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lunes, 3 de diciembre de 2018

Dar fe, un libro de Pedro Porras

Mi Señora de Guaditoca

Creo con sinceridad que en cuanto a  resonancias históricas y literarias se refiere, Guadalcanal puede considerarse un pueblo afortunado. Y no hablo ahora de la relevante presencia de algunos de sus hijos en momentos estelares de la historia de España —por ejemplo, de Pedro Ortega Valencia, en el descubrimiento y conquista de las islas de Salomón en el Pacífico, a una de las cuales, luego muy famosa, dio el nombre de Guadalcanal, su pueblo, ni del muy famoso literato, orador y político Adelardo López de Ayala, dirigente de la revolución del 68, ministro de la Corona y autor de importantes obras dramáticas—, sino de aspectos mucho más cercanos. Pues he aquí que sólo en el plazo de unos meses han aparecido en las librerías nacionales dos libros de verdadero interés, cuyo protagonista, más que simple lugar donde se desarrolla la acción, es el propio pueblo de Guadalcanal.
En uno de estos libros —«El contador de sombras», de Antonio Burgos"— el nombre está sugerido, apuntado, y los hechos se deforman y disfrazan para que esquivando posibles susceptibilidades resulten apenas reconocibles; en el otro —«Mi Señora de Guaditoca», de Pedro Porras—, claramente expresado; uno, origen de alboroto y casi de revuelta popular adversa; otro, fuente de juicios merecidamente encomiásticos y motivo de satisfacción para muchos, pese a que con nombres, pelos y señales de sucesos y de intenciones se hace constar sin reserva alguna lo que estuvo mal hecho: «... la venta del riel de plata importó $.408 reales y doce maravedíes..., según certificación dada en 16 de mayo de 1854 a petición del vendedor, Francisco Ortega Ayala... Desde luego, perdiéndose alhajas de valor para sustituirlas...» por baratijas.
Quizá esto pudiera servirnos a todos de provechosa lección: la que puede ofrecernos, si pensamos con humildad, el paso de los años como medio eficacísimo para calmar apasionamientos y serenar los juicios. Bastó una insinuación en presente, más literaria que real, para que todo un pueblo se soliviantase; ahora, ante una acusación dura y directa contra uno de sus más encopetados rectores, nadie se inmuta después del siglo transcurrido.
Tengo la seguridad de que en un día no muy lejano —tal vez sea suficiente el paso de una generación — la novela «El contador de sombras» será también para Guadalcanal motivo de legítimo orgullo. (No olvidemos que la Mancha ensalza rabiosamente, como algo propio y particularísimo de su acervo, a Don Miguel de Cervantes y a la figura del Ingenioso Hidalgo, que nació allá en un lugar de cuyo nombre no quería acordarse el autor. Que algo parecido sucedió en Oviedo con Leopoldo Alas «Clarín» y «La Regenta», y aun en el mismo Guadalcanal con «El tanto por ciento», de Adelardo López de Ayala.)
El libro de Pedro Porras es el libro de la historia de un lugar, contada a través de la devoción por su Patrona, la Virgen de Guaditoca. Vicisitudes, avatares, periodos de esplendor alternados con otros en que las motivaciones históricas o las simples debilidades humanas hacen que aquélla decaiga, al menos en sus manifestaciones externas, se corresponden exactamente con las que a la par vive el pueblo, ya que no en balde, para bien o para mal, durante toda la época a que el libro dedica su mayor atención, la vida civil y la religiosa caminan en nuestra patria íntimamente fundidas y confundidas.
