INTRODUCCIÓN
HACE POCO más de un año (libro editado en 1999), paseando por las innúmeras librerías de viejo de Charing Cross Road, en Londres, cierto amigo, amigo cierto, que no quiere ser citado, por lo que me veo obligado, aunque me pesa, a respetar su anonimato, halló un documento que intuyó de suma importancia.
-Al menos para ti- dijo. Se trataba de un diario.
Del diario que escribiera Pedro de Ortega Valencia durante su expedición de descubrimiento de las Islas Salomón en 1567, a las órdenes de Álvaro de Mendaña.
Aunque yo conocía
la existencia de dos memoriales, escritos por el propio Ortega, nunca pensé que
existía, además, un relato directo, de su puño y letra, del citado viaje, el cual
es tratado de forma somera en su primera probanza de méritos, que data de 1569.
No es importante
reseñar aquí ninguna descripción de los sentimientos que me embargaron cuando
me enteré del hallazgo.
El
librero que vendió, a precio irrisorio, por cierto, el legajo, al que acompaña
una carta del nieto del viejo general guadalcanalense, también llamado Pedro,
no supo decirle a mi querido amigo, la procedencia exacta del mismo, aunque
sospechaba que pertenecía al lote que les compró a los herederos de un paleógrafo
llamado Joseph A. White.
El texto que
compró mi amigo era la transcripción, en inglés, de ambos textos, y se
desconoce el paradero del original, que puede estar perdido en cualquier
vetusta biblioteca inglesa o en algún desvencijado arcón en cualquier desván de
Bloonnsbury o Chelsea.
Quizás ni esté en
Londres.
Quizás ya ni
exista.
Sólo puedo
certificar dos aspectos sobre este importante hallazgo.
El primero es que,
a lápiz, en el encabezamiento, aparece esta nota: 7-8-10, por lo que deduzco
que el tal White debió examinar el texto y traducirlo el 8 de julio de 1910.
El segundo se
refiere al tal White.
Por pesquisas
posteriores he podido averiguar que este paleógrafo e investigador colaboró, a
principios de siglo, con la Haklyut Society, asociación que se ha dedicado a
investigar todos los aspectos relativos a viajes y descubrimientos marítimos,
con especial predilección por los realizados en el Pacífico, y más
concretamente por los de los españoles del XVI; sus estudios sobre el segundo
viaje de Mendaña con el capitán Fernández Quirós, y sobre el del lugarteniente
de éste, Váez de Torres, el primer europeo que vio Australia, gozan de gran
reputación entre los historiadores.
¿Cómo llegó este
manuscrito de Ortega hasta Inglaterra?
Pero el hecho de
que Pedro Sarmiento, cosmógrafo del aquel viaje y amigo de Ortega, sufriera
prisión en la Torre de Londres, con un carcelero de postín, el corsario sir
Walter Raleigh, puede darnos una pista: quizás Sarmiento le informara de ello y
por ello los investigadores ingleses conocieran siempre de su existencia, ya
que el diario, como se infiere por la carta de su nieto, nunca fue enviado a
ningún estamento oficial español, sino a una persona particular, que muy bien
pudo deshacerse de él.
¿Y por qué a
Inglaterra?
Sabido es, y eso
es una verdad aceptada por los numerosos historiadores con los que he
contactado para verificar la autenticidad del relato y de los hechos que en él
se relatan, que Inglaterra, ya en el siglo XVI, quiso borrar la huella del paso
de los españoles por el Pacífico Sur, para así reclamar su legitimidad moral en
los descubrimientos y colonizaciones que allí llevaron a cabo, muy
especialmente en Australia, continente que la tradición apunta al inglés Cook
como primer descubridor, aunque sea incierto, porque ya el español Váez de
Torres la vislumbró en 1605 -casi dos siglos antes que el marino inglés-, y
también el holandés Tasman, setenta años después que Váez, la circunnavegó por
su parte meridional, desembarcando en una isla a la que le puso su nombre: Tasmania.
Queda
claro pues que el interés de los ingleses, responda o no a un intento de
ocultación de méritos de otros o de reescribir la historia, ha sido claro, y
por ello no sorprende, tras un pequeño análisis, que el manuscrito de Ortega
acabara a las orillas del Támesis.
Es hora, pues, de
pasar a otras consideraciones.
Del análisis del
texto, que, como se verá, no deja de ser una enorme carta a su mujer, Isabel
Hidalga, se puede certificar que Ortega cuenta toda la verdad sobre el azaroso
y fracasado viaje de Mendaña para descubrir las míticas tierras de Ofir, lugar
al que, según la leyenda, marchaban las naves del rey Salomón para surtirse de
todo tipo de riquezas para la construcción del famoso templo, símbolo del esplendor
que Israel vivió bajo su reinado.
Y decimos que
cuenta la verdad porque de las diversas relaciones que se conservan del viaje
-Mendaña, el piloto mayor Gallego, Sarmiento...- una cosa queda clara: en aquel
viaje los recelos y desconfianzas de unos y otros estuvieron a la orden del
día, como lo demuestra la campaña de difamación que Sarmiento inició contra
Mendaña una vez finalizado el viaje.
