Capítulo 5
5 DE ENERO.
He hablado con
Juan de Torres durante largo tiempo y me ha dicho que de la misma manera que
Nuestro Señor Jesucristo tuvo que ayunar durante cuarenta días en el desierto,
soportando todas las tentaciones del demonio, nosotros también debemos penar si
queremos llegar a nuestro destino, el cual, para él, es
bastante distinto al nuestro, porque él marcha a Ofir, o a las Salomón, como se
quiera llamar la tierra que ansiamos y se nos niega, a salvar almas, y no en
busca de riquezas para nuestra fortuna y la gloria de España y su rey don
Felipe.
Me ha referido
también que él no teme a la muerte, que tarea de buen cristiano es la de estar
en todo momento preparado para ese momento, que no es sino la puerta para la
vida eterna, y que los que la temen es porque no tienen su alma a bien con
Dios.
Me he confesado
después de hablar con él, y he sugerido a todos los hombres que me he
encontrado que hagan lo mismo.
Conviene estar preparado, Isabel, conviene estar preparado.
6 DE ENERO.
Desde la
capitana, aprovechando que estaban los dos navíos casi juntos, nos han dicho,
más por señas que por voces, que según la ruta de Sarmiento, si la tierra que
hemos estado buscando no ha quedado atrás, debemos estar a no más de tres días,
a lo sumo cinco, de la Nueva Guinea, en donde podremos descansar y reponernos
de tan extraño viaje, porque o este mar es infinito o lo hemos recorrido de
cabo a rabo, porque no se entiende no haber encontrado ya ni el más triste de
los islotes.
En la Nueva
Guinea, dice Sarmiento, podríamos estar un par de meses para, después de
reparar naves, cuerpos y almas, corregir los rumbos y llegar, de una vez por
todas, a Ofir.
Y la Cruz del Sur, arriba, como riéndose de nuestros desvelos, Isabel.
9 DE ENERO.
Otros dos
hombres malos: yo ya no tengo ni ganas de comer, pues en todo el día lo único
que he hecho es tomar los dos cuartillos de agua que me corresponden, por más
que Jerónimo, hijo del que podrías sentirte muy orgullosa, Isabel, insiste en
que algo he de comer, por mala e insípida que esté la Eziazamorra, o por
duras y rancias que estén las almendras.
-Es alimento,
padre, algún bien le hace.
Pero no creo
que mis dientes, que ya casi no se soportan entre ellos, puedan decir lo mismo.
Ya tengo la
barba casi más blanca que negra, y hasta dar órdenes me cuesta esfuerzo, pero
no puedo dejar que los hombres me vean flaquear, porque entonces cualquier cosa
puede pasar.
Aunque parece
que la promesa de la Nueva Guinea tiene a todos los hombres esperanzados. A mí
no, Isabel, a mí no.
He conocido trucos similares para mantener la moral de la gente, y tarde o temprano se acaban pagando. La mentira siempre paga. Siempre.
11 DE ENERO.
Día de espanto.
No nos hemos
movido casi del sitio, pues el viento, alado y furioso amigo en los días
anteriores, desde que se tomara el rumbo Suroeste de nuevo,
ha decidido abandonarnos.
Habrá marchado
en busca de aventuras de más provecho, porque a nosotros nos da ya por condenados.
Yo no encuentro
otra explicación.
Los marineros
están aterrorizados, porque en el mar, la calma es más mortal que la tormenta,
y los he visto deambular por cubierta, con los ojos que miraban pero no veían;
es esa mirada vacía que tienen los que ya malgastan sus últimos estertores.
Es la mirada de los que van a morir.
14 DE ENERO.
Hoy, tres días
después de la última anotación, tomo la pluma para decir que llevo ya tres días
postrado en la cama y que noto como la vida se me va.
Por si no puedo decir nada más, y esto, por el cauce que fuera te llegara, he decirte Isabel, que te quiero.
16 DE ENERO.
Dios
Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, y su único hijo, Nuestro Señor
Jesucristo, y su madre, la Virgen María, concebida sin pecado, y todos los
ángeles, y todos los santos, han estado con nosotros, y debe ser verdad eso que
dicen que el Señor no abandona a sus marineros, porque ayer, quince de enero,
cuando ya me
sentía morir, recibí, en compañía de mi
hijo Jerónimo, de Francisco Jiménez Rico y del alférez Enríquez, la noticia tan
anhelada: tierra.
Tal y como
prometió Pedro Sarmiento.
A vísperas,
desde la gavia de nuestra nao, el marinero Juan Trejo, tarifeño, rufián de los
mas gallitos, vio casi al frente la línea clara de costa de algo que hoy hemos
sabido que no era la Nueva Guinea, sino una pequeña isla, muy baja, pero
poblada.
