Un magnífico arquero y persona cabal
Lo primero que me viene a la memoria al evocar aquella dolorosa guerra es el número incontable de los compañeros muertos o desaparecidos en combate, cuyos nombres recitábamos como una letanía todas las tardes al toque de oración para que Dios tuviera piedad de sus almas y la fama esparciera sus nombres sobre la faz de la tierra, para que su recuerdo alimentara nuestro coraje y no olvidáramos la deuda con ellos contraída, porque habían muerto para que nosotros pudiéramos poner término a la jornada y conquistar aquel reino.
No gustaba a los capitanes, particularmente al capitán
general, que recitáramos aquella letanía, porque temían que la evocación de los
muertos nos lastrase el ánimo. Pero los soldados nos empeñábamos en ello
y no había fuerza de capitanes que nos hiciera desistir.
Ya sabe vuesa merced, porque lo habrá
escuchado o se lo habrá dicho fray Bernardino, que me llamo Juan Vázquez de
Zúñiga, soy hijodalgo de Jerez de los Caballeros, Bachiller por Salamanca
y conquistador del Anáhuac. He matado a miles de “indios”, he amado a
algunas “indias” y perdido a mis mejores amigos en las puentes de Tenochtitlan
y la guerra del Anáhuac: Al Piloto y Candela perdí entonces, a Remedios y
Pantaleón.
El Piloto fue mi mejor amigo, mi
hermano y mi padre. Era de Sevilla, se llamaba Francisco Sánchez Bermejo, pero
le decían Francisco de Triana, porque era de este arrabal de marineros.
Navegó con el Almirante, descubrió el Nuevo Mundo y murió en las puentes de
Tenochtitlan, en las puentes de la calzada de Tlacopan, junto a otros cientos
de compañeros, junto a miles de tlaxcaltecas y mexicas, en una noche
de lluvia. Aquella noche también murieron Remedios, mi
naboría, que era de Cempoallan y me enseñó el arte amatoria, y Candela, que tenía
luminarias en los ojos y música en la voz, y Pantaleón, que era el mejor médico
y cirujano que he conocido y siempre me sirvió fielmente, y Alonso Almesta, de
Olivares, que decíamos el Adelantado y extendió la mano cuando
se lo llevaban, pero no pude llegar a él, y Pedro Tostado, el Viejo, que
decía cómo el fornicar mucho y bien es la mayor y única fortuna que
pueden tener los mozos pobres, y Antonio Vargas, de Sevilla, que en
Cempoallan bailó con María Estrada, la única mujer de Castilla que
teníamos, y armaron un alboroto, y Alonso Guadalcanal, que
era cazador y parecía el divino Odiseo cuando tensaba el arco, y
Gabriel Ortiz, el músico, que lo acompañó a la vihuela cuando cantó en el
palacio de Axayácalt, y Alonso Hernández, un buen ballestero que siempre
competía con el de Guadalcanal, pero nunca le ganaba. Todos
murieron en las puentes mientras llovía y sonaban las trompas y
gritos de guerra de los mexicas...
Perdóneme vuesa merced, me he
confundido, que el de Guadalcanal y toda su compañía murió en los
patios de Axayácatl, sitiados cuando se vieron cortados y hubieron de
retroceder... ¡Oh, Dios misericordioso! Tenían los mexicas la costumbre
de sacrificar a sus dioses los prisioneros enemigos y a los mejores de éstos
ponían adobados como trofeo en el altar del Huitzilipochli. Así pude ver varios
cueros de caballos muy bien curtidos, que los tenían por animales fabulosos, y
los rostros de algunos soldados, entre los cuales estaba el de Alonso
Guadalcanal, que bien lo reconocí por los rizos de la guedeja y el
rostro afeitado, que decía nuestro pintor Ribera cómo se parecía al David que
Miguel Ángel había puesto en la plaza mayor de Florencia, según una estampa que
tenía su maestro. ¡Virgen Santísima! Lo miré con cuidado y era su
rostro, la nariz aguileña y labios delgados. Me puse malísimo. No sé lo que
sentí, como si el mundo me aplastase o me tragase el infierno. Un sudor frío me
subió por la espalda, me mareé y tuve que sentarme un rato en el suelo, luego
tomé una tea encendida y prendí fuego a todos aquellos tristes despojos.
