Capítulo 10
Diario de Pedro de Ortega 9
23 DE FEBRERO.
Mendaña ha
accedido a mi petición de suprimir los turnos dobles de trabajo.
Se lo he comunicado acto
seguido a todos.
No han dicho nada.
- ¿Ingratitud o desconfianza,
Isabel?
24 DE FEBRERO.
He vuelto a ver la Cruz del
Sur, pues ha desaparecido la lluvia y las nubes han huido.
Las estrellas, que parecían
haberse olvidado de esta isla perdida, han renacido con todo su
esplendor.
Hoy, fray Francisco Gálvez se
me ha acercado y dicho que los indios de Bile, que ya deambulan entre
nosotros como uno más, no le hacen caso, y que, incluso, muchos se ríen de él,
especialmente las mujeres, de pechos generosos y desnudos, y lo, niños, de ojos
enormes.
Le he asegurado que mañana,
cuando los reúna, me avise, que yo les haré escuchar tanto si les gusta como si
no, pues es natural a los hombres, sean de la raza que sean, y obedezcan la
religión que obedezcan, atemperar su carácter en cuanto oyen hablar al
cuero.
-Eso lo único elite hará es
asustarlos, señor Ortega, y puede que no les volvamos a ver.
Así me ha contestado el
franciscano.
Y yo le he dicho que entonces
no se me queje, pero que, de todos modos, lo haré.
Veremos, Isabel, quién tiene
razón.
25 DE
FEBRERO.
Lo ocurrido con los indios no
tiene explicación, o, al menos, Isabel, yo no la encuentro.
Cuando fray Francisco ha
comenzado a explicar a estos salvajes los misterios de nuestra fe, me he
llegado hasta el corro con dos soldados.
Al poco, tal y como el
franciscano me había relatado ayer, han empezado a hablar entre ellos, y a
mirar al religioso, y, luego, a reírse, mostrando sus grandes dientes, tan
blancos que, en contraste con su negra piel, los alejan de los hombres y los
acercan a los monos.
He ordenado a los soldados que
cogieran a uno de ellos y le ataran a una palmera.
Le hemos azotado y los indios
se han quedado, de repente, mudos.
Mientras le castigábamos,
señalábamos al religioso, haciéndoles señas para que entendieran que debían
estar callados y atender a sus lecciones.
De repente, ellos, han
señalado al indio y comenzado a reír.
Eso me ha puesto furioso,
Isabel, y he ordenado a los soldados que azotaran al salvaje con más fuerza.
Pero no paraban de reír.
Y cuanto más azotábamos al
indio, que era todo él un lamento, más reían.
Ya fuera de mí, le he
arrebatado al soldado el látigo, me he plantado en el centro del corro y he
liberado mi brazo contra todos ellos.
Y ellos corrían y reían sin
parar.
Les he perseguido,
azotándolos, hasta que la fatiga, y el orgullo herido, que fatiga aún más, han
acabado por agotarme.
27 DE
FEBRERO.
Llevamos dos días en los que
los trabajos han avanzado mucho, porque la lluvia ha sido muy leve,
Isabel.
Dice Sarmiento que, en estas
latitudes, la estación de las lluvias está llegando a su fin. Así lo
espero. Así lo esperamos todos, pues los huesos, poco a poco, se nos van
entumeciendo y hay gente que tose mucho y de muy mala manera, por lo que temo
por nuestra salud. Aunque tu recuerdo, Isabel, no es mala medicina.
28 DE
FEBRERO.
Mendaña nos ha citado en su
cámara de la capitana para decidir la ruta a seguir una vez se acabe el
bergantín.
Y la discusión entre Gallego y
Sarmiento ha sido tan vio-lenta que he tenido que mediar para que de las
palabras no pasaran a los golpes.
Sarmiento es partidario de cabotar
alrededor de Santa Isabel y luego enfilar la proa hacía el Suroeste, en
demanda del gran continente austral que sirve de contrapeso al hemisferio
norte, según ya dijo Ptolomeo; esa gran tierra debe estar a no más de cien
leguas de Santa Isabel.
