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domingo, 3 de enero de 2021

El clero y la religiosidad en Guadalcanal en el antiguo régimen 4

Ermitas y Cofradías

 IV.- ERMITAS

Aparte las tres parroquias, en la villa y sus proximi­da­des se locali­za­ban varias ermitas. Se trataba de santua­rios abiertos esporádicamente al culto, mantenidos gracias a algunas tierras y limosnas donadas por vecinos e institu­cio­nes locales. Su origen y finali­dad hemos de contem­plarlo en el contexto religio­so de la época, estando asociada su cons­truc­ción a las fundacio­nes de cofra­días, cuyos herma­nos solían hacerse cargo de la dotación ornamental y del man­te­ni­miento. El culto solía reducirse al día del santo titular, con velada, misa y procesión.

En 1575 existían cinco de estos santua­rios: San Benito, San Pedro, Nuestra Señora de Guadito­ca, Nuestra Señora de los Remedios y Santa Marina. Ya a finales del XVIII, según datos del Interrogatorio, esta última había desaparecido, aunque, por lo contra­rio, se habían construido otras cuatro más (San Bartolo­mé, Nuestra Señora de los Milagros, San Vicente y la del Santo Cristo del Humilladero), algunas de las cuales herederas de los numerosos hospitales existentes en el XVI.

La ermita de San Benito, según la descrip­ción de los visita­do­res de 1575:

“Está situada como a media legua, en el camino de Alanís. Es de cantería de piedra rosada y tiene dos puertas, la una a septen­trión y la otra al medio día. Delante de esta hay un portal grande sobre cuatro arcos de ladri­llo.

El cuerpo de la dicha ermita es de tres arcos de ladrillo, con la techumbre de madera de castaño.

La capilla principal tiene delante una reja de madera con un crucifijo. Es de crucería de ladrillo. Al altar mayor se sube por cuatro gradas y es de arco toral. Hay dos altares: el uno de San Blas y Santa Lucía y el otro de San Lázaro.

En mitad del cuerpo de dicha ermita hay una puerta por la cual se entra a una pieza larga donde hay una chimenea que sirve para velar.

Junto a la puerta de septentrión hay un pozo, junto al cual hay una huerta con dos higueras y dos olivos y unos ciruelos.

Dentro de la huerta hay una casa para el ermitaño. Es de un cuerpo pequeño con un palacio largo con otros aposentos”.

Sus ingresos, de acuerdo con las cuentas presentadas por el mayordo­mo de 1574, alcanzaban 6.559 mrs. anuales, obteni­dos por la limosna de San Benito y Santa Lucía, por lo recolecta­do en el bacín fijo que existía en la parroquia de San Sebastián y por la renta de dos fanegas de tierra propias de su fábrica. La huerta y la casa no produ­cían beneficio alguno, pues los usufruc­tos pertene­cían al ermitaño encargado de su custodia y mantenimien­to. En 1791, según datos aportados por el párroco de Santa María, estaba bajo la tutela de un ermitaño y se abría al culto el domingo infra­octa­vo de la Natividad de Nuestra Señora.

No especificaron los visitadores la ubicación de la ermita de San Pedro. Sí indican que estaba próxima al pueblo, pues decían que se encontraba como a dos tiros de arcabuz. Su fábrica era sencilla, destacando un portal grande con una danza de arcos sobre cinco pilares. Humilde también el inventario de bienes, así como los ingresos y gastos. Según el informe de 1791, se abría al culto el domingo infraoctavo de la festividad del Santo, celebrando misa cantada y procesión por los alrededo­res.

La ermita de Nuestra Señora de los Milagros se localizaba en el paraje conocido por la Calera, como a una legua de la villa. Era pequeña, de una sola pieza y puerta a septen­trión (norte). En 1791 no quedaba rastro de su fábrica, si bien se había remodelado la capilla del antiguo hospital de los Milagros, en la colación de Santa María. El culto se reducía a una misa cantada y sermón en el día de la Nativi­dad de Nuestra Señora. En sus depen­den­cias, según relataba el cura de la referida parroquia, tenían lugar juntas o asambleas de dos asociacio­nes religio­sas: la Escuela de Cristo (asocia­ción exclusiva­mente masculi­na) y la Escuela de María (sólo de mujeres).

La ermita de Ntra. Sra. de Guadito­ca, la más popular en la actuali­dad, apenas destacaba entre las otras ya existen­tes en el siglo XVI, si nos atenemos a la pobre dotación para el culto que tenía en 1575. Los visitado­res nos dejaron la siguiente descripción:

“Es de cuerpo mediano con una puerta a poniente sobre tres arcos de ladrillo y techumbre de madera de castaño con sus ripias de madroño.

La capilla principal es una pieza pequeña, con techumbre de madera y alfajías y ladrillos por tabla. Tiene dicha capilla una reja de madera de pino por delante.

En el altar mayor una imagen de Nuestra Señora.

Junto a la dicha ermita hay un humilladero con una cruz de hierro”.

En el Interrogatorio encontramos más datos sobre este santua­rio. En su informe particu­lar, el Sr. Alfranca nos dice que durante los tres días de Pascuas de Pentecostés se celebraban misas cantadas y procesiones. Coin­cidiendo con dichos días, continúa el informe, se celebra­ba una feria a la que concurrían mercaderes de paños, telas, quincalla y bujerías, todos ellos atraídos por el principal negocio que allí les convocaba: la venta de ganados. La feria tenía carácter comarcal, asistiendo vecinos de todo el partido y de numerosos pueblos de las provincias limítro­fes (20). También tenía carácter comarcal la devoción a la Virgen de Guaditoca, con cofradías en Ahillones, Berlanga y Valverde, circunstancia que levantó una fuerte polémica en 1792, cuando por decisión del cabildo guadalcanalense la feria se trasladó a la villa (21).