¡Tan magnífico arquero y persona cabal! Entonces noté que un
sacerdote, aquellos sacerdotes engreñados, sucios y malolientes, me
contemplaba en silencio y sin pensarlo, lleno de furia, me fui a él y lo
degollé. No hizo nada por evitarlo y se derrumbó como un saco vacío,
mientras su negra sangre se derramaba por las losas de piedra. ¿Cómo
se puede entender la misericordia divina? ¿Dónde estaba el Dios de la
misericordia?
Oh, perdóneme vuesa merced...
Sesenta años hace ahora de todo eso,
que son ya ochenta los que tengo. Ochenta años he cumplido y comienzo a
escribir o dictar esta relación de la conquista y destrucción de Tenochtitlan
por consejo y encargo de mi amigo fray Bernardino de Sahagún, de la Venerable
Orden Tercera del Seráfico San Francisco, estudioso de las cosas y cultura de
los antiguos mexicas.
No sé si podré llevar este empeño a
buen término, que ya soy demasiado viejo, ochenta años son muchos años
para tanto empeño, tal vez sea alguno más y la cabeza se me pierde. En ocasiones
la cabeza se me va y me olvido de dónde estoy y qué hago. Por eso ya no salgo,
como solía, solo por estos bosques y sierras, que me sucedió un día que anduve
extraviado, errante y sin tino por estas quebradas y barrancas. Pero quiso Dios
enviarme unos “indios” buenos que me trajeron a casa, que, si no, en el
monte habría tenido que pasar la noche con peligro del frío y las fieras. Sin
embargo, para las cosas antiguas tengo buena memoria y me precio de acordarme
bien de todos los hechos sucedidos en aquella jornada y aún de los nombres de
los más de los compañeros, porque, como yo era muy mozo entonces, todo lo
guardaba en la memoria o apuntaba en este cuadernillo, no ahora que todo se me
escapa.
Como digo, acabo de cumplir
ochenta años. Fíjese vuesa merced que tengo la misma edad que nuestro hermano
fray Bernardino, que nací a catorce días andados del mes de enero de 1499, en
Jerez de los Caballeros, como el bueno de Miguel Lezcano, que tan
bravamente peleaba con un montante y por eso llamábamos Galaor, aunque la
cabeza se me pierde a veces, mientras él la mantiene aún fresca como
si tuviera la mitad de años y tengo para mí que me sobrevivirá muchos más,
porque, si no fuera por el amor y cuidado de mi ahijado Francisco, no me sabría
valer y acaso ya me habría recogido Dios, que seguramente sería lo mejor,
porque no sé qué hago ya en este mundo, si no es contemplar la muerte y ruina
lamentable de todo lo que aquí vivió y alentó en otro tiempo. Pero Francisco me
quiere y cuida, como es obligado que los hijos cuiden a sus padres, aunque
Francisco no es mi hijo, sino mi nieto, que hijos ya no tengo. Tengo
nietos, dos nietos legítimos tengo, Gonzalo y Juan, varios biznietos
y algunos tataranietos, pero éstos, los nietos legítimos, antes querrían verme
muerto que no vivo por mor de la herencia.
Francisco es nieto de una mujer de
Cempoallan, que me dejó mi señor don Alonso Hernández de Portocarrero cuando se
fue a España por procurador nuestro. Era hija de un cacique y tan hermosa era
que no parecía “india”, gitana o morisca parecía, que no “india”.
Cuando se bautizó, se le puso por nombre Francisca y tuve once hijos de ella,
que tanto me amó y así me dio buenos hijos, que no mi mujer, que sólo
uno me dio, porque era estrecha y beata, y no entendía las necesidades que
tenemos los hombres, mayormente si hemos sido soldados y hemos estado en
grandes peligros, con la muerte al ojo, como yo lo estuve.
Pero dejémoslo, que esto no hace a
nuestra historia, y digamos sólo cómo merced a los cuidados de este nieto,
Francisco, hoy puedo estar aquí relatando todo lo que vieron mis ojos en
los días de la conquista, según me lo pide fray Bernardino de
Sahagún.