En cuanto a los
descubrimientos, todos son ciertos, pues así ha sido comprobado.
Tan sólo bailan
las fechas; pero mientras el resto de miembros de la expedición escribieron sus
memoriales tras llegar a Nueva España, es decir, lo hicieron de memoria, Ortega
lo hizo día a día, durante el transcurso del viaje; consecuencia: es mucho más
fiable, en este sentido, el relato de Ortega que el de otros expedicionarios.
Hay que hacer una
salvedad con respecto al texto: nos ha llegado incompleto.
En su última
reseña, que responde al 22 de febrero de 1568, un mes después de su regreso,
Ortega alude a que su última anotación es del 4 de septiembre, aunque en el
texto encontrado por mi amigo la última fecha que aparece es la del 17 de
julio.
También falta casi
todo el mes de marzo de 1567.
Respecto
al primer hecho caben dos suposiciones: o que efectivamente ese texto se perdiera,
o que White no lo transcribiera porque no lo considerara de interés; de todas
formas, no importa, sabemos, porque Ortega lo dice en su última anotación, que
las tormentas y los fuertes vientos se cebaron con la flotilla, que ambas naos
se separaron y que a punto estuvieron de morir todos.
Esta pérdida no
rompe la ilación del relato, pues.
Como tampoco lo
hace la pérdida de casi todo el mes de marzo, ya que en el resto de las
relaciones tan sólo se dice que, durante esos días, los expedicionarios se dedicaron
a la tarea de realizar un bergantín de calado más bajo para poder navegar por
aquellas aguas peligrosas por sus bajos y arrecifes, y que se realizaron
algunas entradas en Santa Isabel para inspeccionar la isla, pero que, en ellas,
salvo algún encuentro furtivo por parte de los indios, no pasó nada de interés.
Ortega tampoco
debió de dedicarse de manera constante al diario, pues como él mismo dice, lo
escribió "por ir descontando días", de lo que se deduce que
hubo jornadas en las que, o estaba muy ocupado, o no se produjeron hechos
dignos, para él, de ser relatados; esto explica por qué hay un salto en el
relato desde e14 de septiembre hasta el 22 de febrero: fueron tantos los
avatares y peligros que sufrió que bastante ocupado estaba Ortega en salvar su
vida como para dedicarse a seguir, día a día, con lealtad de adolescente, un
diario al que no debió considerar de especial valor, pues nunca lo publicó.
Aunque en este
último aspecto, quizás, habría que hacer otra reflexión: si después del viaje
tuvo que realizar un informe para poder solicitar una pensión, ¿por qué no
remitir el diario?
¿No
lo consideraba afortunado? No lo parece.
Quizás Ortega lo
consideró contrario a sus intereses, porque, como el lector podrá apreciar, en
él se defiende a Sarmiento, sobre todo al final, y sabido es que el cosmógrafo
no era persona bien considerada por las autoridades, ya que había sido
condenado por el Santo Oficio, debido a sus conocimientos astrológicos, y de
cuya ira pudo escapar gracias a la ambición del gobernador Lope García de
Castro, organizador del viaje a las Salomón, que intercedió por él.
Para no cansar más
al paciente lector, sólo haré tres precisiones más: dado el carácter urgente
del diario, se le ha dado un poco de forma, en el sentido de completar las
frases inacabadas por Ortega y de dialogar algunas de las impresiones del
maestre de campo, para comprensión y agilización del texto.
No se ha añadido
nada que pudiera transformar, aun levemente, el sentido del mensaje, pero era
obligado limar sus incoherencias narrativas.
La segunda
precisión se refiere a la carta del nieto de Ortega: es cierto que su abuelo
fue gran amigo de don Pedro de Arana, general de las galeras, que, ya muerto
Ortega, emitió un informe muy favorable sobre él, destinado, principalmente, a
que su nieto se viera favorecido.
Se
ha tratado de indagar las fechas de nacimiento y muerte de Pedro de Ortega,
pero todo ha sido infructuoso, sólo podemos intuir que debió nacer hacia 1520,
en Guadalcanal, por supuesto, y que en 1598 ya estaba muerto.
Sí se sabe que
embarcó hacia América en abril de 1540, con rumbo a Nueva España, que se casó
con Isabel Hidalga, y que de su matrimonio nacieron dos hijos, Jerónimo, que
viajó con él a las Salomón, y Pedro, que se casó con María de Arellano, unión
de la que nació su nieto y heredero Pedro de Ortega Valencia.
También sabemos
que viajó a Madrid para recibir instrucciones sobre la pacificación de los
negros del Bayano, que se rebelaron en 1580.
Por último, él
título, La lluvia infinita, ha sido una licencia mía, pues el de Diario del
viaje de Pedro de Ortega a las Salomón, que también manejé, me pareció
grisáceo; de todas formas, el lector verá que el título finalmente elegido no
es, ni mucho menos, gratuito.
Para finalizar,
sólo dos agradecimientos: a José María Álvarez Blanco y a Miguel Grillo,
paisanos y amigos; sin ellos, hubiera sido imposible la realización de La
lluvia infinita.
J. R.
Jesús Rubio Villaverde. 1999
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