También extramuros de la villa, como a legua y media de distancia, se localizaba la ermita de Santa Marina, en la dehesa del mismo nombre. La descrip­ción de 1575 ya pone de mani­fiesto el lamentable estado de conser­vación que presenta­ba, por lo que no es de extrañar su inmediata desaparición:

"Es una ermita sobre tres arcos de ladrillo y el arco toral. La techumbre es de madera de castaño y alfarjías y rocas por tabla La capilla mayor es de madera de castaño y alfarjías y ladrillos por tabla; delante una reja de palo quebrada y vieja.

En el altar mayor hay una imagen de Santa María de bulto entero en un tabernáculo.

Junto a la dicha ermita está todo alrededor un colgadizo de madera de castaño y roca por tabla y parte descubier­to.

Junto a la dicha ermita está el aposento del ermitaño."

Dentro de la villa, en la colación de Santa Ana se encon­traba la ermita de San Bartolomé. El culto se reducía a misa y procesión en el día del santo. Sin bienes ni ermita­ño, los visitadores sólo anotan las limosnas de sus devotos.

También dentro de la villa, en la colación de Santa María y en la misma plaza que la Iglesia Mayor, se ubicaba la ermita de San Vicente (22). Se abría diariamente al culto para el rezo del rosario matutino, aparte de las celebraciones propias del día del santo protector (23).

Finalmente, extramuros de la villa, en uno de sus arra­bales se localizaba la ermita del Santo Cristo, cuya velada y festividad tenía lugar el 14 de sep­tiembre.

 

V.- COFRADÍAS

Eran asociaciones religiosas bajo la juris­dicción ecle­siásti­ca y, por tanto, acogidas a la reglamenta­ción del Derecho Canónico. En cuanto a su origen fundacional, existían cofradías abiertas a cual­quier aspirante o cerradas, pudien­do, unas y otras, agrupar a hermanos vinculados a un barrio, parro­quia o gremio profesional.

Tenían como finalidad proponer la celebración de cultos en honor de los titulares (Cristo, la Virgen o sus santos), enri­quecer espiritualmente a sus asociados y ejercer la caridad cristia­na entre cofrades y necesita­dos en general. Según el predominio de uno u otro, se podían establecer diferentes modalida­des: sacra­mentales, penitencia­les, de gloria y gremia­les.

Las hermanda­des sacramentales proponían el culto al Santísi­mo Sacramen­to, devoción habitual en los pueblos de nuestro entorno cultu­ral. En este grupo hemos de incluir la Hermandad y Cofradía del Santísimo Sacramento (parroquia de Santa María), la Cera del Sacramento (Santa Ana) y la Hermandad de la Cofradía del Santísimo Sacramento (San Sebastián). Esta última, con 150 hermanos, parece ser la más popular de entre las de su natura­leza. Cada una de ellas disponía de un bacín (cepo) particu­lar en su parro­quia, sosteniéndo­se además con la cuota de sus hermanos. No aparece entre sus gastos ninguna partida destinadas a pobres, consumiendo el presupuesto en la lámpara de aceite que perennemente ilumina­ba al Santísimo, en la ayuda a curas y sacristanes por su participación en los actos festivos, en la cera de la proce­sión del Santísimo y en la instala­ción del monumen­to el día del Corpus.

Las cofradías peniten­ciales quedaban bajo la advocación de distintas escenas de la pasión de Cristo, o recogían algunos de los sufri­mientos, dolores y angustias de su Santa Madre. Los días mayores se locali­zaban en la cuaresma y Semana Santa, momentos en que se manifestaba plenamente sus activi­dades religio­sas y carita­ti­vas. A finales del siglo XVIII sólo concurrían en Guadalcanal las cofradías de la Vera Cruz, Jesús Nazareno y la Soledad.

Las de gloria veneraban a la Virgen gloriosa o a algún santo protector. En Guadalcanal estaban presente la Hermandad de la Concepción de Nuestra Señora, la de Santiago y la de la Caridad, estas dos últimas administrando sendos hospitales.

 

Notas.-

(20) Más adelante, futuro convento del Santiespíritu, donde se acogía una de las dos comunidades de religiosas clarisas presentes en la villa.

(21) La proliferación de instituciones de esta naturaleza propiciaba la existencia de un centenar de clérigos en la localidad, según ya comenté en otros artículos publicados en esta misma revista.

(22) LÓPEZ, T. Censo de población de las provincias partidos de la Corona de Castilla en el siglo XVI, Madrid, 1829.

(23) HERNÁNDEZ GONZÁLEZ, S. “La Capilla de San Vicente Ferrer de Guadalcanal y la antigua Hermandad del Rosario de la Aurora”, en Revista de Feria y Fiestas. Guadalcanal, 2000. El autor nos pone en los antecedentes y vicisitudes que afectaron a dicha ermita y hermandad, para satisfacción de los guadalcanalenses interesados por su historia.


Manuel Maldonado Fernández (Trasierra 2004)

Revista de feria de Guadalcanal 2004

domingo, 27 de diciembre de 2020

Las minas de Pozo Rico

"Señora, la Mina de Guadalcanal en Sierra Morena da cada día a Vuestra Alteza más de tres mil ducados de plata” 