Fray Bernardino me lo había pedido ya
desde muy antiguo, desde el tiempo en que fuera maestro en el colegio de Santa
Cruz de Tlatelolco me lo tenía pedido y luego más tarde, cuando
comenzó la investigación de las cosas de estos pueblos, que muchos
no aprueban que fray Bernardino ande estudiando las idolatrías de los
mexicas, vuesa merced bien lo sabe. Son muchos los que desconfían y temen sus
pesquisas, y el Santo Oficio tiene prohibido que se publiquen libros en
náhuatl, que es la lengua natural de esta nación, por lo que nuestro hermano se
ha visto en la necesidad de traducir su obra al castellano. Pero ni aun en castellano
quiere el Santo Oficio que se impriman los textos sagrados de los mexicas y le
quitaron sus papeles, le apartaron sus secretarios y no lo dejaron trabajar,
que aquello fue una grandísima amargura para nuestro hermano, porque lo acusan
de difundir las idolatrías y maldades de los mexicas, de lo que él se defiende
argumentando que de igual modo que el médico conoce el cuerpo y la enfermedad
para curarla, así el predicador y el misionero deben conocer los vicios de la
república para enderezar contra ellos su doctrina. Pero es en vano, que tengo
para mí que las razones del Rey y el Santo Oficio son de otra índole que las de
fray Bernardino y nunca alcanzarán un acuerdo. El Santo Oficio y el Rey
pretenden el poder y dominio de los pueblos, en tanto que fray Bernardino sólo
busca la salvación de las almas. Ahora que soy viejo puedo
decirlo claramente, que ya nada me importa lo que hagan con mi cuerpo
y nada pueden con mi alma.
Fray Bernardino desde siempre ha
escuchado con atención a los ancianos que le contaban cosas de los
antiguos mexicas, que son los señores que había en el valle del Anáhuac cuando
los españoles llegamos, y luego todo lo escribía muy menudo y prolijo
en papelones de corteza de amate, que son doce libros los que tiene escritos en
cuatro grandes volúmenes con dibujos bellísimos, esos dibujos que tanto
admiraban a nuestro pintor Antonio Ribera, que era de Marchena, e influyeron
tanto en su pintura. ¡El Ribera era un artista! Puede apreciarlo en el
retrato que me hizo, que está en la antesala.
Pero no sé por qué me entretengo en
pláticas de cosas que vuesa merced conoce tan bien o mejor que yo. Digo, pues,
que hace mucho tiempo que me pidió que escribiera mis recuerdos de la guerra
del Anáhuac y sólo ahora me ha persuadido, o por mejor decir, sólo ahora me
decido a hacerlo, porque convencido ya lo estaba, que debe ser porque ya siento
el hálito de la muerte junto a mí y sé que mis días están contados. Me dijo que
Dios Nuestro Señor me ha conservado la vida para que escriba los acontecimientos
que tuvieron lugar durante la guerra del Anáhuac.
—Dios ha elegido a vuesa merced para
recuperar la memoria de lo que aquí pasó —me dijo Fray Bernardino.
Y yo le dije:
–Pero si ya otros lo han escrito con excelente pluma —le repliqué—.
Nadie puede escribir nada mejor de lo que Bernal Díaz del Castillo ha escrito.
¿Qué podría yo añadir de nuevo que no lo
hayan dicho el propio Castillo, Hernando Cortés o López de Gómara?
—Todo —me contestó fray Bernardino—. La
verdad de las cosas tiene tantas caras como testigos hay de ellas y todas son
gratas a los ojos de Dios, aunque a veces nosotros no podamos comprenderlo. En
cada corazón alienta una parte de la verdad de Dios, cada criatura es única
a la mirada de Dios, y, así como los mexicas vieron y supieron cosas
que pasaron entre ellos durante la guerra, las cuales ignoraron los españoles,
así también cada soldado sin duda supo, vio y entendió hechos y
razones que no alcanzaron o callaron otros soldados y
capitanes. Aparte de que vuestra merced sabe perfectamente cómo Díaz del
Castillo escribió su historia porque no estaba de acuerdo con la versión del
padre López de Gómara, que escribía al dictado de Cortés, ni por supuesto con
la del propio capitán general que negaba la honra y prez a sus capitanes y
soldados.
Esto me dijo. Pero yo aún insistí:
–Tiene vuesa merced entre sus hermanos
algunos buenos frailes, que también fueron conquistadores, como Sindos de
Portillo y Francisco de Medina, que sin duda escribirán una estupenda crónica
según vuesa merced quiere.