Gallego es del parecer de
marchar a Sureste, en busca de las islas vistas por mí y por Enríquez.
De la porfía se pasó a los
gritos, de éstos, a los insultos, y, al final, a las amenazas entre ambos.
Al final ha terciado Mendaña.
Y lo ha hecho de esta manera:
-Lo más conveniente es
explorar, como dice Gallego, las islas que tenemos más a la mano, pues tenemos
noticia cierta de ellas. A mi juicio es arriesgado buscar una tierra que sólo
está certificada por leyendas, supersticiones y suposiciones. Y, si aún así
existiera, la distancia sólo se sospecha, y se desconoce qué tiempo puede
reinar en esas latitudes y, si fuera malo, no estamos seguros de si nuestro
bergantín pudiera resistirlo o perderse sin remedio.
Sarmiento quiso replicar, pero
Mendaña ha alzado la mano, con gesto brusco y la hosquedad vistiendo su rostro,
y dicho:
-Está todo decidido.
Sarmiento, no se ha arredrado
-Hemos venido a descubrir, no
a barloventar.
-Y se descubrirá. Hay aquí
muchas islas de las que tomar posesión en nombre de Su Majestad, muchos indios
que bautizar, y muchas riquezas, aun vegetales, con las que enriquecernos
nosotros, don Lope y la Corona.
Así ha quedado Sarmiento, de
nuevo, burlado. Y a mí, las razones de Mendaña me han parecido todas muy
juiciosas.
29 DE FEBRERO.
Antes
de marchar esta mañana a la playa, Gallego me ha requerido para hacerme una
confidencia:
-Ya ve usted, señor Ortega, cómo
Sarmiento, con su hablar magnético y el ardor con el que baña sus palabras, no
ha hecho sino mentirnos a todos. Puso a don Lope el cebo de Ninachumbi y
Hahuachumbi, las islas a las que viajaban los incas, y el de Ofir, las islas
cuyas riquezas enjaezaron el Templo de Jerusalén, pero lo
que él siempre ha buscado es la Terra Australis, porque se cree que es un nuevo
Colón.
-Hasta ayer no oí nunca hablar de ese
gran continente del Sur. ¿Qué es?
-Desde la Antigüedad, señor, se
cuentan leyendas sobre una gran tierra al Sur, que hace de contrapeso al mundo
conocido, que está al Norte. Cuando se descubrió la Nueva Guinea se creyó que
era la punta occidental de ese continente, y el sur del Estrecho de Magallanes,
su parte oriental. La Terra Australis recorre todo el Mar del Sur de un lado a
otro, a unas cien leguas de donde nosotros estamos ahora. Por eso, señor, yo me
he opuesto a todas las derrotas de Sarmiento, porque su locura y su afán de
gloria nos iba a perdernos a todos. –
¿Y cómo sabe usted todo eso?
-Sarmiento lleva años hablando a toda
Lima de ese gran continente que él iba a ganar para el rey Felipe II. Nadie le
ha escuchado nunca porque toda Lima, señor, sabe que sólo la mano de don Lope
ha salvado a Sarmiento de las iras del Santo Oficio.
-¿Y nadie advirtió a don Lope de todo
esto?
-Mucha gente, señor. Yo mismo,
también. Pero me dijo que, Sarmiento, pese a todo, era un hombre valioso. Sin
embargo, nos dio instrucciones a su sobrino y a mí de que si pasaban
determinados días y no se veían las islas que Sarmiento decía que existían,
mudáramos la derrota más al Norte para ir a las Filipinas. -Pero no hemos ido
allí...
-Porque Sarmiento ha vuelto a
embaucar a Mendaña. Gallego, por vez primera, me ha parecido sincero, Isabel.
Yo estoy confundido.