De esa manera se expresaba San Francisco de Borja a Doña Juana de Austria, hija del Emperador Carlos V, en el año 1558.
Las minas del Pozo Rico fueron en aquellos tiempos el caudal que alimentó a España para sus grandes empresas y conquistas; caudal que no consiguieron agotar los antiguos porque, hipotéticamente, es muy posible que aún quede mineral argentífero en sus interiores, basándome, repito, para esta hipóstasis, en las versiones que sobre el tema dieron algunos estudiosos de la época, versiones que a la par que ayudarán a trazar la historia de estas famosas e importantes minas.
De remotos tiempos solamente sabemos lo que nos dice Menéndez Pidal en su
“Historia de España”: “Yacimientos casi exclusivamente de plata son los de Guadalcanal los cuales fueron explotados por cartagineses y romanos y probablemente a los árabes”
Es a partir del siglo XVI cuando comienza la época del resurgir y máximo apogeo estas minas. Redescubiertas por Gonzalo Delgado, vecino de Guadalcanal, en el año 1551 en los pagos del Molinillo, fueron trabajadas de forma particular y rudimentaria hasta 1555; el 5 de diciembre de ese mismo año y, mediante renuncia y cesión de todo derecho y acción sobre ellas a favor del Emperador Carlos les fue concedido el privilegio de asentarlas a los Condes Fugger (Fúcares), famosos financieros alemanes, que ya tenían, en su poder el gobierno de las de Almadén, y que las explotaron hasta su total abandono. Según el autor Alonso de Carranza, fueron treinta y seis los años trabajados en la mina; para Guillermo Bowles son ochenta y cuatro. De cualquier forma, el rendimiento que de ella se sacó, y la cantidad de mineral que se extrajo de sus once pozos (Pozo Rico, Campanilla, Devanadera, Cuarto, Quinto, Traviesa, Mineta   Gran Campaña, Red, Contramina y San Antonio) fue muy superior a lo normal; “que rendía el quintal del metal de ella de toda broza a la mitad de plata, y mucho más...”, nos dice Carranza en su libro.
También don Juan de Tejada, que por Real Orden visitó la explotación en 1556, encontró "no sólo por experiencias repetidas que él mismo hizo, más por testimonio de hombres peritísimos en el arte metálica y minera, una de las más fecundas y una fecundas y ricas de cuantas hasta entonces se conocían en el mundo". Y volviendo a Alonso de Carranza que, en su obra "Tratado de Moneda en España", continúa diciendo: "   que de ella se sacaban cada semana una con otros sesenta mil ducados, que, en dichos treinta y seis años de su labor, montan sobre ciento y doce millones". Dejo al propio cálculo del lector lo que esta cantidad representaba en aquellos días; tengamos en cuenta que el ducado era una pieza de oro cuyo valor oscilaba entre siete u ocho pesetas. En es­tos libros se habla de ducados de plata, pero no quiere decir que esta moneda se acuñara en este metal, sino que era, simplemente, su equivalencia.
Más importante aún se puede considerar el comentario que hace el Cardenal Cienfuegos, el cual hablando de esta mina nos doce que "era en aquel tiempo la fuente preciosa de donde bebía su riqueza España'.
Guadalcanal, este bendito pueblo que albergó en sus entrañas tanta y tanta riqueza no encontró en sus minas la más mínima fuente de beneficios.
Las reatas cargadas con la plata salían del Molinillo a través del Camino Real por la Atalaya y el Postigo iban a dar a la Ribera de Benalija para continuar viaje a Sevilla. De Guadalcanal no salió ni la mano de obra; mineros especializados venía de Almadén y para los trabajos duros compraban esclavos negros en las ferias de Zafra. Guadalcanal sólo era para sus minas un extraño que, al otro lado de la Sierra del Puerto, servía de parada y fonda cuando algún contable de S. M. las visitaba, solamente recibió una vez cierta cantidad, ignoro el porqué, la cual se empleó en ce las campanas de Santa Ana. Guadalcanal...  ¡ese gran extraño!, que contemplaba pudoroso cómo su riqueza se iba por derroteros que no eran los suyos.
Alrededor de la mina se formó un pequeño pueblo que lo describe muy Carranza cuando añade "Y que respecto de ser tan grandiosa se fundó junto a ella un lugar muy cumplido con calles formadas, y mesones, y tiendas de mercaderes, carpinteros, herreros y otros trabajadores; donde concurría mucha gente, particularmente a los mer­cados francos que había entre año". Las ruinas que aún quedan así lo atestiguan, de­mostrando a su vez la independencia y desligamiento entre la explotación minera y nuestra Villa.
La plata de Guadalcanal se destinaba a grandiosas empresas. Tiempos eran aque­llos de conquistas y descubrimientos. Tiempos, cuando en los dominios de España no se ponía el Sol. Tiempos del Rey Felipe II que construyó el Monasterio de San Lo­renzo muy cerca de Madrid. Referente a esta obra en la "Historia de la Casa de Herrasti", página 264, se dice que: "esta, mina había producido ocho millones de pesetas, cuya suma se empleó con otras en la fábrica del Escorial". Tiempos, en que a la an­tigua Hispania llegaban barcos y galeras procedentes del Nuevo Mundo cargados con fortunas inmensas.
Y quizás fuera éste uno de los motivos que ocasionara el fin de las Minas de Guadalcanal. El Reino de España, ciego por los tesoros de América, descuidó en gran parte la administración de las mismas. Los Fúcares, al amparo de esta desidia, se encargaron de que la riqueza que salía de ellas fuera a parar al otro lado de nuestras fronteras e intereses. Dentro de los mismos pozos instalaron una fábrica de moneda clandestina. La acuñación de piezas de plata les permitía evadir más fácilmente el capital que de ellas se obtenía. Al cabo de los años, allá por el 1634, el gobierno de S M. se propuso incautar la explotación dado el poco beneficio que parecía producir.
Los Fúcares, por aquel entonces descendientes de los Condes, pensando en posibles represalias y en que el peso de la Justicia caería sobre ellos, inundaron una de las galerías produciendo adrede el hundimiento del pozo principal (el Rico) y abandonaron el Molinillo en 1635. Reinaba por entonces D. Felipe IV.
Pero volvamos a lo que nos dice Carranza, que nos deja en extrema perplejidad sus palabras: "...y que al tiempo que se hundió el pozo, la mina había, mostrado riqueza que nunca".
Cabe preguntarnos, ¿por qué se dejó de trabajar en Guadalcanal? Guillermo Bowles inspector de Carlos III, que visitó la mina en 1758, nos da la respuesta más lógica "...que la abundancia, de la plata en las Américas hizo olvidar los trabajos de y la política persuadió que debían reservarse para cuando aquéllas pudieran faltar”
¡Y claro que faltaron!  Pero desgraciadamente, desde que se fueron los Fúcares manera poco convincente, dejándolas en total olvido, nadie se ha preocupado de investigar más a fondo por qué las Minas del Molinillo, las MINAS DE PLATA DE GUDALCANAL, se quedaron en ascuas de borrajas.