Sonrió fray Bernardino y dijo:
–Precisamente son ellos quienes me han aconsejado que
encargue este trabajo a vuesa merced, que ellos no tienen tantas letras y
además saben que vuesa merced llevaba un minucioso diario con todo lo que
acontecía.
Aquello me desarmó. Se me ocurrió
visitar a Sindos Portillo.
–¿Cómo se te ocurre meterme en este
embrollo? –le dije–. Yo no sé escribir.
–¡Qué tonterías dices! –sonrió–. Nadie
mejor que tú para mostrar la trama y urdimbre del hermoso tapiz tejido por
nuestro capitán general, que es justamente lo que fray Bernardino pretende.
Piénsalo, reúne tus apuntes, que yo sé que los tienes, y haz lo que te pide
nuestro hermano.
–La trama y urdimbre... –reflexioné–.
Ésa tan sólo la pueden conocer los guerreros mexicas que estuvieron en aquella
guerra. Ya me habría gustado a mí conocer a un chollolteca o mexicano que me
las contara...
Otro día lo comenté con el compañero
Gaspar Díez, que se fue de ermitaño a los pinares de Huexotzinco, y también me
aconsejó que escribiera.
–Todo lo que ayude a establecer la
verdad –así dijo– en sus distintos colores y matices será grato a los ojos de
Dios. Que aquí no se oye más que la propaganda vocinglera de los vencedores, de
los apologetas de Cortés o del Emperador.
Por lo cual ahora me pongo a dictar lo
que entonces pasó y mi versión de los hechos, que bien me gustaría
escribirlo por mi mano, pero mi mano y mi vista no andan ya para tales
menesteres, ni mi nieto Gonzalo, el español, dejaría salir de esta casa ningún
papel en que yo hubiese puesto la mano y la pluma. Aunque el muy necio no sabe
que yo tengo hecho testamento, con arreglo a lo dispuesto por las Leyes Nuevas,
desde antes que él naciera, cuando murió su abuela hice testamento. En fin, no
sé si Dios Nuestro Señor me ha conservado la vida con este propósito, que los
designios de Dios son inalcanzables, pero sí creo necesario que
se conozca de qué manera comenzó el fin y destrucción de la
nación mexícalt, ahora que algunos pretenden silenciarlo e ignorarlo.
Como ya he dicho, me llamo Juan Vázquez
de Zúñiga, soy caballero jerezano, Bachiller por Salamanca y conquistador
del Anáhuac. También he sido regidor de Veracruz y de Ciudad de
México. La gente sin embargo me conoce por Juan de Zúñiga y en
otro tiempo me apellidaban Zúñiga de Las Dos Espadas o Zúñiga Dos Espadas,
porque, como era membrudo y ambidextro, siempre llevaba en el tahalí dos
tizonas, la una de mi abuelo y de mi suegro la otra, toledana la una e italiana
la otra, la “Galana” y la “Florida”... Mírelas vuesa merced, las tiene en
esa panoplia que está a su espalda. La “Florida” es la de gavilanes de lazo y
hoja más estrecha, la “Galana” es la de hoja ancha y guarda simple... No se
imagina vuesa merced cuánta sangre han vertido. Más sangre que el
Huitzilipochli han vertido. En Chollolan la “Galana” chorreaba sangre como un
odre de vino roto...
Soy el tercero de los hijos que don
Gonzalo Vázquez, hijodalgo y veterano de las guerras de Granada e Italia, hubo
en doña Inés de Zúñiga, sobrina del conde de Plasencia, el cual quiso dedicarme
a la Iglesia, a lo que yo respetuosamente me negué, porque no me consideraba
nacido para llevar haldas como las mujeres. Así que, cuando volví de Salamanca,
me entregó una espada y un caballo, que mi padre se holgaba de tener buena
cuadra de caballos, aunque no hubiese carne ni manteles para la mesa, de lo que
mi madre se lamentaba de continuo, una carta de recomendación y una bolsa con
treinta pesos, y me dijo que, pues ya era bachiller, debía salir a buscar la
vida y ganar honra y hacienda, porque su honra y su hacienda no eran ya mi
hacienda y mi honra. Aunque supongo que esta retórica la dijo por galanura y
gentileza, que la hacienda de mi padre cabía toda en el sobrado de la casa. A
la espada, que era de mi abuelo, había entrado victoriosa en Granada y era de
ancha y fuerte hoja, en la que se leía: "Alonso de Sahagún me fizo",
la llamé “Galana” y “Beltenebros” al caballo, sin duda por gentileza y
galanura. La carta la guardé en el coleto y con la bolsa me fui a Sevilla y
obtuve pasaje para las Indias.
