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domingo, 14 de febrero de 2021

La lluvia infinita 2/18

Diario de Pedro de Ortega 1 

Capítulo 2

 1567. 19 DE NOVIEMBRE.

La armada no ha zarpado hoy, finalmente.

Según el piloto mayor, Hernán Gallego, los hombres han holgazaneado mucho; y por eso la noche se ha echado encima, aunque hemos llegado a largar velas.

Mejor por la mañana: zarpar con la aurora es siempre buen presagio, dicen los hombres de mar y así será si ellos lo dicen.

Escribo esto para ir descontando días, que aquí, con tanta luz, no parecen tener fin.

Soy, en esta armada, capitán de la nao almiranta, llamada Todos los Santos, y maestre de campo; y conmigo irá Hernán Gallego, piloto mayor, hombre que no me mira cuando me habla.

En la capitana, de nombre Los Reyes, irán embarcados el cosmógrafo Pedro Sarmiento de Gamboa, inspirador de este viaje a las islas de Ofir, o de Salomón, como ya las conocemos todos, y el almirante Álvaro de Mendaña,

joven sobrino del gobernador del Perú, don Lope García de Castro, hombre de tanta valía como ambición y al que conocí en Panamá, hace cuatro años, cuando llegó allí para restaurar la Audiencia.

A Panamá llegué hace veintitrés años y de allí soy Alguacil Mayor.

Desde allí partí para combatir a Gonzalo Pizarro y sus rebeldes.

Y a los hermanos Contreras y sus bandidos.

Y a Francisco Hernández Girón y sus encomenderos: Allí queda mi mujer, Isabel y uno de mis hijos, Pedro. Allí está mi hacienda, ganada con sudor y con sangre. Allí queda, al cabo, todo cuanto amo y que un día espero volver a ver, si Dios y esta mar Austral, de la que dicen los marinos que tiene memoria, así lo quieren.

Isabel: cada día que pasa te echo más de menos, pero están aquí conmigo nuestro hijo Jerónimo y nuestro primo Francisco Muñoz Rico, que harán mi ausencia más llevadera.

Mañana escribiré esto desde alta mar.

Saldremos de día: el sol mejor que la luna, pues la noche en el mar es ladina y madre de trampas.

En la mar como en la tierra.

20 DE NOVIEMBRE.

Isabel: debes perdonarme porque lo había olvidado.

Pero Pedro Juárez, capitán artillero a quien tú conoces, ha sido quien me lo ha recordado: hoy, 20 de noviembre, es fiesta de Santa Isabel.

La armada zarpa en tu día y este hecho, tan leve y sencillo, tan íntimo e inocente, me ha hecho sentir un gozo que me hace ver todo con excelente talante.

Ahora sé que volveremos.

La fe tiene estas cosas: no sólo se cree en la Providencia, sino también en esas supercherías que aquel Diablo coloca en nuestro camino.

Isabel, deberías haber visto cómo estaba el puerto del Callao cuando íbamos a zarpar.

Toda Lima estaba allí.

Hubo hasta música.

Y salvas de artillería.

Y allí estaba el propio gobernador, don Lope, empluma-do como un pavo y con el mismo brillo fiero en los ojos.

"Cuide de mi sobrino, don Pedro", me ha dicho; a lo que le he respondido que perdiera cuidado, que le garantizaba protección a don Álvaro.

Pero he prometido algo que no puedo garantizar.

Pues lo que se puede garantizar no es necesario prometerlo, al menos eso entiendo.

Nada más zarpar nos ha acompañado el viento, con lo que muy pronto dejamos atrás El Callao y tomamos el rumbo Suroeste, que es el determinado por Sarmiento de Gamboa desde el inicio.

Un rumbo que no debe abandonarse durante mil leguas, hasta que estemos a unos dieciséis grados al Sur de la línea Equinoccial.

Allí es donde está Ofir.

Reina el buen humor y el único serio es el piloto mayor,

Hernán Gallego.