Juan Bautista RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ

Revista de feria 1980

domingo, 20 de diciembre de 2020

El clero y la religiosidad en Guadalcanal en el antiguo régimen 3


 Iglesias y parroquias

Aparte la descripción, el informe de los visitadores de 1575 contiene interesantes datos sobre las activi­da­des económicas y adminis­trativas de la parroquia, ofreciendo un inventario general de los ornamentos sagrados (imágenes, retablos, cálices, custodias, copones, patenas, etc. (15), ropas de eclesiásticos (casu­llas, capas, albas, mante­les, paños, etc. (16) y otros objetos precisos para el culto (libros, campa­nas, armarios, campani­llas, bancos etc.), descri­bien­do pacientemente ca­da uno de ellos y comparando estos datos con el inventario de la visita anterior. A la vista de este análi­sis, tomaron ciertas determinaciones relativas al culto (17), ordenaron la enajena­ción de algunos ornamentos inservibles y la adquisi­ción de otros.

También se interesaron por las posesiones (bienes inmue­bles y derechos hipotecarios o censos) ­que la parroquia tenía asignada para su manteni­mien­to, decoro y gastos de culto. El conjunto constituían los bienes de fábrica (de la parro­quia, iglesia, convento o ermita, según los casos) de origen diverso: una parte corres­pon­día a donacio­nes que la propia Orden le hizo en el momento de su fundación, aunque la más sustancial proce­día de mandas testa­men­tarias de parroquianos a cuenta de misas perpetuas por sus almas (cape­llanías, memorias y vínculos), costumbre alentada por el numeroso clero de la época, que presentaban a un Dios Todopode­roso, pero Justi­ciero, con el cual convenía reconci­liarse en los últimos días. Para este efecto, los visitado­res hicieron compadecer al mayordo­mo de la fábrica, quien puso a su disposición el Libro de Fábrica, donde se reflejaba la contabilidad de los últimos años. Según estos libros, la Iglesia Mayor carecía de fincas rústicas y urbanas, si bien disponía de 22 derechos hipotecarios o censos sobre otras tantas propieda­des, cuyos réditos anuales ascendían a 27.052 mrs., aparte de otros 3.412 más procedentes de memorias, si bien esta última partida se consignaba para el colectivo de clérigos beneficiados de la parroquia.

Continúa la visita a la Iglesia Mayor, ahora requi­rien­do del párroco el título que le habilitaba para ostentar el benefi­cio curado, presen­tando el bachiller Pedro Cabezón, que así se llamaba el párroco y subvicario en cuestión, una Real Provi­sión (25/VIII/1572) despachada a su favor y ratificada por el prior. Asimismo, dio cuenta de sus ingresos, que ascen­dían a 60.000 mrs., poco más o menos. Por otros documentos posteriores, los generados en sendos pleitos que los párrocos sostuvieron contra los comendadores y los administradores del Hospital, se han localizado datos más precisos sobre la congrua o emolumentos de este beneficio curado. Consistía en una cantidad -fija e invariable a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII- estipulada en 778 reales (677 que pagaba el comendador de Guadalcanal y 101 el comendador de los Basti­mentos de la provincia), más los derechos de pie de altar, es decir, las limosnas que percibía por oficiar los bautismos, casamientos, entierros, misas de difuntos y memorias. En conjunto, sumados las costas fijas y los ingresos de pie de altar, los emolumentos del párroco de Santa María rondaban los 2.800 reales anuales (95.200 mrs) (18).

 

III.2.- PARROQUIA DE SAN SEBASTIÁN

Siguiendo con el protocolo establecido en las visitas, al día siguiente se personaron en la iglesia de San Sebas­tián, la segunda de las tres parroquias de la villa. En el atrio fueron recibidos por el párroco, sacristán y mayordomo de turno (19), pasando inmediatamente a rezar ante el Santísimo Sacramen­to, según se prevenía en tales casos. Mien­tras, el escriba­no de la visitación redacta­ba el siguiente informe:

 

“Es una iglesia de una nave sobre cuatro arcos de ladrillo sin el arco toral. La techumbre es de madera de castaño, con sus vigas de alfarjías y ladrillos por tabla.

Tiene tres puertas. La una es de testero, entrando por la cual, a la mano derecha está la Pila del Bautismo; junto a ella una escalera de ladrillo por la cual se sube al coro, el cual es de madera, con su antepecho sobre dos pilares de piedra.

Otra puerta en mitad de la iglesia, al medio día (sur), entrando por la cual hay otra puerta que sale al hospital de Santiago.

Tiene una capilla principal que se ha hecho después de la visita pasada, la cual es de crucería de cantería, con dos altares en el arco toral.

Al Altar Mayor se sube por nueve gradas de ladrillos. Tiene un retablo con el Santísimo Sacramento en medio; a la una parte la imagen de Nuestra Señora y a la otra la de San Sebastián.

A la parte de la epístola hay una puerta por la cual se entra a la sacristía, que es pequeña. La techumbre es de madera de castaño y ladrillos por tabla.

A los lados de dicha capilla principal hay dos capillas pequeñas: la una, que está a la parte de la epístola, es de los Funes, por la cual dieron doscientos ducados a la iglesia; y la que está a la parte del evange­lio es de Gonzalo Suárez y sus herederos, que dieron por ella doscientos ducados para comprar su suelo”.

La visita transcurre siguiendo el mismo orden que en el caso anterior, anotando los nuevos mandatos e intere­sándose por los bienes de la fábrica y sus rentas, así como por el título y beneficio del párroco.

 

III.3.- PARROQUIA DE SANTA ANA

Siguiendo el mismo orden y protocolo que en las anterio­res parroquias, los visitadores se personaron en Santa Ana. El amanuense de turno nos dejó la siguiente referencia:

“Es un templo muy antiguo, que tiene dos puertas: la una a septentrión y la otra al medio día. De la derecha hay un portal con una arcada de arcos de ladrillos, y entrando por la puerta a la mano izquierda hay una capilla pequeña para la pila del bautismo.

El coro está sobre un pilar grande de piedra y la madera de pino.