Me embarqué luego, participé en la
conquista del Anáhuac y gané hacienda y honra a costa de sangre y
sudores sin cuento. En mi casa, empero, mi padre y mis hermanos se mofaron de
la una y la otra, por lo que pronto me volví a las Indias donde me gozo con una
rica estancia y buena encomienda de “indios”, que me dan para vivir con holgura
y rumiar mis recuerdos.
Esto dicho, no por vanidad, sino porque
me parecía obligado darme a conocer y que el público lector supiera quién y con
qué autoridad hablaba, es hora ya de dar principio y comienzo a este relato que
fray Bernardino me tiene encargado, aunque a fe mía que no atino a encontrar el
modo de hacerlo, tantos son los recuerdos y consideraciones que se me vienen a
la cabeza al evocar aquellos días y hechos aquellos, que lo mismo me acuerdo de
la desgraciada noche en que salimos de Tenochtitlan, que de los espantables
sacrificios que hacían los mexicas y otras naciones anahuacas, y del pavor que
aquellas crueldades ponían en nuestros pechos, y bien quisiera tener el verbo
de Julio César cuando escribió la guerra de las Galias o de Jenofonte cuando
relató la retirada de los Diez Mil, aunque aquella épica jornada mejor se
merece el estilo sonoro y bien medido de Homero o Virgilio. No
obstante tengo para mí que ninguna pluma podría dar una imagen completa de
esta guerra del Anáhuac, ni de los trabajos y sufrimientos que arrostramos los
tristes soldados que en ella estuvimos. Porque aquella guerra se hizo
quebrantando la ley y forzando la voluntad de los más de los hombres que
en ella anduvieron, que muchos fueron engañados y tuvo Cortés que usar fuerza y
astucia para llegar al final del empeño, que el miedo en unos y los negocios y
familia abandonados en otros, eran freno que de continuo entorpecía nuestro
avance y a más de uno costó la vida este deseo de volverse. Como un
Fulano Pinedo, que se marchó con Narváez para tornarse a Cuba, porque tenía sus
padres muy viejos, y en el camino lo mataron los mexicas, pero hubo sospechas
de que Cortés lo había mandado matar.
Dije antes que el número incontable de
los que murieron, pero también el miedo es otro recuerdo imborrable, el
tambor sagrado redoblando a muerto cuando sacrificaban a los compañeros,
el grito de guerra de los mexicas la noche que escapamos de Tenochtitlan, el
bramido de las trompas que marcaban las horas nocturnas en Chollolan, el grito
espantable de los tristes soldados que inmolaron tras el desbarate
del 30 de junio. El miedo nos perseguía y acompañaba como una sombra, nos
precedía en los caminos, lo advertíamos emboscado en las sierras y nos
aguardaba en las ciudades. Nada podía superarlo, sólo la imaginación y cálculo
de nuestra fortuna lo superaba, que entre soñar y temer se nos iban los días y
los meses. Porque tan grande como el miedo eran las fantasías que cada cual
alimentaba y guardaba en su corazón, que sin ellas nunca se habría
conquistado y ganado la Nueva España, tantos fueron los trabajos y fatigas que
hubimos de afrontar y tan menguada la recompensa, porque los muertos ninguna
recompensa tuvieron y sus familias quedaron pobres, según denunció el
cazador de Guadalcanal, que cuando fui regidor llegaban
muchas viudas y huérfanas pidiendo socorro al Cabildo.
El miedo fue lo peor de todo, que nos
íbamos del vientre de miedo que teníamos. Cada día que avanzábamos aumentaba el
miedo y, sin embargo, no dejábamos de avanzar: unos por ganar riquezas, otros
por alcanzar honra, algunos por la curiosidad de conocer aquel mundo nunca
visto, los más porque no podían volverse sin perder la vida y la honra. Pero
todos teníamos miedo. Nadie hablaba de él, pero todos lo padecíamos,
singularmente desde que los de Tlaxcallan nos aconsejaron sosegar y detenernos,
y nos hablaron de los muchos poderes de Moctezuma.
