí conmigo nuestro hijo
Jerónimo y nuestro primo Francisco Muñoz Rico, que harán mi ausencia más
llevadera.
Mañana escribiré
esto desde alta mar.
Saldremos de
día: el sol mejor que la luna, pues la noche en el mar es ladina y madre de
trampas.
En la mar como en la tierra.
Isabel: debes perdonarme porque lo había olvidado.
Pero Pedro Juárez, capitán artillero a quien tú
conoces, ha sido quien me lo ha recordado: hoy, 20 de noviembre, es fiesta de
Santa Isabel.
La armada zarpa en tu día y este hecho, tan leve y
sencillo, tan íntimo e inocente, me ha hecho sentir un gozo que me hace ver
todo con excelente talante.
Ahora sé que volveremos.
La fe tiene
estas cosas: no sólo se cree en la Providencia, sino también en esas
supercherías que aquel Diablo coloca en nuestro camino.
Isabel,
deberías haber visto cómo estaba el puerto del Callao cuando íbamos a zarpar.
Toda Lima
estaba allí.
Hubo hasta
música.
Y salvas de
artillería.
Y allí estaba
el propio gobernador, don Lope, empluma-do como un pavo y con el mismo brillo
fiero en los ojos.
"Cuide de
mi sobrino, don Pedro", me ha dicho; a lo que le he respondido que perdiera
cuidado, que le garantizaba protección a don Álvaro.
Pero he
prometido algo que no puedo garantizar.
Pues lo que se
puede garantizar no es necesario prometerlo, al menos eso entiendo.
Nada más zarpar
nos ha acompañado el viento, con lo que muy pronto dejamos atrás El Callao y
tomamos el rumbo Suroeste, que es el determinado por Sarmiento de Gamboa desde
el inicio.
Un rumbo que no
debe abandonarse durante mil leguas, hasta que estemos a unos dieciséis grados
al Sur de la línea Equinoccial.
Allí es donde
está Ofir.
Reina
el buen humor y el único serio es el piloto mayor,
Hernán Gallego.
Yo espero que
sea su talante natural, pero algo muy dentro de mí dice que no debo confiar
mucho en él; la aprensión no debe abandonar a un buen militar.
Pero el oro de
Ofir mantiene a la gente bien dispuesta: la promesa de la fortuna nubla sus
ojos y traba sus conversaciones; por ello trabajan no sólo con denuedo, sino
con alegría.
Por la noche,
que es cuando escribo esto, sigue el buen viento.
Mar serena.
21 DE NOVIEMBRE.
Nada importante
que reseñar: cada uno en su trabajo y Dios en el de todos.
Sólo apunto la
sensación de cierto desamparo que produce tanta inmensidad.
Los días, en estas latitudes y en esta época del año, son tan claros que a veces no se discierne el horizonte: no se sabe dónde acaba el mar y dónde empieza el cielo.
22 DE
NOVIEMBRE.
Bendita sea la luz
y la Santa Veracruz
y el Señor de la Verdad
y la Santa Trinidad;
bendita sea el alba
y el Señor que nos la manda bendito sea el día
y el Señor que nos lo envía.
Reseño
esta oración, que el padre Juan de Torres, fraile franciscano, reza todos los
días a bordo, al caer la tarde, porque aquí, Isabel, en alta mar, cuando no se
trabaja, se reza.
O se blasfema.
Porque la
blasfemia es al marinero lo que la sal al mar, y yo no sé si estos hombres son
demonios o son locos. Pero incluso ellos, demonios o locos, aprecian a Juan de
Torres.
Matías Pineto,
hombre que ya ha servido conmigo en otras expediciones, me lo ha dicho:
-Si
han de venir religiosos, que sean franciscanos. No sólo rezarán, sino que
trabajarán cuando llegue la hora. Eso es lo que dicen los marinos.
Por lo demás,
todo tranquilo. Sólo el mar.
Este mar sin final.
23 DE
NOVIEMBRE.
Según pasan los
días y perdemos altura, el tiempo va cambiando.
Ya no sólo hay
agua bajo los navíos, también sobre él, y si antes la madera se secaba y
cuarteaba, ahora el lodo hacía que los pies se pegaran, costando un enorme
esfuerzo caminar sobre la cubierta.
Mucha agua,
Isabel, excepto para nosotros, que ya nos hemos acostumbrado no sólo a la
soledad, sino también a la sed.
Pero
los marineros, a lo suyo: el juego y la blasfemia.
Si no fuera
porque también sería mi perdición, desearía que un enorme brazo de mar se los
llevara a todos.
No me gusta
esta gente doble, y todavía no entiendo como siendo de natural haragán y
desobediente, hemos ganado con ellos todo un mundo para la Corona.
Se juegan el
alma pero el alférez Enríquez, hombre joven pero experto, me ha contado que,
incluso, hasta los piojos, pues tal es su amor al riesgo.