La techumbre de madera de castaño pintado.

En el arco toral hay dos altares: uno que llaman de San Bartolomé y el otro de Nuestra Señora.

Junto hay una capilla que llaman de Santa Lucía.

El techo de la capilla principal es de crucería de ladrillo.

Al altar se sube por siete gradas de azulejos; no tiene rejas”.

 

III.4.- IGLESIA DE LA MINA

En el poblado de la mina fueron recibidos por Martín López, quien decía ser contador y juez civil y criminal de todo lo concerniente al poblado y a la explota­ción minera. A su lado permanecía el padre Carrasco, clérigo de la Orden de San Pedro y capellán de la iglesia.

“La dicha Iglesia es de una nave de piedra rajada. El cuerpo de ella es mediano. La techumbre de madera de castaño, alfarjías y ladrillos por tablas.

La capilla principal es de crucería de ladrillo. Al altar mayor se sube por tres gradas chapadas de azule­jos, en medio del cual estaba el Sagrario; a la parte del Evangelio está una imagen de santo Antonio de bulto entero y encima de él una imagen de Ntra. Sra. pintada al óleo, con dos puertas (tríptico); en la una de ella, a la mano derecha San Juan Evangelista, y a la mano izquierda Santo Antonio. Encima de estas imágenes está un crucifijo de bulto entero”.

Como se trataba de una iglesia nueva, construida expresa­mente para dar servicio religioso a los que allí trabajaban, su administra­ción aún no estaba regulada. Los visitadores traían órdenes expresas en este sentido, que hicieron escribir en los libros correspondien­tes, para que en cada momento hubiese constancia de ello:

“En el dicho lugar e iglesia no hay cura propio y el dicho Juan Carrasco dice misa y administra los sacramen­tos con licencia del juez ordinario de la provincia de León de la Orden de Santiago, dada en Madrid, en 1573. Está nombrado por capellán por los contadores mayores de Castilla, por un capítulo de una carta fechada en Madrid, en 1567, el cual capellán dice cada semana tres misas por S. M, como dio relación Martín López, conta­dor. Las condiciones con que se permitió hacer y acabar la dicha iglesia son las siguientes:

Primeramente, que S. M. y su administrador general en la dicha mina mande reparar la dicha iglesia y cumplir lo que falta para que en decencia pueda estar el Santo Sacra­mento, proveyendo de custodia y crismera para óleos para los enfermos, y de ornamentos y cera y aceite y que siempre arda una lámpara. Y si las limosnas que sacaren no bastare, que siendo a costa de S. M. se dé al clérigo que allí residiera una congrua sustentación, el cual ya de decir en cada semana tres misas por S. M.

Ítem, que atento a que la dicha iglesia está en término de Guadalcanal, y ella y las demás iglesias han de reconocer a la iglesia de Santa María como Mayor, el párroco que ahora es y lo que fueren en delante puedan visitar la iglesia de la mina y administrar los sacra­mentos”.

Siguen otras mandas de menor relevancia, y finaliza ordenando que se asignen tres reales y medio diarios al capellán y reseñando que la referida iglesia carece de bienes de fábrica, pero que S. M. la ha reparado y proveído sufi­cientemente.

 

Notas.-

(13) Los visitadores traían unas instrucciones generales que, indistintamente, aplicaban en todas las parroquias y ermitas visitadas. Una de ellas se refería a las vestiduras deshonestas con las que, en opinión de la Orden, solían vestirse a las imágenes de la Virgen y de los santos. Por otro mandato prohibían las veladas en torno a las ermitas, pues entendían que se prestaban a jolgorios y otros actos profanos, que poco tenían que ver con el culto. También prohibieron a las plañideras su entrada en los templos durante los funerales y misas de difuntos, pues estimaban que con sus llantos desorbitados promovían la risa de los allí convocados. Finalmente, un mandato más trascendental, que limitaba la confesión de los feligreses a su párroco, y no a otro clérigo. Con esta última medida se perseguían dos objetivos: aprovechar los buenos oficios y experiencia del párroco para conseguir de moribundas mandas testamentarias en favor de la colecturía, y lo que no era menos importante, cortar con el alumbradismo que reinaba en la zona, en momentos en los cuales el Tribunal del Santo Oficio de Llerena desarrollaba una enérgica actividad antialumbradista. MALDONADO FERNANDEZ, M. «Llerena y los Alumbrados. El Auto Público de Fe de 1579», en Revista de Fiestas Mayores y Patronales, Llerena, 1999.

(14) Cada real equivalía a unos 34 maravedís.

(15) Reguladas a instancia de los guadalcanalenses de la época por una Real Provisión de 1641, en la que venían recogidos estos derechos de pie de altar Real. Provisión de S.M. y Sres. del Consejo de Ordenes, a pedimento del Concejo, Justicias, Regimiento y vecinos de la villa de Guadalcanal para que los curas de la villa se atuvieran a las siguientes tasas de pie de altar. ADPS,

Sec. Hospital de la Sangre, Carp. 10, doc. 12.

(16) Averiguaciones y pruebas aportadas por las partes interesadas en el pleito que los tres párrocos sostuvieron con el Hospital y los comendadores de Guadalcanal y de los Bastimentos a partir de 1642. ADPS, doc. anterior.

" Cristóbal de Monsalve, clérigo de la orden de San Pedro, con beneficio curado tras una Real Provisión de 1565, confirmada por el doctor Carvajal, prior entonces de la Orden de Santiago.

(17) Cristobal de Monsalve, clérigo de la orden de San Pedro, con beneficio curado tras una Real Provisión de 1565, confirmada por el doctor Carvajal, prior entonces de la Orden de Santiago

18) Mas información en MUÑOZ TORRADO, A.

-El Santuario de Nuestra Señora de Guaditoca, Edición del Ayuntamiento de Guadalcanal, 2003, con introducción de I. Gómez.

-Los últimos días de la Feria de Guaditoca, Sevilla, 1922

(19) En las obras anteriores. También PORRAS IBÁÑEZ, P. Mi Señora de Guaditoca, Guadalcanal, 1970.