Es difícil que
esta torpe pluma sea capaz de describir la alegría grande que se apoderó de
todos nosotros; sólo puedo decir que, afuera, todo el mundo gritaba y lloraba y
daba gracias al cielo, y que incluso yo, que me preparaba para lo peor, noté
cómo nuevas fuerzas se apoderaban de mí y, ayudado por Jerónimo y por Enríquez,
me he acercado hasta el puente para ver el perfil salvador de la costa.
Todos se
abrazaban en cubierta.
Y hasta Hernán
Gallego sonreía, que una cosa es rivali-zar con Sarmiento y otra muy distinta
ver la tierra que ha de salvarnos de una muerte que no porque se demorara era
menos segura.
Juan de Torres
se arrodilló y rezó una salve, que todos repetirnos con él con gran devoción y
con lágrimas en los ojos.
Lloré como un
niño, aunque ahora me dé vergüenza decirlo, Isabel, pero sobre todo porque esa
isla, tan lejana, en realidad, me acercaba más a ti.
Después
cantamos el Te Deum Laudamus.
Cuando
estuvimos cerca de la isla, era ya noche cerrada, por eso no pudo apreciarse
bien si era grande o pequeña, baja o alta, y si estaba poblada o no.
Se arriaron
velas v se echaron las anclas.
Poco después,
llegó desde la capitana, una chalupa con varios soldados y marineros para
decirnos que al día siguiente, con el alba, se iría a tierra
para hacer la aguada y coger cocos, que nos harían mucho bien.
Permitió
Mendaña que, dada mi debilidad, no fuera yo quien bajara a tierra al mando de
los soldados para buscar agua y comida y ver si la tierra era, en verdad, la
Nueva Guinea.
Y que no lo era
se ha comprobado hoy, al amanecer, pues desde los dos navíos, como el día era
claro, se vio que se trataba de una isla pequeña, que no tendrá más de seis
leguas de box, y antes de que pudiera yo ordenar, todavía sentado en el puente,
pues la debilidad seguía siendo mucha, qué hombres bajarían a tierra, vimos
cómo se acercaron cuatro canaluchos llenos de indios, que no mostraron ningún
temor ante barcos tan grandes.
Varias veces
rodearon el barco en silencio y, poco antes de retornar a la isla, empezaron a
hacernos señas de que fuéramos con ellos allá.
Van todos casi
desnudos, pues sólo unas pequeñas faldas de hojas de palmera secas les cubren,
tienen la piel muy negra, y el pelo muy rizado, y muchos de ellos de color
claro, hecho que nos ha chocado mucho a todos nosotros.
Luego hemos
podido ver cómo, desde la orilla nos han hecho señas para que fuéramos con
ellos, pero pronto se han cansado e ido.
Al instante
empezó a llover.
Y aquí la
lluvia es tan fuerte, tan violenta y tan constante, que casi podría decirse que
es infinita.
Por la tarde
han llegado nuestros hombres con la primera aguada y con un abundante
cargamento de cocos; y nos dijeron que ningún indio se ha acercado hasta donde
han estado ellos, aunque no se han alejado mucho de la playa
porque allí cerca se encuentra un arroyo con un agua clara y fresca, y que los
cocos están por el suelo, por lo que no han tenido que subir a las palmeras.
Han contado que
Sarmiento dice que es una de las islas que deben preceder a la Nueva Guinea,
pero que no está señalada en las cartas, por lo que ha sido descubierta por
nosotros, y que por haber pasado la Navidad embarcados, Mendaña ha decidido
llamarla isla de Jesús.
Tampoco se
considera que sea una de las islas Salomón, por lo que hay que continuar el
viaje enseguida, pues si se vira algo más hacia el Suroeste, la armada
encontrará, por fin, las islas de Ofir, que no están ya muy lejanas, a no más
de dos días.
Se ha decidido,
pues, hacer más aguadas Ni llevar a los navíos todos los cocos que se puedan y,
caída la noche, y siempre bajo ese telón de agua que es en estas latitudes la
lluvia, las naos ya se han llenado de todo lo necesario para aguantar, al menos,
dos semanas de travesía, junto con nuestra mazamorra y nuestras almendras.
Han traído
algunas plantas que no conocernos, excepto una, que parece jengibre.
Marcharemos
mañana.
No hemos vuelto
a tener noticia de los naturales de esta isla de Jesús, pero no me parece lo
mejor partir con tanta prisa, por muy cerca que esté la Nueva Guinea, las islas
Salomón o la mismísima Lima.
Pero como
Sarmiento, al final, Isabel, no se ha equivocado, no tiene por qué hacerlo
ahora.
Me
han dicho que estamos a 1450 leguas de Lima, pero yo hoy, Isabel, me siento más
cerca de ti y de Pedro que nunca.
Sigo Vivo.
Y seguiré vivo.
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