Yo espero que sea su talante natural, pero algo muy dentro de mí dice que no debo confiar mucho en él; la aprensión no debe abandonar a un buen militar.

Pero el oro de Ofir mantiene a la gente bien dispuesta: la promesa de la fortuna nubla sus ojos y traba sus conversaciones; por ello trabajan no sólo con denuedo, sino con alegría.

Por la noche, que es cuando escribo esto, sigue el buen viento.

Mar serena. 

21 DE NOVIEMBRE.

Nada importante que reseñar: cada uno en su trabajo y Dios en el de todos.

Sólo apunto la sensación de cierto desamparo que produce tanta inmensidad.

Los días, en estas latitudes y en esta época del año, son tan claros que a veces no se discierne el horizonte: no se sabe dónde acaba el mar y dónde empieza el cielo. 

22 DE NOVIEMBRE.

Bendita sea la luz

y la Santa Veracruz

y el Señor de la Verdad

y la Santa Trinidad;

bendita sea el alba

y el Señor que nos la manda bendito sea el día

y el Señor que nos lo envía.     

Reseño esta oración, que el padre Juan de Torres, fraile franciscano, reza todos los días a bordo, al caer la tarde, porque aquí, Isabel, en alta mar, cuando no se trabaja, se reza.

O se blasfema.

Porque la blasfemia es al marinero lo que la sal al mar, y yo no sé si estos hombres son demonios o son locos. Pero incluso ellos, demonios o locos, aprecian a Juan de Torres.

Matías Pineto, hombre que ya ha servido conmigo en otras expediciones, me lo ha dicho:

-Si han de venir religiosos, que sean franciscanos. No sólo rezarán, sino que trabajarán cuando llegue la hora. Eso es lo que dicen los marinos.

Por lo demás, todo tranquilo. Sólo el mar.

Este mar sin final. 

23 DE NOVIEMBRE.

Según pasan los días y perdemos altura, el tiempo va cambiando.

Ya no sólo hay agua bajo los navíos, también sobre él, y si antes la madera se secaba y cuarteaba, ahora el lodo hacía que los pies se pegaran, costando un enorme esfuerzo caminar sobre la cubierta.

Mucha agua, Isabel, excepto para nosotros, que ya nos hemos acostumbrado no sólo a la soledad, sino también a la sed.

Pero los marineros, a lo suyo: el juego y la blasfemia.

Si no fuera porque también sería mi perdición, desearía que un enorme brazo de mar se los llevara a todos.

No me gusta esta gente doble, y todavía no entiendo como siendo de natural haragán y desobediente, hemos ganado con ellos todo un mundo para la Corona.

Se juegan el alma pero el alférez Enríquez, hombre joven pero experto, me ha contado que, incluso, hasta los piojos, pues tal es su amor al riesgo.

-Los colocan sobre un círculo no mayor que la palma de la mano, don Pedro. Y el último en salirse del círculo es el que gana. No me lo han contado, señor, que lo he visto.

Es este Enríquez, Isabel, hombre que me agrada, y me ha puesto sobre aviso.

No todo es paz en la flota. No.

-Señor, no me gusta. Más de una vez he sorprendido a Gallego y a algunos de sus marinos de más confianza hablando por lo bajo en corrillos. Cuando me han visto han cambiado su conversación.

Tarde o temprano tendré un encuentro con Gallego. 

24 DE NOVIEMBRE.

Alguna de la gente ha visto dos rorcuales.

Dicen que ése es gran presagio.

Pero no signo de tierra. 

25 DE NOVIEMBRE.

Escribo esto, Isabel, en noche clara, con toda la Cruz del Sur, guía de los marineros, reluciendo sobre nuestras cabezas como nunca lo había visto hasta ahora.

Soy hombre de fe, Isabel, más no muy devoto, pero he de decirte que lo que me ha dicho Juan de Torres, el franciscano, me ha hecho pensar.