Manuel Maldonado Fernández (Trasierra 2004)
Revista de feria de Guadalcanal 2004

domingo, 13 de diciembre de 2020

Oñate y Guadalcanal

 Y es que es curioso lo de Guadalcanal

-Buenos días nos dé Dios.

De tan castellana manera saluda­ba el ya ex embajador de los Estados Unidos en España, Edward L. Romero, el 21 de noviembre de 1998 a todos los que, ateridos de frío, se reunieron -nos reunimos- en la plaza principal de la localidad toledana de Corral de Almaguer para celebrar uno de los ac­tos del IV centenario de la llegada del conquistador criollo Juan de Oñate a Nuevo México.

Una conquista en la que hubo pre­sencia guadalcanalense.

Pero no nos precipitemos.

Romero, nuevo mexicano orgu­lloso de su pasado español e indio, multimillonario y amigo personal del en­tonces presidente Bill Clinton, había estado durante años obsesionado con instalarse en España para conocer el pueblo en donde nació su antepasado, el alférez Bartolomé Romero, corraleño que en 1580 partió a América y que fue, en 1598, uno de los 129 expediciona­rios que junto a Juan de Oñate fundara la segunda ciudad de los Estados Uni­dos, San Juan de los Caballeros, que, al poco, mudaría su nombre por el de San Gabriel del Yunque.

De ahí que el rechoncho y afable empresario de cuchillas de afeitar no dudara en elegir la Embajada de Espa­ña como premio a su generosa aporta­ción a la campaña presidencial de Clinton.

Romero, nada más llegar a nues­tro país, se puso en contacto con el al­calde de Corral, Antonio Mancheño, para incluir a este municipio en los ac­tos de conmemoración del IV Cente­nario de la llegada de Oñate a Nuevo México. Y así Corral de Almaguer se convertiría en noticia mundial al ser el único lugar del orbe en el que una tribu de indios Pueblo mostró la Danza del Búfalo fuera de su territorio natural. Para ello fue preciso un permiso expre­so de los líderes espirituales de esta tri­bu, permiso que no fue, ni mucho me­nos, fácil de obtener.

Una Danza del Búfalo que vie­ron bailar por primera vez en el verano de 1598 Diego Núñez y Diego Núñez de Chaves, dos soldados de Oñate que nacieron en Guadalcanal. Es decir: dos paisanos estuvieron presentes, con toda probabilidad, en la fundación de la se­gunda ciudad que se erigió en territorio norteamericano. La primera fue San Agustín, fundada en La Florida por Pedro Menéndez de Avilés en 1565 y destruida por el pirata inglés Francis Drake en 1586. En su lugar se erige otra ciudad con nombre dedicado al mismo santo, pero en inglés: Saint Augustine.

El 18 de agosto de 1598 la expedición de Oñate, formada en su mayoría por familias y con tres mil cabezas de ganado pues la intención no era sino crear asentamientos estables al norte de Nueva España llega a un enclave en la confluencia de los ríos Grande y Chuma, al norte de la actual ciudad que entonces -y ahora- se llama Española y muy cerca del actual “pueblo”(reserva) de San Juan. Llamaron al lugar San Juan de los Caballeros, en honor del general Juan de Oñate, y de los indios de la zona, que se portaron muy bien con los expedicionarios. A los pocos días se trasladaron todos a un pueblo abandonado muy cercano, de nombre Yunqueinegge. Allí se instalaron cons­truyendo casas de manera definitiva y rebautizaron el enclave con el nombre de San Gabriel del Yunque, aunque algunos historiadores también llaman a esta ciudad San Gabriel de los Caballe­ros. Hoy no existe y sus ruinas están, ya decimos, entre Española y San Juan Pueblo, a unos cuarenta kilómetros al norte de Santa Fe, capital de este estado norteamericano. Por cierto: en aquel 1598, concretamente el 8 de septiembre, día en que se celebra en todo el mundo cristiano el nacimiento de la Virgen, se realizó en territorio de Estados Unidos la primera Acción de Gracias. Tan norteamericana festividad es de origen español. Para que vean. Otra curiosidad: en un país que rinde culto a sus actores y actrices, los primeros que realizaron una representación teatral fueron los españoles. Lo hicieron ese 8 de septiembre con la escenificación de una pieza titulada «Moros y Cristia­nos», cuyo autor era un tal Martín de Farfán.

Diego Núñez era natural de Guadalcanal y era hijo de Juan de Chaves. Según hemos podido saber, viajó en la expedición con cota de ma­lla, arcabuz y un sirviente. También poseía armadura para él y para su ca­ballo. De Diego Núñez de Chávez tam­bién se dice que era hijo de un tal Juan de Chaves. ¿Hermanos? Las normas de nomenclatura de la época eran muy ar­bitrarias, pero no tanto corno para que se repitiera incluso el nombre. No obs­tante sí parece claro que les unía algún parentesco. De este segundo guadalcanalense, Diego Núñez de Chaves, se dice que tenía treinta años de edad, era de buena estatura, de po­blada barba castaña y tenía algunos dientes de arriba rotos. Dada la brutali­dad con la que Oñate se empleó inclu­so con los suyos (los ejecutaba sin temblarle el puso ante el más mínimo asomo de deserción y desertar en aque­llas tierras era una tentación a la que podía sucumbir cualquiera) y dadas las penalidades que sufrieron los coloniza­dores en tierras tan ásperas durante seis largos meses pudiera temerse que am­bos no llegaran con vida a San Gabriel, pero en el listado de primeros vecinos de esta ciudad aparecen los apellidos Núñez y Chaves. Parece, pues, que lo lograron.

Y es que es curioso lo de Guadalcanal.

Dado que se trata de una pobla­ción pequeña es muy significativo la gran cantidad de personas que aportó a la conquista y colonización de Améri­ca. De hecho, en la expedición de Oñate sólo otras 16 poblaciones andaluzas aportan expedicionarios y todas ellas eran muy superiores en habitantes a nuestro pueblo. Este hecho es algo que se corrobora si se ve el censo de emi­gración a Indias: el número de vecinos de Guadalcanal que se embarcaron es sorprendente.

