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domingo, 28 de marzo de 2021

La lluvia infinita 5/18


Capítulo 5

 Diario de Pedro de Ortega 4

5 DE ENERO.

He hablado con Juan de Torres durante largo tiempo y me ha dicho que de la misma manera que Nuestro Señor Jesucristo tuvo que ayunar durante cuarenta días en el desierto, soportando todas las tentaciones del demonio, nosotros también debemos penar si queremos llegar a nuestro destino, el cual, para él, es bastante distinto al nuestro, porque él marcha a Ofir, o a las Salomón, como se quiera llamar la tierra que ansiamos y se nos niega, a salvar almas, y no en busca de riquezas para nuestra fortuna y la gloria de España y su rey don Felipe.

Me ha referido también que él no teme a la muerte, que tarea de buen cristiano es la de estar en todo momento preparado para ese momento, que no es sino la puerta para la vida eterna, y que los que la temen es porque no tienen su alma a bien con Dios.

Me he confesado después de hablar con él, y he sugerido a todos los hombres que me he encontrado que hagan lo mismo.

Conviene estar preparado, Isabel, conviene estar preparado. 

6 DE ENERO.

Desde la capitana, aprovechando que estaban los dos navíos casi juntos, nos han dicho, más por señas que por voces, que según la ruta de Sarmiento, si la tierra que hemos estado buscando no ha quedado atrás, debemos estar a no más de tres días, a lo sumo cinco, de la Nueva Guinea, en donde podremos descansar y reponernos de tan extraño viaje, porque o este mar es infinito o lo hemos recorrido de cabo a rabo, porque no se entiende no haber encontrado ya ni el más triste de los islotes.

En la Nueva Guinea, dice Sarmiento, podríamos estar un par de meses para, después de reparar naves, cuerpos y almas, corregir los rumbos y llegar, de una vez por todas, a Ofir.

Y la Cruz del Sur, arriba, como riéndose de nuestros desvelos, Isabel. 

9 DE ENERO.

Otros dos hombres malos: yo ya no tengo ni ganas de comer, pues en todo el día lo único que he hecho es tomar los dos cuartillos de agua que me corresponden, por más que Jerónimo, hijo del que podrías sentirte muy orgullosa, Isabel, insiste en que algo he de comer, por mala e insípida que esté la Eziazamorra, o por duras y rancias que estén las almendras.

-Es alimento, padre, algún bien le hace.

Pero no creo que mis dientes, que ya casi no se soportan entre ellos, puedan decir lo mismo.

Ya tengo la barba casi más blanca que negra, y hasta dar órdenes me cuesta esfuerzo, pero no puedo dejar que los hombres me vean flaquear, porque entonces cualquier cosa puede pasar.

Aunque parece que la promesa de la Nueva Guinea tiene a todos los hombres esperanzados. A mí no, Isabel, a mí no.

He conocido trucos similares para mantener la moral de la gente, y tarde o temprano se acaban pagando. La mentira siempre paga. Siempre. 

11 DE ENERO.

Día de espanto.

No nos hemos movido casi del sitio, pues el viento, alado y furioso amigo en los días anteriores, desde que se tomara el rumbo Suroeste de nuevo, ha decidido abandonarnos.

Habrá marchado en busca de aventuras de más provecho, porque a nosotros nos da ya por condenados.

Yo no encuentro otra explicación.

Los marineros están aterrorizados, porque en el mar, la calma es más mortal que la tormenta, y los he visto deambular por cubierta, con los ojos que miraban pero no veían; es esa mirada vacía que tienen los que ya malgastan sus últimos estertores.

Es la mirada de los que van a morir. 

14 DE ENERO.

Hoy, tres días después de la última anotación, tomo la pluma para decir que llevo ya tres días postrado en la cama y que noto como la vida se me va.

Por si no puedo decir nada más, y esto, por el cauce que fuera te llegara, he decirte Isabel, que te quiero. 

16 DE ENERO.

Dios Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, y su único hijo, Nuestro Señor Jesucristo, y su madre, la Virgen María, concebida sin pecado, y todos los ángeles, y todos los santos, han estado con nosotros, y debe ser verdad eso que dicen que el Señor no abandona a sus marineros, porque ayer, quince de enero, cuando ya me

sentía morir, recibí, en compañía de mi hijo Jerónimo, de Francisco Jiménez Rico y del alférez Enríquez, la noticia tan anhelada: tierra.

Al fin, tierra.

Tal y como prometió Pedro Sarmiento.

A vísperas, desde la gavia de nuestra nao, el marinero Juan Trejo, tarifeño, rufián de los mas gallitos, vio casi al frente la línea clara de costa de algo que hoy hemos sabido que no era la Nueva Guinea, sino una pequeña isla, muy baja, pero poblada.