-Los colocan sobre un círculo no
mayor que la palma de la mano, don Pedro. Y el último en salirse del círculo es
el que gana. No me lo han contado, señor, que lo he visto.
Es este
Enríquez, Isabel, hombre que me agrada, y me ha puesto sobre aviso.
No todo es paz
en la flota. No.
-Señor, no me gusta. Más de una vez he sorprendido a Gallego
y a algunos de sus marinos de más confianza hablando por lo bajo en corrillos.
Cuando me han visto han cambiado su conversación.
Tarde o temprano tendré un encuentro con Gallego.
24 DE
NOVIEMBRE.
Alguna de la
gente ha visto dos rorcuales.
Dicen que ése
es gran presagio.
Pero no signo de tierra.
25 DE NOVIEMBRE.
Escribo esto,
Isabel, en noche clara, con toda la Cruz del Sur, guía de los marineros,
reluciendo sobre nuestras cabezas como nunca lo había visto hasta ahora.
Soy hombre de
fe, Isabel, más no muy devoto, pero he de decirte que lo que me ha dicho Juan
de Torres, el franciscano, me ha hecho pensar.
-Sepa, señor, que todas estas estrellas, fueron creadas por
Dios no sólo para mostrarnos la grandeza de nuestra creación, sino para
recordarnos todas las noches, antes de dormirnos, que no somos mejores que los
granos de arena que descansan en el fondo del mar.
¿De qué me sirve, pues, todo mi orgullo?
26 DE NOVIEMBRE.
La pez, la
brea, el salitre y el sudor: el navío empieza a oler mal.
Es lo peor de
llevar ya casi una semana embarcados: los olores.
Los olores y la
mazamorra, ese bizcocho que se queda en la garganta y ni se puede escupir ni
tragar.
Pues la carne y
el pescado, después de seis días de navegación, empieza a oler mal. Yo no los
pruebo.
Según los
cálculos, queda no menos de una semana para llegar a ver las primeras islas de
Ofir.
Y ni una
montaña de oro ambiciono más que una jarra de vino y un sabroso capón.
Pero, de momento, mazamorra y almendras.
27 DE NOVIEMBRE.
Por señas, nos
han hecho saber desde la capitana que algunos de sus soldados han dicho que a
la parte del Oeste han visto tierra.
He
hablado con Hernán Gallego, quien no se ha creído ni una sola palabra de lo
dicho.
-Según la derrota fijada en Lima, no puede ser. No llevamos
más de 500 leguas navegadas. De todas formas, según, el rumbo que llevamos si
se alcanza tierra, será por la mano de Dios.
Por fin se ha
sincerado, pues cuando le he preguntado qué quería decir, se ha envalentonado:
-Quiero decir, señor maestre de campo, que la derrota es
equivocada. No hay tierra por estos rumbos, por más que Sarmiento se certifique
de ello. Si hay tierra es más al Norte.
Le he
respondido, Isabel, que Sarmiento es hombre notable y que su prestigio entre
los geógrafos y los historiadores es grande, y que si él dice que, por esta
ruta, veremos tierra en una semana, así habrá de ser.
Le he prohibido
que hable de estas cosas con sus hombres, porque a la más leve señal de
insubordinación, me veré obligado a castigarles.
Castigo del que Gallego sería el único
responsable.
Los marinos son
amigos de riñas y motivos y sólo entienden de azotes.
No me temblará
la mano si llega el momento. Pero, ¿y si Gallego tuviera razón?
Una semana de navegación: cada uno en su trabajo y Dios en el de todos.
29 DE NOVIEMBRE.
Sigue el
trabajo, pero de la euforia de los primeros días se ha pasado a un quehacer
rutinario y desganado.
Ayer y hoy, el
mar se ha embravecido un tanto, pero no ha pasado de ahí, gracias a Dios.
Según la ruta
trazada en Lima, no hemos de encontrar tormentas en esta época del año por
estas latitudes, pero el Mar del Sur es veleidoso y caprichoso.
La traición navega en cada una de sus olas.
30 DE
NOVIEMBRE.
Diez días
embarcados y ha comenzado la impaciencia.
He mandado
azotar a dos marinos que, a grandes gritos, pedían a Gallego que hablara
conmigo para convencer a Mendaña de que había que cambiar la derrota, pues
íbamos a la muerte segura.
Cuando me han
visto llegar, no se han arredrado.
Pero tolero el
valor sólo cuando obedece órdenes.
Diez azotes a
cada uno les habrá calmado.
El alférez Enríquez me ha reprochado el
excesivo castigo que a su juicio he dado a esos dos rufianes.
-¿Quiere usted acompañarles en
el castigo?
No ha dicho
nada, pero se ha marchado murmurando hacia su camarote.
Me parecía un
hombre valioso, pero a lo mejor tengo que empezar a pensar que me he equivocado
con él.
Antes de sentarme
y agarrar la pluma, Isabel, he paseado por cubierta.
Todo tranquilo,
o al menos eso parece. Mar serena.
Buen viento.
Y la Cruz del Sur.
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