Con el artículo de Pepe Álvarez que antecede a éste y la aparición de los Núñez en la aventura de Oñate cabe pensar que la nómina de pequeños -o grandes, según se mire- héroes locales debe ampliarse. Motivo de orgullo para todos y motivo de trabajo para los que nos interesamos por bucear en la grande historia de nuestro pequeño pueblo.

La figura de Oñate es motivo de agria controversia. Fue un hombre cruel, que nadie lo dude, por eso fue desterrado de Nueva España y enviado a la Península como Adelantado de Minas. La acción española en América es contradictoria: es de naciones ma­duras asumirlo ya que toda empresa humana tiene claroscuros. Pero hay un dato objetivo del que este cronista fue testigo. Alguien, entre ellos los Núñez que estuvieron con Oñate, enseñaron muchas cosas a los indios de Nuevo México. Entre ellas, un idioma, que ha perdurado generación tras generación en aquellas lejanas y áridas tierras que empleó un rechoncho, afable emocionado embajador norteamericano en la plaza de un pequeño pueblo toledano el 21 de noviembre de 1998.Un idioma que tiene un saludo que así:

-Buenos días nos dé Dios.

 

JESÚS RUBIO

Toledo, mayo de 2001. Revista de feria de Guadalcanal 

domingo, 6 de diciembre de 2020

El clero y la religiosidad en Guadalcanal en el antiguo régimen 2

Subvicaría de Santa María

 

III.- GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN DE LAS PARROQUIAS

Los provisores y vicarios supervisaban el gobierno eclesiástico de las parroquias, conventos, ermitas, cofradías, capellanía y obras pías de los pueblos incluidos en su juris­dic­ción­, cuidando que el clero y los feligreses se atuvieran a la doctrina de la Santa Sede y la institu­ción santiaguista. Para ello, giraban periódi­cas Visitas Pastorales, levantan­do actas en los Libros Sacramentales y en los Libros de Fábrica de cada uno de los institu­tos religiosos tutela­dos, complementando o sustituyendo a las visitas que hasta finales del XVI giraban los visitadores de la Orden.

A cargo de la parroquia se situaba el cura parro­quiano, o un teniente de cura si es que se trataba de la iglesia de un lugar o aldea anexa a determi­nada villa cabecera. El nombramiento de los curas correspon­día al maestre y más tarde al Consejo de Órdenes, teniendo dichos párrocos la facultad de nombrar a un teniente en las iglesias de su jurisdicción. Unos y otros se encarga­ban de organi­zar y presidir el culto (misas, procesio­nes y otras manifestacio­nes religiosas); además, instruían a los parro­quianos en los asuntos de fe, vigila­ban el cumplimiento de la preceptos religiosos (10), adminis­traban los sacramentos, cumplimentaban los Libros Sacramenta­les (bautis­mos, confirma­ciones, velacio­nes, desposa­dos y difuntos) y supervisa­ban la adminis­tra­ción económica de sus iglesias y de las capella­nías, cofradías y ermitas que quedaban bajo su juris­dicción. Para cubrir sus necesidades alimen­ticias dis­fru­ta­ban del benefi­cio curado, o conjunto de rentas y bienes asignados para este fin. Consis­tía en determi­na­das cantida­des de dinero contante con cargo a la Mesa Maestral, más las rentas de ciertas tierras y censos cedidos por los maestres.

Asimismo, con la finalidad de proveer de objetos sagrados a los templos y para su decoro y mantenimiento, la Orden dotó a cada parro­quia de ciertas rentas, que globalmente se conocían como bienes de fábrica. Su adminis­tra­ción corres­pondía a un mayordo­mo seglar, quien se encargaba de ­re­cau­dar las rentas derivadas, atender a los gastos y llevar la contabi­lidad en el denomina­do Libro de Fabrica. Terminada su mayordo­mía, ­ren­día cuentas ante el nuevo mayordomo, el párroco y un regidor comisio­na­do al efecto, que se hacía acompa­ñar del contador del cabildo. Con estos ingresos se atendía al decoro y ornamen­ta­ción del templo, se pagaban los salarios y gajes a sacrista­nes, acóli­tos, organista, ministriles y trabajado­res eventua­les (carpin­te­ros, albañi­les, etc.), y se corría con los gastos generales de cera, aceite y trigo. El dinero sobrante se aplicaba en la compra y reparación de objetos destinados al culto (imáge­nes, coronas, cálices, custo­dias, casu­llas, etc.), que constituían los bienes muebles de carácter inventaríales. En el mismo Libro de Fábrica, de vez en cuando vienen descritos con detalles cada uno de estos objetos sagrados, especi­ficando el uso, color, calidad y peso (11), fundamentalmente cuando se producía un relevo de sacristán o a resulta de las visitas.

Para estudiar las particularidades que concurrían en Guadal­ca­nal, utiliza­mos como referen­cia la visita de 1575 y otros datos tomados de sendos pleitos (1642 y 1786) que los párrocos de Guadalcanal sostuvieron con los adminis­trado­res de la encomienda y del Hospital de la Sangre (12). Se completan con los recogidos del Catastro (1753), del censo de Floridablanca (1787) y del In­terro­ga­to­rio de la Real Audien­cia de Extrema­dura (1791).

Según las fuentes citadas, durante el Antiguo Régimen coexis­tían en Guadal­canal tres parro­quias: Santa María o Iglesia Mayor, Santa Ana y San Sebas­tián. El párroco de Santa María osten­taba también el título de subvicario de Santa María de Tudía y Reina, sólo con juris­dicción en nuestra villa; es decir, dicho párroco-subvicario tenía cierta autoridad sobre los otros de la villa, y no en otra parte, quedando, sin embargo, bajo la jurisdicción del provis­or de Llerena.

A­par­te las parroquias, en Guadalca­nal estaban presente numerosas ermitas y, asociada a una u otra iglesia o santuario, numerosas cofradías, capella­nías, obras pías y memorias por difuntos. Para dar cobertura a las exigencias religiosas de estas instituciones, asociado a cada parroquia existía una auténtica pléyade de clérigos beneficiados, que se disputaban entre sí las asistencias más generosas con dichos capellanes.