Le he referido todo a Jerónimo y a
Rico, y ambos no han podido ocultar su furia contra Sarmiento, pero he retenido
sus afanes de castigo pues el cosmógrafo, al cabo, nos llevó hasta la isla de
Jesús y nos ha traído hasta Santa Isabel, que si no la hubiéramos descubierto,
ahora estaríamos todos muertos.
He añadido que si se salvó del Santo
Oficio, por mucho que terciara don Lope, no ha de ser tan ladino como nos lo
pinta Hernán Gallego, pues tan santo tribunal sólo entiende de herejías, no de
títulos ni recomendaciones.
Se han calmado porque, además, les he
prometido que hablaría primero con Sarmiento, nada más comer. Y así lo he
hecho.
Para mi sorpresa, Isabel, el
cosmógrafo de la jornada, además de su inspirador, no ha negado nada.
Pero sus razones dan otro horizonte a
la expedición.
Ya no sé que pensar, pues Sarmiento
ha empezado su defensa así:
-Cierto, señor maestre de campo. Es
posible que Ofir no exista, aunque lo dudo, y si existe, sean esas islas
Molucas que nos dejamos quitar por los portugueses. Pero sí existen Ninachumbi
y Hahuachumbi porque me lo han confesado hasta hombres de Pizarro. Esas
islas las dejamos atrás a las dos semanas de salir de Lima. Y las perdimos por
no seguir la derrota estricta que yo había trazado en El Callao. Pero, con
todo, si no hubiera puesto todo esto como cebo, nadie se hubiera embarcado,
porque, simplemente, esta expedición no hubiera existido.
Y esta expedición, señor maestre de
campo, no puede volver a Lima sin tocar antes Australia.
-¿Cómo está tan seguro de la
existencia de ese continente?
-Ptolomeo así lo dijo.
-¿Y quién es ese Ptolomeo para que
usted le crea con tal ardor?
-Ptolomeo fue un gran geógrafo de la
Antigüedad. El más grande, quizá. Fue el primero en sospechar que la tierra era
una esfera, como luego Colón y Elcano han venido a demostrar. Ptolomeo habló de
Catigara y Sines, de las que luego se ha demostrado cierta su existencia. No se
ha equivocado nunca. El Gran Continente al Sur, Australia, cuyo extremo este
vio Magallanes cuando halló el paso entre el Atlántico y el Mar del Sur, está
poblado por gente de raza hebrea, la cual, como se sabe, es hábil en el
comercio y las más diversas artesanías. No sólo existe ese gran continente al
Austro, señor Ortega, sino que debe ser más rico que todo lo que se cuenta de
la gran Ofir.
Después me ha estrechado los brazos
con fuerza, y, con la mirada encendida, me ha suplicado:
-Ayúdeme, señor Ortega. Sé que don
Lope confía mucho en usted y que Mendaña accederá si usted se lo pide. Es
petulante y necio, pero me consta que el Gobernador le dijo que le escuchara
con atención, pues es hombre de gran valía y juicio certero.
Le he respondido que primero, una vez
acabado el bergantín, se haría lo dispuesto por Mendaña, y que, después, ya se
vería.
No ha parecido muy convencido, pero
antes de dejarle a sus cosas, le he hecho un último requerimiento:
-¿Por qué no se ha hecho antes esta
expedición? Sé que usted lo intentó con el Marqués de Cañete y el Conde de
Nieva.
-Yo no puedo responder sobre los
espíritus estrechos y las famas injustas.
Y se ha encogido de hombros.
-Dicen de usted que está loco, que se
cree que es el nuevo Cristóbal Colón.
Él me ha contestado con otra
pregunta:
Y silencioso me he quedado yo durante
el resto del día. Ambas facciones, Isabel, porque de verdaderas facciones
hablo, me han parecido sinceras y juiciosas en sus argumentos.
Pero hay algo en Pedro Sarmiento que
me obliga a apreciarle.
¿Habré sido embrujado yo también?
Jesús Rubio Villaverde.
1999