Guadalcanal, la palabra Guadalcanal, con que se designa al blanco pueblo de la sierra, es de evidente etimología árabe y significa «río de creación». Pedro Porras, con un sentido más poético de la realidad, invierte los términos y afirma que mejor sería decir «creación de ríos», ya que Guadalcanal, situado en la cumbre de una sierra a dos vertientes, la del Guadiana por el norte y la del Guadalquivir al sur, preside el nacimiento de numerosos arroyuelos y regatillos que van a (mantener el caudal de aquellos dos grandes ríos. Precisamente en las márgenes de uno de tales arroyos, de cauce estrecho y curso retorcido, la Virgen de Guaditoca se le apareció a un pastor. Es la leyenda, una bella leyenda coincidente con las de otras apariciones que se citan "como acaecidas en estos campos de la sierra: la Virgen del Monte, la del Robledo, la del Espino... Y como habían sido también los árabes los que pusieron nombre a aquel arroyo, ellos lo denominaron de Guaditoca, «río angosto», de donde toma el título de su advocación la Patrona de Guadalcanal.
El autor de este libro es un guadalcanalense enamorado de su pueblo natal, de su historia, de sus tradiciones. Abogado, notario y agricultor, hombre de profunda cultura, en su fina sensibilidad no han logrado hacer mella ni el trato continuado con legajos y protocolos ni la ruda briaga que consigo trae cualquier explotación agrícola. Todas estas circunstancias reunidas en Pedro Porras le han permitido sacar a la luz una obra que, a pesar del estricto carácter localista del tema, expande su injieres mucho más allá de los linderos de la comarca.
Después de la Reconquista, Guadalcanal es incorporada a la Orden de Santiago, fundándose tres parroquias dependientes de la Vicaría de Santa María de Tentudia, cuya sede estaba «en lo más alto de la sierra de este nombre, visible desde las casas de Guadalcanal». También se construyen varias ermitas, una de ellas dedicada a la Virgen de Guaditoca, que siglos adelante (1647) sería sustituida por otra más de acuerdo con la dignidad que el culto a la Patrona exigía, erigiéndose a orillas del «río angosto» de los moros, cerca de la Peña de la Aparición. A partir de entonces se extendió con rapidez por toda la comarca la devoción por la Virgen de Guaditoca, con lo cual cada año al llegar la Pascua del Espíritu Santo, en plena primavera, se agrupaban allí en torno a la Virgen y su ermita vecinos de muchos de los pueblos de los alrededores: Malcocinado, Azuaga, Berlanga, Ahillones, Valverde de Llerena, etc. Para atender a los «romeros» solían acudir también vendedores de «viandas y fruslerías », los cuales, a la vez que crecía el contingente anual de devotos, aumentaban el número, de modo que lo que en un principio fue modesto mercado acabó por convertirse en una de las ferias más renombradas del contorno: la feria de Guaditoca. Posteriormente, en 1722, el Rey nombra patrono-administrador de la ermita y de todos sus bienes («muebles raíces, joyas, platas, vestidos, ornamentos, maravedíes, vino pan y todas las otras cosas que en cualquier manera o por cualquier causa o razón tocasen o perteneciesen a dicha ermita...») a don Alonso-Damián Ortega Toledo marqués de San Antonio de Mira al Río, privilegio transmisible a sus descendientes. El patronato discurre con los altibajos propios de su condición humana, para terminar siglo y cuarto más tarde liquidado por la acción malversadora del que fue su último patrono y al que ya nos hemos referido al principio. Después del episodio del patronato, una nueva hermandad vendría a hacerse cargo de la administración de los bienes espirituales y materiales de la Patrona.
El lenguaje de Pedro Porras es correcto y preciso, tal como corresponde a un profesional habituado a «dar fe» pública de hechos y de cosas; ágil, salpicado de expresiones de humor que revelan con evidencia la inteligente personalidad del señor Porras. Sólo a veces el fervor apasionado por su Patrona, cuya advocación singulariza en ese título de «Mi Señora de Guaditoca», se exalta y en el léxico se produce como una extraña —extraña aquí y en este libro— eclosión de vocablos que parecen escapados de las páginas de algún viejo novenario mayeado y florido.
Advirtamos que el autor lo hace conscientemente y que él sabe muy bien lo que se hace.
La obra va ilustrada con unos delicados dibujos, llenos de ingenuidad y de gracia, originales de las propias hijas del escritor.

José María Osuna
ABC de Sevilla a 22 de Mayo de 1971

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