Así lo escribo:

-Sepa, señor, que todas estas estrellas, fueron creadas por Dios no sólo para mostrarnos la grandeza de nuestra creación, sino para recordarnos todas las noches, antes de dormirnos, que no somos mejores que los granos de arena que descansan en el fondo del mar.

¿De qué me sirve, pues, todo mi orgullo? 

26 DE NOVIEMBRE.

La pez, la brea, el salitre y el sudor: el navío empieza a oler mal.

Es lo peor de llevar ya casi una semana embarcados: los olores.

Los olores y la mazamorra, ese bizcocho que se queda en la garganta y ni se puede escupir ni tragar.

Pues la carne y el pescado, después de seis días de navegación, empieza a oler mal. Yo no los pruebo.

Según los cálculos, queda no menos de una semana para llegar a ver las primeras islas de Ofir.

Y ni una montaña de oro ambiciono más que una jarra de vino y un sabroso capón.

Pero, de momento, mazamorra y almendras. 

27 DE NOVIEMBRE.

Por señas, nos han hecho saber desde la capitana que algunos de sus soldados han dicho que a la parte del Oeste han visto tierra.

He hablado con Hernán Gallego, quien no se ha creído ni una sola palabra de lo dicho.

-Según la derrota fijada en Lima, no puede ser. No llevamos más de 500 leguas navegadas. De todas formas, según, el rumbo que llevamos si se alcanza tierra, será por la mano de Dios.

Por fin se ha sincerado, pues cuando le he preguntado qué quería decir, se ha envalentonado:

-Quiero decir, señor maestre de campo, que la derrota es equivocada. No hay tierra por estos rumbos, por más que Sarmiento se certifique de ello. Si hay tierra es más al Norte.

Le he respondido, Isabel, que Sarmiento es hombre notable y que su prestigio entre los geógrafos y los historiadores es grande, y que si él dice que, por esta ruta, veremos tierra en una semana, así habrá de ser.

Le he prohibido que hable de estas cosas con sus hombres, porque a la más leve señal de insubordinación, me veré obligado a castigarles.

Castigo del que Gallego sería el único responsable.

Los marinos son amigos de riñas y motivos y sólo entienden de azotes.

No me temblará la mano si llega el momento. Pero, ¿y si Gallego tuviera razón?

Una semana de navegación: cada uno en su trabajo y Dios en el de todos. 

29 DE NOVIEMBRE.

Sigue el trabajo, pero de la euforia de los primeros días se ha pasado a un quehacer rutinario y desganado.

Ayer y hoy, el mar se ha embravecido un tanto, pero no ha pasado de ahí, gracias a Dios.

Según la ruta trazada en Lima, no hemos de encontrar tormentas en esta época del año por estas latitudes, pero el Mar del Sur es veleidoso y caprichoso.

La traición navega en cada una de sus olas. 

30 DE NOVIEMBRE.

Diez días embarcados y ha comenzado la impaciencia.

He mandado azotar a dos marinos que, a grandes gritos, pedían a Gallego que hablara conmigo para convencer a Mendaña de que había que cambiar la derrota, pues íbamos a la muerte segura.

Cuando me han visto llegar, no se han arredrado.

Pero tolero el valor sólo cuando obedece órdenes.

Diez azotes a cada uno les habrá calmado.

El alférez Enríquez me ha reprochado el excesivo castigo que a su juicio he dado a esos dos rufianes.

-¿Quiere usted acompañarles en el castigo?

No ha dicho nada, pero se ha marchado murmurando hacia su camarote.

Me parecía un hombre valioso, pero a lo mejor tengo que empezar a pensar que me he equivocado con él.

Antes de sentarme y agarrar la pluma, Isabel, he paseado por cubierta.

Todo tranquilo, o al menos eso parece. Mar serena.

Buen viento.

Y la Cruz del Sur. 

Jesús Rubio Villaverde. 1999 

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