Nos dijeron los tlaxcaltecas:
"Mira, Malinche" —avisaron a
Cortés–, que nosotros somos tus amigos y puedes quedarte aquí con los tuyos,
pero los mexicas son pérfidos y traidores y buscarán la ocasión de mataros, que
Tenochtitlan es una muy gran ciudad que está sobre una laguna y una vez dentro
de ella no se puede salir, que está toda rodeada de agua, y allí os darán
guerra y en un solo día Moctezuma puede reunir hasta cien mil guerreros y luego
otros cien mil que acabarán con vosotros porque sois pocos".
Y desde que lo supimos, que
los soldados conocíamos todo, aunque Cortés nos lo quisiese ocultar, no hubo
noche que al dormirme no rememorase este aviso prudente, que fue el mismo
que nos dieron luego en Huexotzinco y en Tlalmanalco, y aun nos habían dicho en
Cempoallan. Pero nuestro comandante, con promesas, halagos y amenazas, nos
arrastraba siempre adelante, y avanzábamos temerosos de encontrar cada día los
ejércitos innumerables de los mexicas.
Nadie hablaba de él, del miedo digo,
pero siempre estaba presente, nos seguía y acompañaba, como nos acompañaban y
seguían nuestros amigos tlaxcaltecas, como antes nos siguieron y acompañaron
los totonacas, los cuales se habían vuelto de miedo que tenían de los mexicas,
como nos seguían buitres, cuervos y coyotes, que seguramente ya olíamos a
sangre y muerte antes de entrar en combate, el sudor nos olía a sangre.
Temíamos la muerte, pero temíamos sobre
todo el modo y escenario de la muerte, la piedra sacrificial temíamos, la
téchcatl, donde tumbaban a los tristes soldados que sacrificaban, les partían
el pecho con un navajón de pedernal y sacaban el corazón aún bullente, que así
vimos desde nuestros parapetos que hacían con los
compañeros apresados durante los días del sitio de Tenochtitlan y
mucho antes vimos otros naturales con el corazón ya arrancado. Porque en las batallas
no buscaban matar, sino apresar vivos para sacrificar, y así por dos veces
atraparon a nuestro capitán general, Hernando Cortés, pero las dos
veces lo rescató Cristóbal de Olea, el Bueno, y pagó con su vida por ello, que
sustituyó en la piedra al general.
El miedo nos hacía orinar dos y tres
veces antes de la batalla durante los noventa días interminables que duró el
sitio de Tenochtitlan, nos desacordó e hizo ver fantasmas cuando los mexicas
nos sitiaron en los patios de Axayácalt y se convirtió en pánico durante la
noche aquella, que luego todos llamaron Triste, porque en
ella murieron la mitad de los compañeros y
la mayor parte de nuestros aliados.
Aquella desgraciada noche murió el
piloto Francisco de Triana y mis naborías Remedios, que era totonaca, Pantaleón,
el sanador tlaxcalteca, y Candela, una esclava que me dio Moctezumatzin y
expiró en mis brazos. El Piloto fue la persona más cabal y el mejor amigo que
he tenido, y Remedios, su amiga y amante, prefirió morir a su lado y así
los dos quedaron en las puentes junto a muchos españoles y
aliados de Tlaxcallan. El Piloto me enseñó el valor de la vida y las
cosas y la mujer me instruyó en el arte amatoria que yo desconocía,
como era muy mozo. Aunque no debo ni quiero olvidar a Guadalupe, hermana de
Pantaleón, cuyo culo caliente me enardecía, que me dio siete hijos, ni a
Francisca, que no parecía nativa de tan hermosa como era y me dio once. También
Lirio de la Montaña era bellísima y me amó aquella desgraciada noche, nos
amamos con un frenesí loco, no sé si del contento de haber sobrevivido o del
miedo de morir. Guadalupe tenía buenas tetas de anchas aureolas,
tiene mejores tetas que La Capitana decía el Piloto, el culo caliente y
una mirada turbadora. Siempre tenía el culo caliente y en cuanto se lo tocaba
se me levantaba el palo mayor, que sólo tocarle el culo ya era un gozo, no como
mi pequeña Olvido que siempre lo tenía enfajado y tal
vez frío, ciertamente por mor de la honra, que las castellanas
eran muy miradas en cuestiones de honra. No sé yo quién le enseñaría a mi
pequeña Olvido, que era napolitana de madre siciliana, estas cosas de
honra al modo y usanza de Castilla, que no sirven sino para fastidiar la vida,
y con ella, aunque mucho la quería, nunca puede tener el gozo que tuve con Guadalupe,
Remedios y Candela. Por eso me apenó tanto su muerte, de Remedios
digo... De Candela, que tenía dieciséis años y era dulce como una
brisa de mayo, una flor delicada era, tenía luminarias en los ojos y música en
la voz. Sonrió cuando se vio entre mis brazos y expiró, aún sonreía cuando se
le apagaron los ojos...