También hemos de contemplar la presencia de cinco institutos de religio­sos y religio­sas, de tres de los cuales (el monasterio de religiosos de la Observancia de San Francisco, la casa asilo de monjes de San Basilio y las clarisas del convento de San José) no tenemos noticias preci­sas, al estar exentos de la juris­dic­ción ecle­siástica santiaguis­ta.

 

III.1.- PARROQUIA Y SUBVICARÍA DE SANTA MARÍA (13) 

El actual templo de Santa María (de la Asunción) fue sede de la más antigua y principal parroquia de Guadalcanal, con mayor número de feligreses, por lo que ostentaba el título de Iglesia Mayor­; es decir, donde tenían lugar las ce­lebraciones religiosas oficiales de la villa, por lo que, como contra­partida, recibía del concejo cierta asignación anual para completar el salario de sacristanes, organistas y acólitos. Desde el punto de vista arqui­tec­tó­ni­co, parece ser el resulta­do de varias inter­vencio­nes, inicián­dose su construc­ción ya en el siglo XIII, seguramente reutili­zando la infra­estructura de una antigua mezquita. La descrip­ción arquitec­tónica más completa corres­ponde a la visita de 1575, cuyos responsa­bles nos dejaron las siguien­tes referen­cias:

La iglesia es de tres naves sobre dos danzas de arcos y de maderamien­to; del cuerpo de la iglesia de obra morisca pintada de lazos con sus bullones y racimos dorados.

Tiene una capilla mayor de bóveda sobre crucero de piedra con do­blones y dos escudos dorados en ella. Se sube al altar mayor por seis gradas de azu­lejos, en el cual está una imagen de nues­tra señora adornada; tiene un retablo de tablas y pincel dorado, la ma­yor parte de los tableros con imágenes; en medio del retablo, en un basamento, está una imagen de tabla de la Ascensión de Nuestra Señora. A los lados del Sagrario (14), al lado del evan­gelio, están dos imágenes de San Pedro y de San Pablo, y encima una imagen de Nuestra Señora.

Bajando del Altar, al lado derecho está una sacristía dividida en dos piezas.

En frente de la puerta de la sacristía hay dos altares: el de la mano de­recha se dice de Santiago, y el otro de San Antón, que después se ha invo­cado de Santa Catalina.

Sobre la mano izquierda del Altar Mayor está una capilla de bóveda mediana, con sus rejas de hierro, y tiene un retablo en el altar de tabla y pincel, de la advoca­ción de nuestra señora de la Ascensión, y otra imagen de pincel a la mano derecha del altar que es de Santiago.

Hay otra capilla pequeña con una concavidad en la pared, que tiene un altar y una reja, el cual di­cen que es de San Francis­co. Y junto a ésta en la misma concavi­dad de la pared otra capillita con su altar, que dicen que es de Alonso Larios.

Y por bajo de la puerta de la dicha iglesia hay dos capillas con sus rejas y dos retablos, uno enfrente del otro, metidos en la concavi­dad de la pa­red. Al lado de abajo, en el testero de esta pared, en una concavidad de ella está otro altar de azulejos, con un retablo de tabla dorado y pincel, con un letrero en medio que dice que es de Juan González, clérigo.

Hay un coro alto de madera de pino bien labrado, sobre un pilar de mármol con su antepecho de pino. A un lado del coro, en una pieza posterior, están los órga­nos.

Debajo del coro estaba una capilla donde está la Pila del Bau­tismo, en la cual está una librería de dieci­nueve cuerpos de libros que mandó a la dicha iglesia el bachi­ller Juan Caballero, que están viejos y son de derecho canónico.

Y la dicha iglesia tiene una torre donde están las campanas”.

 

Notas. -

(10) El primer acto de la visita, tras la recepción de los visitadores por el cabildo y el clero, consistía en una oración ante el Santísimo Sacramento, que según indicaron estaba (guardado en una cajita, junto a una custodia) en un sagrario con puerta dorada en el Altar Mayor, a la mano del evangelio, todo muy limpio y decente. De acuerdo con las referencias de esta visita tomadas en otros pueblos santiaguistas, esta posición lateral era habitual, circunstancia que debía ser subsanada por los visitadores, que ordenaron su reubicación en el centro del Altar Mayor.

(11) Indicando si eran de plata, latón, cobre, etc., su peso y procedencia.

(12) Especificaban los colores y estado de conservación: nuevo, en uso o viejo.

(13) Los visitadores traían unas instrucciones generales que, indistintamente, aplicaban en todas las parroquias y ermitas visitadas. Una de ellas se refería a las vestiduras deshonestas con las que, en opinión de la Orden, solían vestirse a las imágenes de la Virgen y de los santos. Por otro mandato prohibían las veladas en torno a las ermitas, pues entendían que se prestaban a jolgorios y otros actos profanos, que poco tenían que ver con el culto. También prohibieron a las plañideras su entrada en los templos durante los funerales y misas de difuntos, pues estimaban que con sus llantos desorbitados promovían la risa de los allí convocados. Finalmente, un mandato más trascendental, que limitaba la confesión de los feligreses a su párroco, y no a otro clérigo. Con esta última medida se perseguían dos objetivos: aprovechar los buenos oficios y experiencia del párroco para conseguir de moribundas mandas testamentarias en favor de la colecturía, y lo que no era menos importante, cortar con el alumbradismo que reinaba en la zona, en momentos en los cuales el Tribunal del Santo Oficio de Llerena desarrollaba una enérgica actividad antialumbradista. MALDONADO FERNANDEZ, M. «Llerena y los Alumbrados. El Auto Público de Fe de 1579», en Revista de Fiestas Mayores y Patronales, Llerena, 1999.                (14) Cada real equivalía a unos 34 maravedís.

Manuel Maldonado Fernández (Trasierra 2004)
Revista de feria de Guadalcanal 2004