Es difícil que esta torpe pluma sea capaz de describir la alegría grande que se apoderó de todos nosotros; sólo puedo decir que, afuera, todo el mundo gritaba y lloraba y daba gracias al cielo, y que incluso yo, que me preparaba para lo peor, noté cómo nuevas fuerzas se apoderaban de mí y, ayudado por Jerónimo y por Enríquez, me he acercado hasta el puente para ver el perfil salvador de la costa.

Todos se abrazaban en cubierta.

Y hasta Hernán Gallego sonreía, que una cosa es rivali-zar con Sarmiento y otra muy distinta ver la tierra que ha de salvarnos de una muerte que no porque se demorara era menos segura.

 

Juan de Torres se arrodilló y rezó una salve, que todos repetirnos con él con gran devoción y con lágrimas en los ojos.

Lloré como un niño, aunque ahora me dé vergüenza decirlo, Isabel, pero sobre todo porque esa isla, tan lejana, en realidad, me acercaba más a ti.

Después cantamos el Te Deum Laudamus.

Cuando estuvimos cerca de la isla, era ya noche cerrada, por eso no pudo apreciarse bien si era grande o pequeña, baja o alta, y si estaba poblada o no.

Se arriaron velas v se echaron las anclas.

Poco después, llegó desde la capitana, una chalupa con varios soldados y marineros para decirnos que al día siguiente, con el alba, se iría a tierra para hacer la aguada y coger cocos, que nos harían mucho bien.

Permitió Mendaña que, dada mi debilidad, no fuera yo quien bajara a tierra al mando de los soldados para buscar agua y comida y ver si la tierra era, en verdad, la Nueva Guinea.

Y que no lo era se ha comprobado hoy, al amanecer, pues desde los dos navíos, como el día era claro, se vio que se trataba de una isla pequeña, que no tendrá más de seis leguas de box, y antes de que pudiera yo ordenar, todavía sentado en el puente, pues la debilidad seguía siendo mucha, qué hombres bajarían a tierra, vimos cómo se acercaron cuatro canaluchos llenos de indios, que no mostraron ningún temor ante barcos tan grandes.

Varias veces rodearon el barco en silencio y, poco antes de retornar a la isla, empezaron a hacernos señas de que fuéramos con ellos allá.

Van todos casi desnudos, pues sólo unas pequeñas faldas de hojas de palmera secas les cubren, tienen la piel muy negra, y el pelo muy rizado, y muchos de ellos de color claro, hecho que nos ha chocado mucho a todos nosotros.

Luego hemos podido ver cómo, desde la orilla nos han hecho señas para que fuéramos con ellos, pero pronto se han cansado e ido.

Al instante empezó a llover.

Y aquí la lluvia es tan fuerte, tan violenta y tan constante, que casi podría decirse que es infinita.

Por la tarde han llegado nuestros hombres con la primera aguada y con un abundante cargamento de cocos; y nos dijeron que ningún indio se ha acercado hasta donde han estado ellos, aunque no se han alejado mucho de la playa porque allí cerca se encuentra un arroyo con un agua clara y fresca, y que los cocos están por el suelo, por lo que no han tenido que subir a las palmeras.

Han contado que Sarmiento dice que es una de las islas que deben preceder a la Nueva Guinea, pero que no está señalada en las cartas, por lo que ha sido descubierta por nosotros, y que por haber pasado la Navidad embarcados, Mendaña ha decidido llamarla isla de Jesús.

Tampoco se considera que sea una de las islas Salomón, por lo que hay que continuar el viaje enseguida, pues si se vira algo más hacia el Suroeste, la armada encontrará, por fin, las islas de Ofir, que no están ya muy lejanas, a no más de dos días.

Se ha decidido, pues, hacer más aguadas Ni llevar a los navíos todos los cocos que se puedan y, caída la noche, y siempre bajo ese telón de agua que es en estas latitudes la lluvia, las naos ya se han llenado de todo lo necesario para aguantar, al menos, dos semanas de travesía, junto con nuestra mazamorra y nuestras almendras.

Han traído algunas plantas que no conocernos, excepto una, que parece jengibre.

Marcharemos mañana.

No hemos vuelto a tener noticia de los naturales de esta isla de Jesús, pero no me parece lo mejor partir con tanta prisa, por muy cerca que esté la Nueva Guinea, las islas Salomón o la mismísima Lima.

Pero como Sarmiento, al final, Isabel, no se ha equivocado, no tiene por qué hacerlo ahora.

Me han dicho que estamos a 1450 leguas de Lima, pero yo hoy, Isabel, me siento más cerca de ti y de Pedro que nunca.

Sigo Vivo.

Y seguiré vivo.

Jesús Rubio Villaverde. 1999

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