Perdóneme vuesa merced, pero no me
puedo aguantar las lágrimas cuando recuerdo la triste muerte de Candela.
Candela era esclava de Moctezuma,
robada a sus padres cuando era niña, como Lirio de la Montaña, que el señorío e
imperio de Moctezumatzin y los mexicas se alzaba sobre la esclavitud de las
personas y opresión de los pueblos, como todos... Lirio de la Montaña fue una
camarera de Moctezuma que me pagó con sus favores la ayuda para huir de su cárcel,
aunque yo quiero pensar que de verdad me amó.
Dejémoslo y vayamos a nuestra historia,
que ya no sé por dónde me andaba.
Sí, eso es, hablaba del miedo que todos
arrastrábamos en aquella jornada, que decía el Piloto que aquella jornada no
podía terminar con bien porque había mucho miedo de una y otra parte, y nada
bueno podía salir de dos miedos que se tropiezan.
—Si ellos nos tienen miedo —decía—, más
miedo tenemos nosotros, y nada bueno puede suceder de dos miedos que se topan.
Sin embargo, día a día nos lo
tragábamos y peleábamos como si no lo hubiéramos, aunque, cuando
yo aporté en las Indias con mis dos espadas al cinto, mi Amadís y el
Alejandro en el petate, dispuesto a emular las hazañas de uno y otro, este
sentimiento me era totalmente ajeno.
Llegué a Sevilla en el otoño de 1517,
justo por las mismas fechas en que el Emperador arribaba a los
puertos de España, y aún me acuerdo de aquel río inmenso al atardecer,
brillante y quieto como un espejo, lleno de barcos enormes, carabelas, naos y
galeones oceánicos, y otros menores, como polacras,
jabeques y pataches, cuyos palos,
jarcias y velas se enredaban en el cielo, y de un sinfín de barcas que iban y
venían, y del Arenal, desde la torre del Oro hasta la Puerta Real, cubierto con
el número infinito de los fardajes que habían salido o debían ser trasladados a
sus bodegas. Jamás había visto yo nada semejante y pensé que como aquel
debieron ser los puertos de Alejandría o Constantinopla. A pesar de cuanto
había escuchado y leído, pensé que difícilmente se encontraría en el mundo una
ciudad tan grande y populosa como Sevilla, bajo cuya iglesia catedral de
altas bóvedas aun cabía otra ciudad, aunque la torre morisca de sus
campanas todavía la superaba en altura y arañaba los cielos, y aquella multitud
abigarrada que llenaba las Gradas en derredor, en las que se podía
encontrar mercaderías de todo el mundo, y las plazas de San Francisco, la
Alfalfa o el Salvador, donde las parlas de genoveses, florentinos y catalanes,
se confundía con las de flamencos, franceses y alemanes. Luego, sin embargo, la
experiencia me enseñó que hay ciudades más grandes, fábricas tan altas y
multitudes mayores. Todo lo cual me ha llevado a considerar si no serán
equivocadas muchas de nuestras certezas y éstas fruto tan sólo de la ignorancia
y un orgullo insensato.
En aquella época yo tenía una idea del
mundo amasada con los relatos de mi padre y mi abuelo, que habían estado en las
guerras de Granada e Italia, con las hazañas de Amadís de Gaula, cuya lectura
me proporcionaba el mayor deleite, y con las Vidas de Plutarco, en particular la de Alejandro, que se me
representaba como el más grande capitán de todos los tiempos y el modelo que yo
había de seguir... En Salamanca sin embargo tuve un profesor que nos
hablaba de Clístenes y Efialtes... Pero pronto, muy pronto, mi mundo
soñado de héroes y caballeros se iba a dar de bruces con el mundo real por
donde discurría la vida.
Pero no es mi historia la que quiero
contar, ni siquiera la historia de la conquista del Anáhuac, que
ya han hecho otros, sino la historia más humilde y desconocida de mis
amigos los soldados que pelearon y murieron en aquella guerra, que
sufrieron, gozaron y soñaron en aquella guerra. La historia, entre otras, del
piloto Francisco de Triana, que navegó con el Almirante y
descubrió el Nuevo Mundo; de Carlos Baena, que murió enamorado y partido
entre dos amores; de Alonso Guadalcanal, que era cazador,
semejaba al divino Odiseo en el manejo del arco y murió en la piedra
sacrificial abandonado por su capitán; de Juan Lerma, que era bravo y
esforzado, a quien Cortés deshonró y por ello se fue a Nueva Galicia, entre los
anahuacas caxcanes, donde murió; de Alonso Almesta, que decíamos el
Adelantado, cuya mano tendida no pude alcanzar; de Santos Hernández de
Coria, que llamábamos el Buen Viejo y había venido a las Indias por buscar una
hija y vengar una afrenta; de Antonio Ribera, el único pintor de la manera
italiana que retrató a Moctezuma; del barbero de Arahal, tan buen cabo de cañón
como era; de Benito Montero, que murió ahorcado porque se unió a los
caxcanes rebeldes de Diego Zacatecas; de Gaspar Díez, que se hizo rico con las
guerras y todo lo entregó por Dios, se fue a los pinares de Huexotzinco, se
puso de ermitaño y tuvo fama de santo; de Sindos Portillo, a cuya sugerencia
debemos estos trabajos, que era piadoso, se metió fraile y fue buen religioso.
Siempre me intrigó cómo algunos
compañeros, que ya he nombrado y otros que aún nombraré, incluso siendo ricos,
abandonaron el mundo y se metieron en religión. Hablé con alguno de ellos y lo
que me dijeron fue que la guerra les había mostrado el horror de la condición
humana y tan espantados habían quedado que no encontraron mejor modo de
redimirse. Tiempo tendremos de volver sobre ello, si Dios me lo concede.
Decía los amigos a quienes deseo rendir
homenaje y no quiero ni debo olvidar a Juan García, un convecino rico de Sancti
Spiritus, así nombrado por su honor, que vino por ambición y codicia,
siguió por expiar una culpa y murió luego en los peñoles de Chimalhuacan.
Porque, si memorable fue
aquella empresa de la conquista y enorme fue el mérito de Hernán
Cortés, no menor y aún mayor fue la virtud y esfuerzo de quienes lo
acompañaron y secundaron hasta la victoria, capitanes y soldados, incluso de
los que no aspiraban a la victoria, ni a la gloria de la fama, ni a ganar botín
y estados, sino que tan sólo se afanaban por alcanzar lo
suficiente para envejecer en paz en su tierra al lado de los suyos,
que tal fue el caso de no pocos, acaso de la mayoría. El de Guadalcanal
dijo en el paso de los volcanes, cuando vimos el valle de
Tenochtitlan la primera vez, que él se sentía pagado con todas las experiencias
y hermosuras vividas durante el último año, porque tenía una
sabiduría natural que sólo el Piloto igualaba, aunque la del Piloto nacía de la
experiencia.
Con el compañero Castillo comenté
alguna vez esta idea y el hombre se encendía cuando recordaba cómo nuestro
capitán general pretendía atribuirse todo el mérito de la conquista y dejaba en
blanco el nombre de los valientes capitanes y fuertes soldados que lo
secundaban, que ni siquiera al bravo Cristóbal de Olea, que por dos veces le
salvó la vida, nombra.
Vuesa merced
seguramente sabe cómo Clitos reivindicó ante Alejandro, no ya el valor y
esfuerzo del general, sino muy particularmente el de los capitanes y soldados
que obedecen y callan, atacan y resisten el empuje enemigo. Porque al primero
le llegan riqueza y gloria con que compensar las fatigas, pero los segundos
sólo fatigas alcanzan. Así, ya que no puedo darles la riqueza que soñaron ni la
vida que algunos perdieron, sí quiero al menos homenajear su memoria y la de
cuantos con ellos pelearon en aquella triste guerra, y darles la prez y honra
que su capitán general tan mezquinamente les negó.
Capítulo de la novela " Mascaron de proa", del profesor Aurelío Mena Hormedo.